La desesperada decisión de Guzmán Yáñez

UNA LUMINOSA MAÑANA, a mediados de diciembre de 1670, veinte navíos largaban amarras en el puerto de Tortuga, ante la expectación y el disgusto de los que se quedaban en tierra, mujeres la mayoría. Otros diecisiete aguardaban en la bocana. En total, treinta y siete pabellones negros concurrían ondeando contra el cielo. Unos procedentes de la isla Española, otros de Port Royal, Maracaibo, Nueva Inglaterra y hasta de Florida; pero, entre todos formaban la escuadra que emprendería la más grande expedición filibustera de la historia.

A las regiones más lejanas del mar de las Antillas había llegado la invitación de Henry Morgan, el sol de la piratería. Y como había tantos piratas que después de una vida de derroches, malvivían, y tantos que se negaban a desaprovechar la ocasión de hacerse ricos, pocos hubo que no rindieran culto al genio tenebroso del almirante y a su fama de hombre afortunado.

Y encima, Panamá no era solo un emporio de ensueño, el paraíso del oro y de la plata, era el nervio principal entre España y el Nuevo Mundo; en resumen, la ciudad más rica y floreciente de América. Y a ese predominio mercantil contribuía tanto el río Chagres, surcado por barcas repletas de artículos de lujo, como la explotación de las minas de Veraguas; tanto el Camino de Cruces y de Nombre de Dios por los que trasegaban recuas de mulas sobrecargadas, como la explotación de la isla de la Perla, que mantenía ocupados a decenas de bergantines, o el gran comercio de esclavos, que venía en apoyo de una opulencia nunca vista en el Nuevo Mundo.

Pero, el hecho que marcaba la diferencia entre Panamá y las capitales más ricas era que fuese depositaría de las remesas de metales preciosos de la ruta de la Plata, y en especial, de las reservas de Potosí. A bordo de los navíos españoles que integraban la Armada del mar del Sur, llegaba a Panamá la plata del Perú, envuelta en badana, a razón de treinta y cinco libras en cada piel, en grandes arcones forrados en cuero de suela, y permanecía en el istmo por espacio de meses.

Por si fuera poco, ninguno de los bucaneros que ahora se despedían de sus familias desde la cubierta de los barcos había estado allí. ¿Qué incauto había soñado hasta el momento con tomar Panamá, la esplendorosa?

De ella se hablaba de tal modo que parecía más cosa de leyenda que realidad. «Panamá»: el lugar de la buena pesca, en lengua nativa. Solo cuando le hubieran echado el ojo y viesen las suntuosas cúpulas de su catedral refulgiendo al sol del mediodía, o las barras de plata apiladas en el puerto para ser transportadas en carretones, o los oratorios de las capillas, cuyos retablos, según se rumoreaba, estaban ricamente enjoyados, solo entonces se vería quiénes soñaban despiertos y quiénes tenían el corazón más ardiente y valeroso.

Es cierto que se la consideraba virtualmente inexpugnable. Por un lado, estaba defendida por el puerto y por el Pacífico (también llamado mar del Sur), adonde los piratas de las Antillas no osaban llegar, y por el otro, tenía murallas y la rodeaba en parte una laguna pantanosa; pero las principales defensas por ese lado eran la selva insalubre y densa de los trópicos, y el río Chagres, que desembocaba en el Caribe. Y aun antes de remontar el río con trabajos indecibles, había que denotar a los españoles en el castillo de San Lorenzo, que cerraba la desembocadura del Chagres como un bastión estratégico.

Por eso, porque a defensas semejantes jamás se habían enfrentado los Hermanos de la Costa, y porque desconocían el terreno hasta límites temerarios, Morgan había pensado en tomar la minúscula isla de Santa Catalina, a pocas millas del istmo y en posesión de los españoles. La razón era muy simple. La isla de la Catalina era el presidio de los malhechores de las Indias de España, y muchos de ellos conocían el istmo de Panamá como la palma de su mano.

Por de pronto, la flota ya salía victoriosa de Tortuga; o cuando menos, la flota principal. Unos días antes, Morgan había enviado una flotilla de tres barcos y cuatrocientos hombres escogidos al mando de uno de sus capitanes más leales, Joseph Bradley, a fin de apoderarse del castillo de San Lorenzo. Pues bien, hacía solo media hora, uno de esos tres barcos se había puesto a la vista y, haciendo señales con banderas, traía noticias de la victoria.

Desde el puente del Ganymede, saludando al gentío que despedía a los hombres en el muelle, Morgan levantaba el puño y apretaba su guinea de la suerte. En el cabrestante, los hombres viraban el cable del ancla.

El puerto olía a brea, a salitre, a salmuera. Los Hermanos de la Costa estaban exultantes. Los alaridos y las canciones llenaban los barcos, templaban los nervios ante las gestas que estaban por venir. Especialmente, en la cubierta del Ganymede, la algarabía, el optimismo por saquear y obtener gloria y fortuna a costa de los españoles impulsaban el barco por sí solos.

El Príncipe del mar estaba abarloado junto al Ganymede y era la siguiente nave en salir. Los gavieros fueron enviados a las vergas de las velas bajas y de las gavias para largar trapo. A excepción de algunos entusiastas, los semblantes eran sombríos, de ansiedad mal disimulada. Alguien diría que solo a bordo del barco español se era consciente de los mil peligros que acechaban, y de que las posibilidades de éxito eran realmente pequeñas. Y además, desde la llegada del barco anunciando la toma del castillo de San Lorenzo, flotaba sobre cubierta una bruma de incredulidad o de extrañeza que tenía a algunos hombres metidos en sí mismos y taciturnos.

—¡Mírala! ¡Ahí está! —dijo Pablet al viejo Andrade. Ambos se apoyaban en la borda de estribor, y el viejo fumaba su pipa con los brazos cruzados.

—¿Quién? —preguntó Andrade.

—¡Mi chica! —suspiró el muchacho señalando con el dedo a una joven de melena rubia, acicalada con mucho afeite y colorete. La joven estaba rodeada de otras con apariencia no menos vulgar, y una de ellas le propinó un codazo a la rubia que la dejó sin respiración—. ¡Mi chica!

De pronto, una ráfaga de viento agitó la melena de la muchacha, y en la base del cuello, se volvió visible un gran lunar con forma de pez. Pablet se quedó mirándolo ofuscado.

—Andrade, Andrade —dijo con voz temblorosa—. Tiene la marca de las sirenas. —Incapaz de sacar los ojos de aquella luz deslumbrante, hizo bocina con las manos y gritó emocionadísimo—: ¡Volveré! ¡Espérame hasta que vuelva!

El viejo Andrade se irguió, midió con la vista a su joven amigo y pensó cuántos de estos que ni siquiera habían probado mujer regresarían para seguir viviendo y amando, y a quiénes sonreiría la fortuna. Vació la pipa contra la borda, le pasó una mano por el hombro al tipo más feliz bajo la cúpula del cielo y murmuró:

—Pero antes vamos a llenarnos los bolsillos de oro. Le debo una casa a mi vieja, si quiero que me acepte.

Un poco más allá, antes de reincorporarse a la faena, Melquíades, de puntillas, repartía besos desgañitándose.

—¡El protector de mujeres, el traficante de pasiones, el devoto de Babilonia! ¡¡A mi regreso, veréis!! ¡¡Me llamarán el Midas de las Putas!!

El público del muelle, la inmensa mayoría mujeres, lloraba. Unas con desconsuelo, y otras con disimulo, abrazándose a sus hijos. Algunos chiquillos desarrapados venían cogidos de la mano de sus madres para despedir a los piratas.

Blas y Ginés dirigieron la vista hacia su hermano mayor.

—¿Y cuándo volveremos? —preguntó Ginés.

—Eso —dijo Blas.

—Todos a sus puestos —dijo Lefthand a su segundo.

El Ganymede se movía y Henry Morgan, con sus dos zarcillos relucientes, su tricornio oscuro y el mostacho con las guías apuntando hacia arriba, era el centro de muchas miradas. En la mano aún apretaba su guinea de la suerte.

—¡¡Todos en sus puestos!! —gritó Guzmán Yáñez y poco después, dijo a media voz, con desprecio imposible de ocultar—: Bajo ese nombre, Ganymede, late un nombre de barco español. —Lefthand miró a su segundo y vio en sus ojos algo extraño, una emoción que no había visto desarrollarse hasta ahora en él y que eludía las miradas de los otros, que los dejaba fuera—. Necesito bajar al camarote —añadió Guzmán Yáñez, y abandonó en el puente al capitán y al piloto.

Casi al instante Lefthand bajó tras él. Abrió la puerta sin llamar y lo vio sentado a la mesa, con una botella de whisky, un vaso vacío y junto a él, una baqueta y una bala. Guzmán Yáñez, que apenas perdió tiempo en mirarlo, tenía su mosquete entre las piernas, bocarriba, y vaciaba la bolsita de pólvora en el cañón del arma.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Lefthand, y cerró la puerta.

—Lo que vos teníais que haber hecho hace meses. —Cogió la baqueta e introdujo la pólvora hasta el fondo del fusil—. Acabar con esa hiena y evitar que prenda fuego al mundo. —Sin apenas levantar la vista, se sirvió, cogió el vaso y lo apuró de un trago.

—Así solo complicaréis más las cosas, Yáñez —dijo Lefthand cruzándose de brazos y sin moverse de la puerta. Por un momento, Guzmán Yáñez miró a su capitán a los ojos.

—Que esté desengañado de mi país no significa que no lo ame. No soy como vos —dijo, y cogiendo la bala de la mesa, la metió dentro del cañón, tomó de nuevo la baqueta, oprimió la bala contra la carga de pólvora, y con el mosquete en la mano se levantó y echó a andar hacia la puerta—. Vos sois el amigo de ese chacal. Yo nada le debo. —Se quedaron frente a frente. De forma impensable, Guzmán Yáñez echó mano a la espada de Lefthand y la desenvainó—. ¿De qué os sirve? —dijo blandiéndola en el aire—. ¿Cuándo habéis sido digno de llevarla encima? —Y la dejó caer al suelo.

Un dolor afilado, como un calambre, le recorrió el vientre a Lefthand.

—Serenaos, y bajad el fusil. —Se descruzó de brazos—. Sabíais que este era un barco pirata cuando subisteis a bordo.

Guzmán Yáñez retrocedió como para recuperar el resuello.

—¿Lo sabía? —dijo sin soltar el mosquete—. Sí, supongo que lo sabía. También los hombres lo sabían y por un tiempo les regalasteis una especie de fe. Se sintieron parte de algo más grande. Pensaron que erais distinto, de otra calaña. ¡Ah! —se rio—, ¡de otra calaña, el amigo de Morgan! ¿Acaso no quedó claro el día que quemasteis la bandera?

—¡Dejaos de monsergas! —dijo Lefthand cada vez más irritado—. ¡Lo que yo sea, queda entre el diablo y yo! Y ahora, bajad esa arma y olvidaré. —E hizo ademán de ir a su encuentro.

—¡Alto ahí! —dijo Guzmán Yáñez que, apuntándole, retrocedió otro poco—. Pienso matar a Morgan ahora. De cubierta a cubierta. Es un blanco fácil. Y eso hará trizas el plan de esa chusma. Será como descabezarla. No os interpongáis. No me obliguéis a abrirme paso.

—Adelante. Disparad —repuso Lefthand sin moverse—; pero una bala no hará más que ponerlo sobre aviso. —Guzmán Yáñez pareció sumirse en una duda imprevista—. Escuchad…

—Os lo advierto, no me retengáis —dijo sin cesar de apuntarle—. Pero ¿no veis lo que hicieron con el castillo de San Lorenzo? ¿Y si nadie ha podido huir de allí para avisar a Panamá? Y por lo que hace a los hombres de Santa Catalina, ¿debemos también permitir otra masacre? ¿Queréis que descarguemos los cañones contra nuestros compatriotas?

—Yáñez —dijo Lefthand—, las cosas no son tan simples. Hay algo que debéis saber.

Por toda respuesta, Guzmán Yáñez fue corriendo hacia el ventanuco. Desde allí, como suponía, aún era visible el Ganymede, que ya ganaba velocidad.

Divisó el puente del buque y a Morgan, solitario como el demonio. El blanco era asequible y muy cercano. Se llevó al hombro la culata del mosquete, y ya Lefthand, aturdido por su rapidez de reflejos, se disponía a lanzarse sobre él, cuando prorrumpiendo en blasfemias, Guzmán Yáñez bajó el arma desesperado. Por muy poco, pero, en el momento más inoportuno, el puente del Ganymede salía de su ángulo visual.

Guzmán Yáñez se incorporó. Las venillas rojas que recubrían el blanco de sus ojos le daban un aspecto enfermizo a su mirada.

—Apartaos. Voy a subir a cubierta —dijo muy decidido.

—Bajad ese mosquete ahora, y haré como que no ha ocurrido nada —ordenó Lefthand. Algo incierto, como una duda que no hubiera quedado resuelta, hacía que la voluntad de Guzmán Yáñez flaquease—. Hay algo que debéis saber, antes de sacrificaros. La guarnición de la isla de Santa Catalina se entregará a la flota de Morgan a la orden de rendición.

—Si acabo con él no habrá orden de rendición. Por última vez, salid de la puerta.

—Está pactado, Yáñez. Entre los españoles de la isla y los filibusteros hay un acuerdo. ¿Lo estáis oyendo? Será todo una farsa, una comedia. Un simulacro de ataque.

—No es cierto. ¿Qué valor tiene la palabra de un pirata? —voceó con voz pastosa.

—Os lo juro por el eterno descanso del alma de mi padre. El gobernador de la isla llegó a un acuerdo con Morgan. Habrá un ataque, pero no habrá muertos, ni siquiera heridos. Cargaremos los cañones solo con pólvora y dispararemos contra el fuerte. Ellos harán lo mismo, responderán al fuego y más tarde arriarán la bandera española.

—No, no puede ser —repuso Guzmán Yáñez desconcertado.

—Si aun así no me creéis, llamad al maestro artillero. Preguntad al gallego Téllez cuáles son las órdenes cuando tengamos Santa Catalina a la vista. —Guzmán Yáñez paseó la vista a su alrededor. Fue como si de golpe todo el whisky le hubiera hecho efecto—. ¿Esa es la gente por la queréis sacrificaros?

Se fue hacia la mesa arrastrando los pies. Se dejó caer en la silla y soltó el arma de cualquier modo.

—No puede ser verdad —dijo cerrando los puños—. No puede ser. —Apoyó ambos codos en la mesa, gimió suavemente y, refugiando la cabeza entre los brazos, los apretó contra ella, alejándose de los hombres.

Lefthand recogió su espada del suelo y salió del camarote.

Esa noche, entre las tres y las cuatro de la madrugada, cuando los hombres fregaban la cubierta, Lefthand subió a refrescarse. Para él ya era casi una fórmula dormir a ratos, pues ni dormido ni despierto dejaba de pensar en su hija.

Los hombres se movían con calderos y cepillos desde la proa hasta el alcázar, pasando por el combés. Volvió la vista hacia la toldilla, la superficie más alta de la cubierta, en la popa, y con asombro y turbación vio que ella, la muchacha, la bailarina que viajaba de incógnito, se encargaba de fregarla. Y estaba sola. Así que, ni corto ni perezoso, subió la escalera y se acercó.

Al principio, ella apenas se dio cuenta de nada. Como estaba de rodillas restregando con el cepillo, ni siquiera levantó la vista. Tenía dos grandes calderos, uno a cada lado; y tan necesario era el uno como el otro. En uno había agua con jabón, para refrotar a conciencia el maderamen, y en el otro agua limpia para baldear la cubierta previamente enjabonada. Lo aconsejable era enjabonar por partes y baldear después.

La muchacha estaba enjabonando un tramo de la toldilla cuando el capitán se puso a su lado. Al verlo, Elena dio un respingo y se levantó.

—Al menos, cuando la mar está en calma, fregar no se convierte en una tortura —dijo Lefthand mirando a los ojos de la chica. Eran un poco rasgados, y de muy cerca el verde era de un matiz tan indefinible que daba vértigo.

—Sí, capitán —dijo ella con el corazón brincándole en el pecho, y como de repente le entrase pánico de que la descubriera, bajó la vista y siguió a lo suyo. Ya había terminado de enjabonar el primer tramo de la toldilla—. No os preocupéis. Quedará tan pulcra como podáis desear.

Lefthand, con la intención de ayudarla, cogió el caldero de agua limpia, pero su aplomo no era el de otras veces y no se apercibió de que la joven había hecho un tímido gesto para hacerse con él. La chica quedó tan azorada al ver que Lefthand tenía el caldero, que se fue hacia el otro, y cogiéndolo, dejó el primer tramo sin baldear.

Se arrodilló y empezó a fregar con jabón el siguiente tramo. Lefthand, que aún no había caído en la cuenta, la seguía con el caldero de agua limpia como si nada.

—Hum —dijo él—. En realidad, no habría por qué limpiar la tablazón de la cubierta tan a menudo. Y menos aún la toldilla, que no está nada sucia.

—Pues más limpia se va a quedar, señor —dijo Elena, y pasado el primer instante de pánico, emergió de golpe en su memoria la imagen de Lefthand saliendo de la taberna del Garfio con las dos prostitutas.

Lefthand no supo qué decir. Se olvidó por completo de que tenía el caldero en la mano.

—Y, ¿nadie te ayuda? —preguntó finalmente—. Una toldilla entera es bastante para un muchacho solo, ¿o no? —Elena acabó de enjabonar el segundo trecho. Miró de reojo el caldero de agua limpia en manos de Lefthand. Casi llegó a alargar el brazo hacia él, pero se detuvo a medio camino y tampoco ahora se atrevió a decir nada. Se dedicó a enjabonar el tercer y último tramo.

—¿Acaso queréis decir que estoy enclenque, señor? —preguntó ella sin dejar de restregar con el cepillo.

—Oh, para nada quise decir eso —dijo él, y por momentos se le iba la vista hacia aquel cuerpo impetuoso que había visto bailar en Cádiz—. Solo que…

—¿Sí? —dijo ella, cada vez más osada, volviendo la cabeza para mirarlo.

—Solo que… eres joven. Y a tu edad hay que vigilar los excesos —dijo Lefthand, que pocas veces en su vida se había sentido tan estúpido.

—Con todo el respeto, capitán, no sé qué pensará sobre «vigilar los excesos» el contramaestre —dijo Elena refiriéndose a Guzmán Yáñez, que además de su responsabilidad de segundo, asumía las funciones de contramaestre—. Además, ya tengo veinte años y no soy tan joven como pensáis. Tengo ojos para ver lo que me disgusta y buenos brazos para arrancar la suciedad. —Y viendo que había terminado de enjabonarlo lodo y que la toldilla entera estaba sin baldear, se puso en pie resueltamente y echó mano al caldero de agua limpia.

Lefthand se lo dejó arrebatar. Se quedó un poco violento y carraspeó.

—Hum, quizá debiera hablar con el contramaestre, sí —dijo él—. Aunque está claro que eres hombre de recursos, jovencito.

—Y ahorrativo, capitán. Apenas gasto en prostitutas —respondió Elena sin pensar lo que decía. Y ahora sí, meditadamente, vació de una vez el cubo de agua limpia, que arrastró con fuerza el jabón de la toldilla.

Lefthand se quedó con la impresión de que la joven había insinuado aún más de lo que había dicho; pero sin saber cómo actuar ni qué decir, carraspeó de nuevo, y con las botas encharcadas y guarnecidas con espuma de jabón, dio las buenas noches y se volvió muy dignamente a su camarote.