Los tormentos del río Chagres
AL DÍA SIGUIENTE, Lefthand abrió la ventana de su aposento antes de que amaneciera. Tan ajenos le resultaban los placeres de una cama con dosel que no pudo pegar ojo en toda la noche. Se la pasó dando vueltas en el amplio y mullido lecho. Afuera los hombres se emborrachaban, se oían las botellas al romperse y los berridos y las canciones resonaban por doquier.
Morgan se había encargado de asignarle uno de los más confortables aposentos, y como el castillo se erguía en la cumbre de una colina, el delta del Chagres se derramaba ante sus ojos con el esplendor de las primeras luces del alba. El cielo estaba limpio, bañado en tonos naranja. Se había levantado una fuerte brisa del norte, una de esas brisas que son características de los comienzos de la estación seca.
Nada resultaba casual en las elecciones de Morgan. El inicio de la estación era, más allá de cualquier duda razonable, la época idónea para dar vía libre a la empresa. A partir de abril, las lluvias habrían hecho imposible aventurarse en las espesuras del istmo.
A punto estaba de volverse cuando una figura frágil, ligeramente encorvada, con un saco al hombro, llamó poderosamente su atención. Bordeaba el baluarte. La siguió con una inquietud que rayaba el vértigo. Cuando la figura doblaba hacia el oeste y salía de su campo visual, cerró la ventana y con gran sigilo dejó el aposento y partió en su búsqueda.
En el patio, los restos de la francachela eran evidentes. Un pirata vencido por el ron dormía abrazado a su botella. Lefthand cruzó a toda prisa por delante y fue a dar al segundo patio, por donde, previsiblemente habría entrado la muchacha. Buscó con los ojos alguna pista, y viendo entreabierto el portón que conducía a las mazmorras, lo traspuso. El olor a humo revelaba que por allí había pasado hacía bien poco una antorcha. Empezó a bajar la escalera de caracol. Los peldaños de piedra estaban húmedos, resbaladizos.
Al llegar abajo, el olor infecto que reinaba en el pasillo y la atmósfera sombría no le impidió ver a Elena. La muchacha, empuñando una antorcha, repartía a derecha e izquierda vituallas entre los confinados. Estaban medio muertos de hambre, ateridos de frío y eran españoles. Todo eso saltaba a la vista, como también que la joven no escatimaba misericordia. Lo incomprensible, al menos para Lefthand, fue que ella estuviese jugándose la vida por algo irremediable.
No se oían voces. Tan solo gemidos sordos y el restallido de la antorcha a causa de las corrientes de aire. A ambos lados del corredor, algunos de esos desventurados a quienes deslumbraba el fuego se cubrían los ojos con el brazo, y otros sacaban las manos crispadas por las rejas.
—Por el amor de Dios, ¿qué estáis haciendo aquí? —murmuró Lefthand, que instintivamente le dio el tratamiento propio de una dama—. ¿Habéis perdido el juicio?
Ella se volvió alarmadísima, guiñó los ojos y a la luz de la antorcha su rostro perdió toda expresión. Al ver que se trataba de su capitán, siguió en ello, distribuyendo comida. Tiritaba de frío.
—Cualquiera de estos hombres podría ser mi padre —la oyó decir él.
Sin hablar, Lefthand cogió la antorcha y la ayudó a repartir las últimas galletas del barco y las pastillas de sopa que quedaban, y después, la cogió de la mano y se la llevó escaleras arriba.
—Acompañadme —dijo, una vez en el patio, arrojando el saco y la antorcha apagada.
Cuando llegaron al aposento de Lefthand, este cerró la puerta con llave. La joven, entumecida, se abrazaba para entrar en calor. Él cogió una manta del lecho, se la puso por los hombros y la envolvió con la torpeza de alguien que teme hacer un uso inconveniente de su fuerza.
—Estás tiritando —dijo.
Pero ella se dejó hacer. El ambiente era confortable. Hasta había una cama de dosel de lujosas dimensiones y un pequeño hogar con brasas recientes. La belleza, aunque humilde, era indispensable, o eso opinaba la joven. Le costaba admitirlo, le avergonzaba saberlo, pero cómo había sufrido en estos meses rodeada de hombres brutales, invulnerables al encanto de la belleza.
Levantó la cara. Él estaba frente a ella, a tan solo unos palmos.
—Cómo pudisteis… cómo pudisteis… —farfulló la chica arrebujándose en la manta.
—¿También tú me lo reprochas? ¿Tanto significa un trapo quemado? ¿Acaso un país entero y la sangre de sus hijos cabe en una bandera, aunque sea la bandera de España? —se justificó Lefthand.
Pero la muchacha tenía los cinco sentidos en otra cosa.
—Cómo pudisteis iros con dos prostitutas… —dijo con resentimiento—. Os aprovechasteis de su desamparo. Son tan esclavas como los negros. Es… es humillante. Y, ¿qué necesidad teníais de humillarlas?
De momento, él se quedó desconcertado antes de reaccionar.
—¿Humillarlas? ¿Quién las humilló? —Y en el fondo abismal de esos ojos verdes, Lefthand supo que brillaban los celos como un tesoro escondido, y sonrió para sí. Viendo que no dejaba de tiritar, le quitó la manta de encima y dijo—: Pero ¡si estáis empapada!
—Vos. Vos las humillasteis. Vos, que tenéis el corazón seco como la ceniza. —La despojó del pañuelo, el chaleco y la camisa de cuadros. Lentamente, levantó sus brazos y empezó a sacarle la camiseta haciéndola resbalar por ellos—. Un bruto, un hombre cruel… —seguía diciendo. La camiseta terminaba de desprenderse— sin compasión, que abusa de su fuerza… —Despertó la emoción del pirata ver que tenía el pecho vendado para que pasase inadvertido. La venda estaba tan sucia que no pudo reprimir una punzada de tristeza. De modo que la cogió por un extremo con un fondo de ternura tan viva como un dolor e, igual que si de un paso de baile se tratara, la volteó por encima de sus brazos varias veces—. Un déspota, un desconsiderado… —proseguía la muchacha—, autosuficiente, un egoísta… —Y como la venda aún no estaba del todo desenrollada, con un par de ágiles y sorpresivos movimientos, Lefthand se la pasó por la espalda, primero a él, y luego a la chica, hasta que ambos cuerpos quedaron ceñidos, el uno contra el otro, y enlazó las manos tras ella.
Elena lo miró tranquila. Como solo una mujer es capaz de mirar al hombre que ama, sin gota de arrepentimiento o de orgullo. Cruzó las manos alrededor de su nuca y se olvidó de su viejo padre y de por qué se había enrolado en el Príncipe del mar. Se abrazó a él y se dejó abrazar, puesto que nada bajo el sol revestía la más mínima importancia salvo esto. Entonces, Lefthand se inclinó sobre el rostro de Elena, y sus labios se fundieron en un largo, húmedo y cálido beso.
Amaneció en la desembocadura del Chagres, la luz de los trópicos cayó sobre el mundo y el color esmeralda hizo su aparición en la selva. Durante las siguientes horas, los hombres que antes estaban ebrios, ahora estaban solo resacosos y sus ánimos ondeaban tan arriba como los negros pabellones de sus buques. Al igual que un organismo vivo, la fortaleza fue entrando en calor poco a poco. Casi dos mil recios filibusteros, bien acostumbrados a reponerse a poco que les sonriera la fortuna, se pusieron manos a la obra, y con ello, comenzaron a oírse los primeros cánticos. Panamá los esperaba a todos ansiosa, sin discriminaciones ni preferencias, y cuanto antes remontasen el sinuoso Chagres, el río de los caimanes, antes sellarían su destino.
El sol brillaba muy por encima del horizonte, y en cierto aposento de la fortaleza, un hombre, desnudo hasta la cintura, se agachaba a los pies de una dama con los labios húmedos de sus besos.
Ella había tomado asiento al borde de la cama dejándose hacer por él, que la vestía respetuosamente, prenda a prenda. Daba la impresión de ser aquello una liturgia, un ritual que formaba parte de una ceremonia piadosa, o que, sencillamente, él estaba procediendo a vestirla con un disfraz lujoso, cuando la verdad es que se trataba de harapos mugrientos, pero de los cuales dependía tanto la vida de la joven como la tranquilidad del pirata.
Afuera cantaban los ingleses y los franceses.
Ella metió primero una pierna, después introdujo la otra en la segunda pernera. Él la cogió por el talle, la levantó tiernamente y le ajustó el pantalón sucio de sebo y brea. Ella lo dejó hacer. Sentía deseos de cantar de alegría, de bailar para él durante horas mientras Lefthand le ponía la camisa de cuadros, tan gastada que tenía varios remiendos y zurcidos, y luego el chaleco largo por encima y, por último, le ataba el pañuelo al cuello. Agachándose, Lefthand cogió uno de sus pies. Tenía heridas recientes. Cuando lo introdujo en el zapato de hebilla, viejo y deslustrado, le dolió infinitamente más que si fuera suyo. A continuación, hizo lo mismo con el otro, antes de levantarse.
La joven rodeó su cintura con los brazos y apoyó la mejilla en su ancho pecho desnudo. Lefthand le acarició el cabello corto y apelmazado por el salitre.
—Ni siquiera me has preguntado por la carta —preguntó él.
Ella se sobresaltó y, separando la mejilla, lo miró sin pestañear.
—¿Se la entregaste a mi padre?
—Puntualmente —dijo él con aire zumbón, y casi enseguida, en el mismo tono irónico—: Espero que no hubiese nada comprometido en ella.
—¿Por qué lo dices? —preguntó la joven poniendo espacio entre los dos—. Me estás asustando.
—Por nada. Pero nunca se sabe en manos de quién puede caer una carta, ¿no? —repuso Lefthand en tono apacible.
La joven confiaba en él, pero siguió con la cara muy seria y trató de recordar.
—Venía a decir que no se preocupase. Que nadie aquí conoce mi identidad. Y que no permitiré que se sienta solo, que su hija no lo abandonará a merced de Morgan. Algo así. —Él la tomó de las manos y le sonrió—. ¿Tú crees que hice mal escribiéndola?
—Esa carta te honra.
—De todos modos —añadió con entusiasmo—, tomé mis precauciones.
—¿Ah, sí? —dijo Lefthand—. Y, ¿qué precauciones son esas?
—Le decía que rompiese la carta después de leerla.
—Bueno, siendo así —murmuró muy serio—, no hay por qué preocuparse. Y ahora debes irte enseguida.
Lefthand se asomó al pasillo. Miró a un lado y a otro y, viendo que el horizonte estaba despejado, la besó en los labios y, con un vacío en el estómago, la dejó marchar.
Pocos días más tarde, el 18 de enero, Morgan y los suyos partieron río Chagres arriba, en dirección a Panamá. Cinco navíos de la flota y treinta y dos canoas de buen tamaño, incomparablemente artilladas pero con pocas provisiones, transportaban el grueso del ejército: mil doscientos piratas con hambre de oro y de gloria. El almirante dejó al resto en el castillo de San Lorenzo, como guarnición, preparando la retirada.
Según las indicaciones de los españoles renegados, los presos de Santa Catalina, algunos de los cuales abrigaban más codicia y ansias de venganza que los propios bucaneros, navegaron durante todo el primer día y parte del segundo. A su alrededor, árboles de frondas densas crecían casi pegados y las plantas trepadoras se enredaban de abajo arriba y pasaban de un tronco a otro. Masas de follaje envolvían a los hombres, y toda la exuberancia de la selva llegaba hasta las mismas orillas del río Chagres mientras lo remontaban.
Al término del segundo día, arribaron a la aldea llamada Cruz de Juan Gallego, donde desembarcaron por necesidad. A causa de la estación seca, como ya habían augurado los presos, el caudal del Chagres no permitía seguir su curso, pero eso no fue lo peor. Las chozas de la aldea estaban quemadas y los plantíos devastados, algo que no tenía visos de ser ningún accidente. A los capitanes los desgarraba el malestar. ¿Por qué Morgan no había aprovisionado bien las canoas? ¿Por qué no se había dado cuenta de que la dureza de la jungla haría difícil la caza? Y sobre todo, ¿por qué no había previsto que bastaba un solo hombre huido del castillo de San Lorenzo, uno solo, para incitar a los españoles y a los indígenas a poner en práctica la estrategia de tierra quemada?
Morgan dejó a ciento sesenta piratas en Cruz de Juan Gallego, custodiando las embarcaciones, y a partir de ahí, se aventuraron en la selva tropical y el trayecto prosiguió a pie firme con tantas penurias como pueda imaginarse.
Durante días que se hicieron eternos continuaron la marcha, siempre hacia adelante, y el hambre hizo su aparición. El olor del fango, el calor y la humedad volvieron el ambiente irrespirable. Los chillidos de los monos negros, los gritos de los guacamayos (siempre de madrugada y al atardecer) y los gorjeos de los tucanes desorientaban sus sentidos. Los insectos hicieron de cada día que pasaba un tormento, y cuando acampaban, al caer la tarde, se hallaban demasiado exhaustos para temer a los peligros que acechaban detrás de cada helecho, y demasiado enfermos para pensar en la insalubridad de las ciénagas. Cada nuevo día traía no solo una victoria sobre el día de ayer, sino un castigo para llegar al día siguiente.
Con los renegados siempre a la cabeza, bordearon estribaciones y hondonadas, dieron con cenagales que salvaban como podían, con grandes escalones de roca y con estrechos desfiladeros. Los hombres que iban en vanguardia con machetes para cortar las plantas trepadoras, se relevaban cada poco. Racionaron la escasa comida que les quedaba y se quejaban cada vez más abiertamente. De no tratarse de Henry Morgan, el afortunado, cualquiera habría dicho que las noches se las pasaban hablando en un tono conspiratorio.
De cuando en cuando, hallaban alguna aldea perdida en un calvero, entre bosques o montañas, siempre calcinada. Con suerte, conseguían rebañar algunos sacos de trigo o de maíz seco, hutas, o unas botijas de vino, y entre eso y lo poco que iban cazando se alimentaban.
A menudo, cuando el terreno era propicio para emboscadas, Morgan enviaba un destacamento por delante, como avanzadilla, para reconocer el camino. Todos sabían que los observaban mil ojos pero también que los temían, y mientras así fuese y el nombre de Morgan zumbase por el aire, ningún indígena osaría combatirlos. Además, el propio Morgan daba un buen argumento para tranquilizar a sus hordas: aunque Panamá ya estuviera avisada, como se desprendía viendo los escombros de las aldeas, ningún auxilio español llegaría a tiempo por el lado del Pacífico.
Lefthand procuraba no buscar con la vista a Elena. Sufría uniéndola cerca, y sobre todo temía comprometer a la chica. Por suerte, Morgan lo hacía llamar a su lado, y no era excepcional que el español pasara todo un día sin tan siquiera ver a sus hombres. Ahora bien, durante las últimas jornadas se le fueron metiendo en la cabeza ideas poco juiciosas. Una tarde, el octavo día de marcha, se preguntó si merecía la pena tanto sufrimiento y, con la ingenuidad de un loco, pensó en coger a la chica en brazos y desandar el camino. Eran ideas tan alucinadas que ni siquiera se paraba a considerarlas seriamente, pero esto da una idea de las penalidades que sufrían, desde el almirante hasta el último servidor.
Por fin, el noveno día de marcha, desde una cumbre, los guías avistaron el Pacífico y, por la tarde, lo que muchos consideraban un milagro sucedió: a lo lejos emergió el campanario de la catedral de Panamá, rodeado de montañas y de valles. Más de mil sombreros se arrojaron al aire, y hubo aclamaciones a Morgan que debieron de arredrar a los mismísimos caimanes de las ciénagas.
Esa tarde acamparon mucho antes de lo usual. Repusieron fuerzas con las últimas vituallas que les quedaban.
Atardecía. Henry Morgan, con Lefthand a su diestra, paseaba entre los hombres inspeccionando el estado de su ejército. Si había algo que aún asombraba al español del almirante es que a muchos los conocía no solo por su apodo, sino por su verdadero nombre.
—¿Cómo has pasado el día, Bob el Horcas? —preguntó el almirante parándose junto a uno que tenía el rostro de un color cetrino. Llevaba una gran horca tatuada en el antebrazo. El pirata crispó el gesto y trató de levantarse, pero Morgan lo contuvo con una mano en el hombro.
—¡Por cien patíbulos, capitán Morgan! —Los ojos febriles del pirata se animaron—. Mucho mejor que ayer y peor que mañana.
—Bien, bien —repuso el almirante sacando unas pocas vituallas del macuto que llevaba en bandolera—. Hártate cuanto puedas. Que te conozco, y si entras demasiado hambriento en Panamá, no nos dejarás ni las raspas. —Los hombres que componían el corro hicieron eco a las carcajadas del Horcas.
—Bravo muchacho ese —murmuró Morgan cuando lo sobrepasaron—. El diablo sabe qué porquerías se habrá echado a la boca. Si la fortuna nos es propicia mañana, tocará la gloria antes de dejar el pellejo.
El campamento se extendía por todo el claro del bosque y aún más. Los hombres se agrupaban siguiendo el criterio según el cual habían hecho más de treinta leguas desde el castillo del Chagres: por la pertenencia a sus barcos y a sus capitanes.
Morgan saludaba. A veces se paraba a hablar con alguno, o le hacía entrega de provisiones que sacaba del macuto. A unos, los ojos les comían la cara; a otros era evidente que les habían sentado mal las hierbas, el agua sucia o los alimentos podridos que se forzaban a ingerir para calmar el hambre.
—¿Y Lynch el Flecha?
—Murió anoche, capitán Morgan.
—Que nuestros pensamientos lo acompañen —dijo sacándose el tricornio, y se lo volvió a poner.
Sí, todos sabían que algunos hombres habían mordido el polvo durante la marcha, y que bastantes tenían molestias y hasta fiebre; pero a los caídos no había tiempo de enterrarlos, y en cuanto a los otros, sus corazones ardían como brasas, pero mañana se inflamarían con las llamas del infierno.
De forma esporádica, por aquí y por allá se oían disparos cada vez más frecuentes. Siguiendo un riguroso ritual del oficio, se limpiaban los mosquetes antes del combate. Se hacía un solo disparo de pólvora, sin bala, para no malgastar municiones. Cuando llegaron a la posición de los españoles, a Lefthand se le heló el alma.
Esos eran los hombres que le quedaban, sin contar los que había dejado en la desembocadura del Chagres, custodiando el Príncipe del mar. Eran en total unos cincuenta, y de no haber convivido con ellos durante largos meses le habría costado reconocerlos. Ahí estaban Mateu, el capellán, el gallego Téllez que, sin el dedo gordo de un pie, desplegaba tanto celo como el que más, Pata de palo, o el Pelirrojo, que por fuerza había tenido que separarse nueve días antes de su cañoncito, o Amadora, a quien los Hermanos de la Costa, aun después de ganar pulsos a todos sus campeones, no terminaban de ver como a una mujer, el viejo Andrade con su pipa, Pablet el valenciano, Melquíades y los dos gemelos, y por supuesto, Alonso de Valdivia y, a su lado Guzmán Yáñez; pero ¿dónde estaba ella?
—¡Que el valor os sostenga el brazo mañana, amigos míos! —dijo Morgan distraídamente. Por un momento, a Lefthand le pareció que Morgan buscaba a alguien entre sus hombres.
—No resucitéis al valor para esto, almirante, que hace tiempo que nos dejó de la mano, igual que Dios —observó Mateu, el capellán, limpiando su mosquete.
—Pues si el tuyo es tan firme como tu inglés, mañana serás un hombre rico, español —sentenció Morgan, deteniéndose un instante; y enseguida, dijo a Lefthand—: Ese es de los buenos. Combatirá sin cuartel. Que vaya delante, en la primera oleada.
Siguió buscándola con la vista. Finalmente la vio. Estaba en un rincón sombreado. En aquel pequeño vivac donde no había ni media docena de hombres, era difícil que no pasara desapercibida. Lefthand habría jurado que Morgan abrigaba su misma idea, que se había fijado en la chica, que iba en su dirección. Pero era imposible. ¿Estaría el hambre volviéndole loco? Sin embargo, ¿acaso no se encaminaban hacia allí?
—Tienes mala cara, muchacho —dijo Morgan dirigiéndose a Elena con voz menos bronca de lo que en él era habitual. Los demás hombres del vivac, que no entendían del todo el inglés, se miraron dubitativos. Pero el almirante, que por su propia cuenta había hecho indagaciones, estaba convencido de que esta era la hija de Exquemelin, la autora de la carta que había caído en sus manos. Sin duda, los ojos la delataban. Eran los ojos de su padre. Lefthand aparentaba serenidad, pero su pecho se agitaba de emociones. ¿Tenía Elena tan mala cara? ¿No se abrazaba el estómago? ¿No hacía esfuerzos intolerables por contener las arcadas? La chica sufría; la verdad era esa. Su cara estaba sudorosa en un intento desesperado por aparentar normalidad. Y él se sentía impotente para aliviar aquel sufrimiento, aquella lenta agonía—. ¿Entiendes lo que digo? —preguntó Morgan.
—Sí, capitán Morgan —dijo ella en inglés, pero sonó como un quejido. Lefthand pensó que no podría refrenarse. Hubiera soportado un tormento para él, y lo hacía, pero tratándose de ella… A partir de este instante, se consagraría a cuidarla y alimentarla; robaría, si fuera preciso, se lo sacaría de la boca a los otros. Estaba dispuesto a cualquier cosa. Descubrirla o descubrirse tanto daba si podía ahorrarle una hora de trastornos. Tal vez el hambre favorecía su audacia, o su locura.
Pero Morgan parecía haber leído sus pensamientos. Le puso una mano en el antebrazo para detenerlo y se adelantó hasta ponerse al lado de la chica.
—Es el hambre, muchacho —dijo a Elena—. No tienes que preocuparte.
Y desprendiéndose del macuto se lo entregó a Elena con todas las vituallas que quedaban.
—En cuanto reponga fuerzas —dijo el almirante a Lefthand cuando reemprendían la caminata— el malestar desaparecerá y se sentirá en la gloria. Ya verás.
Lefthand procuró serenarse. También él sabía que era el hambre lo que atormentaba a la chica, que los alimentos la ayudarían a reponerse. La idea le sirvió de consuelo. Al acercarse al vivac de Morgan, antes de despedirse, le preguntó:
—¿Por qué le habéis dado a uno de mis hombres el resto de vuestras provisiones?
Morgan tardó en responder. Cuando lo hizo, no lo miró directamente a la cara.
—¿Te extraña? Poco me conoces aún, muchacho. Más vale un hombre vivo que veinte muertos.
—¿Y vos? ¿De qué os habéis alimentado en todo el día? ¿De raíces? —preguntó Lefthand, pues también en el menguante estómago de Morgan eran visibles los rigores de la marcha.
—Mi apetito es de otra naturaleza, más insaciable. —Y, cogiéndole los antebrazos con sus dos poderosas manos, terminó diciendo—: Te espero mañana, a primera hora.
Salvó el pequeño altozano que separaba el vivac de Morgan. Ya fuera de su vista, se quedó un rato pensativo contemplando el crepúsculo.
Al volverse para regresar, sin pretenderlo, oyó cómo el almirante llamaba a Exquemelin con voz quejumbrosa y, casi en el acto, cómo le daban arcadas y se ponía a vomitar. Igual que todos los que sufrían los trastornos derivados de la mala comida.