Entrevista en el monasterio

—OS TENGO POR UN MADRILEÑO SAGAZ. ¿Por qué dudáis, pues, de mí? ¿No os juré ya que vuestra hija estaba a salvo?

—Yo creo solo en quien me demuestra confianza —dijo Santa Cruz—. Si sois perjuro, antes que Dios yo mismo he de enviaros al infierno. —Los dos se hallaban sentados a las cabeceras de una sólida mesa de roble. En medio de la mesa, un candelabro, ahora con las velas encendidas.

—¡Vaya! Solo con que vuestro coraje iguale a vuestra estupidez —repuso John el Duque sosteniéndole la mirada—, no resultaréis una mala inversión.

Santa Cruz apartó la silla de un golpe y se puso en pie.

—¡Cuánta palabrería! Levantaos y dadme una espada. Dejemos que parlamenten los aceros.

—Ni es el momento ni el lugar —dijo el otro, enfundándose los guantes perfumados sin dirigirle la mirada. El olor a ámbar impregnó el aire—. Tened paciencia y daos por satisfecho con una disculpa. ¿No os basta? Pues tendré que disculparme dos veces. —Terminó de ponerse el segundo guante—. No pienso haceros daño. Henry Morgan os quiere sano, salvo y entero.

Santa Cruz sonrió.

—Ya veo que tenéis sentido del humor —dijo.

—Y paciencia, toda la del mundo —repuso el Duque.

—¡Diablos! Explicaos de una vez o me encargaré de derribar esa puerta que habéis ordenado cerrar.

—Acabo de salvaros del patíbulo. Confío en vuestra gratitud.

—Y, ¿a quién debo tanta indulgencia? ¿A Henry Morgan, a quien no conozco?

—Sentaos, os lo ruego. —El otro volvió a tomar asiento—. A vuestra buena estrella, Santa Cruz. ¿O debería llamaros Lefthand? ¿No es así como os llaman los ingleses?

Hubo una pausa. Santa Cruz, con la mano inválida oculta a los ojos del Duque, trató inadvertidamente de cerrarla, pero solo crispó los dedos. El olor a ámbar le repugnaba tanto como ese tipo, aunque le hubiera salvado la vida. Se había presentado como John el Duque, lugarteniente de Henry Morgan, el filibustero inglés. Tanto podía ser cierto como no. A pesar de toda una vida en la mar, él no conocía personalmente a Henry Morgan. Es más, se inclinaba por que fuese cierto; sin embargo, ¿qué había en el Duque de falso, de indecible o de siniestro que le provocaba repulsión?

—¿Habéis oído hablar de sir Walter Duncan? —Entró a la carga el Duque.

—¿El Corsario sin cabeza? Qué hombre de mar no ha oído hablar de él y su locura —dijo Santa Cruz.

—Muchos dicen que no era una locura.

—¡Demontres! Si vos creéis que dedicar toda una vida a buscar el tesoro de la Dama del mar es propio de un hombre en su sano juicio, estáis en vuestro derecho —replicó Santa Cruz.

—Os lo pregunto porque su tumba fue descubierta bajo otro nombre en Devonshire, hace tres meses.

—Y ahora diréis que con el famoso mapa con el que juró enterrarse —adujo Santa Cruz con una sonrisa incrédula.

—En efecto, con el mapa del tesoro.

—¿Os burláis, señor? ¿Para eso me habéis hecho venir hasta aquí?

—Ese mapa conduce al tesoro de la Dama del mar. Al menos eso cree Morgan y quien os habla. Ambos profanamos la tumba y robamos el mapa.

—Pongamos que sea como decís —dijo Santa Cruz—. ¿Qué pinto yo en todo esto?

—Henry Morgan, como almirante de los Hermanos de la Costa, os necesita. Y vos se lo debéis. Digamos que es una deuda de gratitud.

—¿Como almirante…? ¡Oídme bien! Yo nunca formé parte de la Hermandad de los Hermanos de la Costa —elevó el tono Santa Cruz—, ni dependí jamás de cofradías que son todo menos libres.

—Pero ¿os condenaron por piratería, o no?

—A fe mía. Han podido condenarme cien veces con razón; pero mi barco nadie lo ha gobernado por mí.

—¿Os referís a la fragata que ya no obra en vuestro poder, capitán? ¿Os referís al Príncipe del mar? —preguntó el Duque poniéndose en pie. Echó a andar hacia el ventanuco. Abrió del todo las contraventanas y la luz iluminó parcialmente el refectorio. El halcón batió alas cuatro o cinco veces antes de recolocarse en el respaldo de la silla.

Era el filibustero mejor hablado y de porte más distinguido con el que Santa Cruz había tenido ocasión de cruzarse, pero su sola presencia lo asqueaba, lo ponía fuera de sí.

Andaría por la treintena y era rubio, llevaba un fino bigote y perilla. El cabello ondulado y reluciente, partido en dos crenchas, le caía por ambos lados de la cara hasta los hombros.

Ni tan alto ni de complexión tan vigorosa como Santa Cruz, era sin embargo un hombre esbelto y de musculatura flexible. Vestía un coleto de terciopelo negro con botones del mismo dorado que la hebilla de las botas, y capotillo de mangas y alamares, todo ello a la usanza francesa. El mango de un cuchillo relucía en su costado. Paseaba bamboleándose un poco. Con ese vaivén en los andares típico de los hombres de mar, tan habituados a pasearse por las cubiertas que en tierra firme sufren la nostalgia de las olas. Cada vez que le daba la luz, sus ojos hundidos, cautelosos, de un color gélido, centelleaban y parecían consumirse en llamas azules.

El Duque tomó asiento de nuevo en el sillón de madera labrada y se puso a acariciar el extremo del reposabrazos con forma de voluta. Se hizo un silencio ominoso. Como si el aire estuviera cargado de sospechas. Casi enseguida, soltó una breve risotada que pareció espontánea, cruzó una pierna sobre otra y prosiguió:

—La única razón por la que os he salvado la vida es porque, después de Puerto Príncipe, Portobello y Maracaibo, Morgan planea una operación de grandes dimensiones. Se tratará de la mayor empresa de la piratería que hayan visto los siglos. Desde luego, a costa de España; pero en el fondo, dicho ataque no es más que una tapadera. Morgan lo único que persigue es el tesoro de los tesoros: el oro de la Dama del mar.

—No podéis hablar en serio.

El Duque continuó a lo suyo.

—Morgan está preparando una convocatoria de los más selectos capitanes. Quiere a la flor y nata, y al parecer, ahí estáis vos. Habrá gloria, correrán ríos de oro y de paso será la puntilla para este país. Nada ni nadie podrá evitar la catástrofe de España —observó descargando un puño sobre la otra palma. Investida de autoridad, su voz se diría que atesoraba generaciones de arrogancia, pues había demasiado empuje y a la vez, demasiada contención en aquel pirata para ser solo un facineroso.

—Veo que amáis de corazón este país.

—Yo estoy más allá de patrias. Por mis venas corre sangre española e inglesa. Española por parte de madre, pero mi padre era un marino inglés —repuso el Duque, que al instante tuvo la sensación de haber hablado demasiado.

—Decid de una vez. ¿Qué pretendéis de mí?

—Me comprometo a avituallaros y equiparos un buen barco. La tripulación corre de vuestra cuenta. Embarcaréis para el Caribe y atracaréis en la isla de Tortuga.

—Os lo vuelvo a decir —interrumpió Santa Cruz—. Nunca pertenecí a la Cofradía de los Hermanos.

—¿Y eso qué importa? Os respetan, Lefthand. Además —añadió con un ligero mohín de asco—, Henry Morgan os quiere a su lado. —Se levantó del asiento, y acercándose a la mesa de roble, continuó—: Una vez en Tortuga, estaréis presto para sumaros a su flota. Será él quien os explique los detalles relativos al tesoro. Por lo demás, no deis un solo paso en falso, y observad discreción sobre el verdadero objetivo de la empresa. Nadie sabe nada. Ni uno solo de los principales comandantes de Tortuga está al corriente del secreto. Y así debe ser. En caso contrario, lo único que arriesgáis es vuestra vida, pues, ¿quién os creería si soltáis que vamos tras el tesoro de la Dama del mar?

—Así pues, aparte de Morgan y vos, ¿nadie está al tanto del secreto?

—Nadie.

—Y, ¿por qué yo?

El Duque se sentó de nuevo frente a él. Dejó transcurrir un rato antes de replicar.

—Eso, preguntádselo a Morgan.

Santa Cruz sostuvo su mirada.

—Y, ¿después?

—Si salís con bien, repartiremos ganancias. —Hizo un leve gesto de estiramiento con el cuello—. Y tened esto presente: el reparto os retirará de los mares y hará de vos el hombre más rico de este país —dijo, escupiendo a un lado entre dientes con pericia insospechada.

—Con tesoro o sin él, se llevará a cabo un ataque contra posesiones españolas —dijo Santa Cruz—. ¿Os he entendido?

—Lo habéis entendido —dijo el Duque—. Y habrá saqueo y un buen botín. ¿Qué mejor modo de tomaros cumplida venganza sobre este país ingrato? Vuestro padre era un oficial leal al rey, sí, pero ¿quién venera hoy su memoria? ¿Quién recuerda que diese la vida por su nación? Y, ¿cómo se lo agradeció su país? Yo os lo diré: su hijo, inválido de una mano, se vio obligado a dejar la escuela. Se convirtió en un jugador, en un pirata porque los trabajos que mendigaba no salvaron a su madre de la miseria, como muchas otras viudas de marinos. No olvidéis, amigo mío, que España es la peor de las madres.

Presa de la indignación, Santa Cruz se puso en pie.

—Ni yo soy vuestro amigo, ni vos sois quién para hablar de los míos. —Cogió su sombrero con la mano buena y se lo caló—. En cuanto a mí, tenedlo claro: no me interesa vuestra oferta.

El Duque hizo ademán de quedarse pensativo.

—Poco a poco. ¿Declinaríais incluso si os prometo recuperar para vos el Príncipe del mar?

—¿Mi barco? —Y por un instante la voz de Santa Cruz se volvió menos firme.

—Vuestra nave va a ser desguazada. Me comprometo a rescatarla y conducirla lejos de la zona de influencia española, donde se os restituirá. ¿Qué os parece el Algarve portugués? Advertid que tras la Paz de Lisboa del 68, Portugal es independiente. ¿Qué decís?

—No, gracias —dijo y empezaron a sudarle las manos, como cuando sentía la abstinencia desgarrándole por dentro—. No, gracias. La piratería acabó para mí.

El Duque cogió el candelabro, dio unos pasos hacia Santa Cruz y cambió de táctica:

—Sin embargo, ¿acaso no os complacería regalarle algo a vuestra hijita?

El otro se quedó de una pieza y tardó más de lo que había previsto el Duque en reaccionar.

—Ni siquiera oséis referiros a ella —repuso con un asomo de temblor en la voz.

—Así que… —añadió el Duque, a quien no le temblaba ni un ápice el pulso—, ¿no sabíais que la pequeña María está a punto de celebrar su primera comunión? ¿Y también ignorabais que el conde de Veraguas está dispuesto a adoptarla? —Y aquí chasqueó la lengua moviendo la cabeza a un lado y a otro—. Fijaos que un padre rico y solvente, un padre que limpiara su pasado con oro, podría alejar a moscones como ese y hacer de su hija una princesa. Hasta las congregaciones más humildes —dijo extendiendo un brazo que abarcó el refectorio entero— abren sus puertas y se rinden a las influencias de una buena bolsa. —Los dos hombres se miraron a los ojos. Hubo un silencio que turbaban solo las llamas del candelabro—. Sed razonable y considerad mi oferta —dijo como brindándole la mejor oportunidad de una larga carrera de oportunidades y crímenes—. Habéis sangrado por vuestros vicios, sangrad ahora por vuestra hija. ¿No os parece una razón de más para hacer tratos conmigo, y una razón de menos para que yo desconfíe de vos?

—Me dais asco —contestó Santa Cruz apretando el puño izquierdo.

—Os hago ver que si la causa lo exige, hay mil modos de persuadir a un ingrato —dijo el barón sin perder la flema.

—Si le tocáis un solo pelo a mi hija…

—No soy yo quien os amenaza. —Sus fosas nasales se dilataron. Ahora su cara se diría cubierta por una máscara tenebrosa—. Solo os advierto de las intenciones de otros. Procurad, más bien, que el conde de Veraguas no le ponga la mano encima —dijo sonriendo—. Y ahora escuchad. En una discreta posada de Madrid os aguarda un discreto aposento. Y en él ropas para adecentaros y algún dinero. Tomaos un par de días para reflexionar. Después, ultimaremos los detalles, ¿os place?

Santa Cruz se derrumbó en la silla. Oscuramente algo en él se removió, su cólera se fue aplacando y, sin sacarle los ojos al Duque, extendió los brazos en la mesa. Se diría que lo que nadie había logrado hasta entonces, arrebatarle su amada independencia, hacer que renunciara al don más preciado que tiene un caballero de fortuna, lo habían logrado las mañas de este hombre siniestro.

Reposó en la abadía, recuperó fuerzas y por la tarde, cuando el crepúsculo empezó a lacerar el horizonte haciendo estragos, se dirigió a Madrid e hizo noche en el albergue. Se trataba de una posada pobre, con solo un catre, una mesilla de noche y un armario desvencijados pero sin mota de polvo.

Se despertó muy de mañana. Apenas había dormido. Se lavó en la jofaina, se afeitó, abrió el armario y, con aire ausente, procedió a extender las ropas en la cama y comenzó a vestirse.

Ahora que estaba solo, veía las cosas bajo otra luz. Primero se le ocurrió que raptaría a su hija, si fuera preciso. No iba a permitir que el sol de su vida estuviese a merced de ese conde de Veraguas que aspiraba a suplantarlo como padre y era blanco de las insinuaciones del Duque. Y con respecto al Duque, la actitud de tal bellaco agobiaba su mente como repugnaría a cualquier hombre de honor. Solo un miserable sin esperanza de redención se habría atrevido a sacar el tema de la niña en su provecho.

Hacía tiempo que estaba decidido a cambiar de rumbo, mucho antes de que lo apresaran. Anhelaba tan solo dejar atrás un pasado manchado de sangre. Estaba dispuesto a pagar por sus pecados siempre y cuando pudiese ver crecer a la niña. Incluso el hecho de que en el último momento lo salvasen de la horca tenía los visos de ser una señal, y aunque el destino se confabulara para arrastrarlo otra vez a la piratería, ¿qué valor tenía eso frente a la voluntad resuelta de un hombre? ¿Es que acaso no iba a poder vivir sin que señalaran a su hija con el dedo? ¿Es que no tenía derecho a una segunda oportunidad?

Recordó a su hijita, las horas irrescatables junto a ella. En verdad, ¿podía decirse que había sido un hombre fuerte, un hombre duro como siempre había pensado? Si hubiera demostrado ser fuerte, un tipo realmente duro, habría sido un buen padre para ella; al menos se habría esforzado por merecerla, la habría querido más.

Después de tres años y pico de ausencia en las Antillas, ¿se acordaría ella de su padre? ¿Qué edad tenía, pues? ¿Había cumplido ya los nueve? ¿Y sería cierto que mañana celebraba la primera comunión, o había sido una artimaña de ese chacal del Duque?

Dejó salir al halcón y se hizo la firme promesa de no recogerlo. Su ala estaba curada. Un buen modo de hacer que volviera a alimentarse por sí mismo era forzándolo. Después, cerró la puerta y bajó las escaleras.

Doña Ariadna, la patrona del albergue, departía con un tipo de porte desastrado y barriga de bodeguero. El tipo llevaba colgado un cajón lleno de joyas o baratijas. Santa Cruz saludó y se dispuso a salir en busca de un regalo para su hija.

—Señor Gonzalo —exclamó doña Ariadna—. ¡¡Señor Gonzalo!! —Solo a la segunda recordó Santa Cruz que había facilitado a la patrona el nombre de su padre. La anciana, con delicada coquetería, se insertó en el cabello, por detrás de la oreja, un ramito de nardos—. ¿Os presenté ya a mi pequeño Sixto? Los hijos son la sal de la tierra —declaró poniendo unos ojos sufridos en su retoño, que tenía en una mano un vasito de aguardiente—. Mirad si no, ¡qué artículos maravillosos pone a la venta mi Sixto!

El quincallero, sin soltar el vaso de aguardiente, se atragantó y después de toser un poco, enderezó el cajón. Santa Cruz, por pura cortesía, se acercó a echar una ojeada.

Era doña Ariadna una vieja menuda con el rostro muy tostado por el sol. Tenía el aspecto de una niña vieja como no se encuentra una entre mil, y el cabello, que llevaba recogido en un moño, era blanco como podía esperarse de quien se hubiese echado medio saco de harina por la cabeza.

—¡Y mirad las medallas! ¡Mirad que lindas, don Gonzalo!

—¿Son de plata? —preguntó Santa Cruz, a cuyos ojos expertos no pasaba inadvertido el ínfimo porcentaje de plata del género.

—¡Y cómo no van a serlo! —se apresuró a decir doña Ariadna—. Todo lo que vende mi Sixto es puro y de ley. ¿No es verdad, Sixto? —preguntó desviando la mirada hacia el barrigudo, que asintió con la cabeza no muy convencido—. ¡Qué bonita medalla es esta para una hija! —Y cogiendo una medalla con su cadenita se la mostró al huésped—. Vos, ¿tenéis hijos?

—Una niña.

—¡Bendito sea el Dios de los hombres! —exclamó eufórica—. ¡Una niña siempre vale más que un niño, don Gonzalo! Se diga lo que se diga, siempre es más… sensible —dijo mirando con reprobación al quincallero de su hijo, que cerró los ojos y se golpeó el pecho con el puño para hacer pasar el aguardiente—. Yo tengo seis hijos y una hija, pero mi niña vale por los otros seis. Y la vuestra, ¿qué edad tiene?

—Nueve años.

—¡Qué ángel bendito! ¿Cómo se llama?

—María —replicó Santa Cruz, que comenzaba a sentirse incómodo.

En ese instante el quincallero, que no perdía de vista las reacciones de la madre, abandonó su espíritu mercantil y metiendo una mano en un bolsillo extrajo una medallita de oro auténtico.

—Mamá… —dijo y mordió la medalla con los incisivos—. El caballero va a preferir esta otra. Es una medalla de Nuestra Señora de la Almudena. ¡Oro puro!

La vieja cogió la medallita, y aún tuvo tiempo para apretar los labios y mirar de modo reprobatorio a su Sixto. Luego, la depositó muy suavemente en la palma del huésped. La medallita estaba fría al tacto.

—¡María! —suspiró enternecida la vieja—, ¡qué hermoso nombre! Como Nuestra Señora. —Y entrelazó las manos mientras miraba por turno la medallita y a Santa Cruz—. Un regalo digno de una niña que lleve ese nombre. Ninguna niña, señor, con el nombre más hermoso puede no ser hermosa por dentro.

—Mañana celebra su primera comunión —dijo Santa Cruz un poco azorado, y rozó la medalla de oro puro con el dedo índice como temiendo fundirla.

—¿Su primera comunión? ¡Pero bueno! ¿Cómo no me lo habéis dicho antes? —preguntó la vieja, que lo examinaba con ojos inescrutables. Santa Cruz alzó la vista, y de repente, desprovisto de palabras, bajó la cabeza y se quedó absorto mirando la medallita—. ¿A qué estáis esperando, pues? Es vuestra, don Gonzalo —susurró la vieja en un tono íntimo. Una voz singularmente acariciante, una voz que era como un arrullo. Con una sonrisa de expectación, el hijo contuvo el aliento mientras la madre cogía la mano izquierda de Santa Cruz y, cerrándola sobre la medallita, decía—: Es un regalo… Un regalo para María. —Y fue como si por un breve instante el rostro de la vieja hubiese rejuvenecido.