Un mirlo entre azucenas
DEJÓ QUE SUS PASOS LO LLEVASEN de acá para allá. Embozado, durante horas y más horas paseó como un hombre libre, aunque sabía que ni era libre ni tampoco era lo más indicado dejarse ver. Deambuló por calles llenas de hoyos y desniveles. Se reencontró con el bullicio de su ciudad, la misma ciudad que lo hechizaba de crío, cuando su padre lo llevaba a horcajadas en los hombros y no había recuerdos que lo embargasen de amargura.
Un pícaro con buenas piernas arrebató el sombrero de fieltro a un tipo con golilla y empaque de hidalgo. El caballero se puso a gesticular a voces. Hubo carcajadas, pero nadie salió corriendo en pos del ladrón. Había olvidado la multitud de vagabundos, forasteros y anteojos que proliferaban en Madrid, anteojos que según era moda, ni siquiera disponían de lentes. Un viejo pasó tirando de la correa de una acémila cargada hasta arriba y proclamó a voz en grito aguardientes, mermeladas y confituras. Un poco más lejos, un ciego canturreaba una suerte de letanía. Aprovechando la cuesta, alguien echó a rodar varias barricas calle abajo. Al fondo, una silla de manos se acercaba precedida de un lacayo que llevaba a hombros las pértigas delanteras.
Por todas partes había insultos, risotadas, charlas como disputas y la efusión de las despedidas apenas se diferenciaba de los arrebatos de cólera. La gente iba y venía y su aliento era visible como el humo. El cierzo arrastraba nubes desde más allá del horizonte.
Comprendió entonces lo que ya sabía desde el principio: que odiaba su patria, una tierra donde la envidia y la mentira eran monedas de curso legal, donde un pícaro levantaba más adhesiones que un político decente, el talento era humillado y los mediocres triunfaban. Comprendió que la detestaba con toda su alma por la misma razón que se odiaba a sí mismo, y que siempre sería así. De no haber estado la pequeña de por medio, nunca se habría atrevido a regresar a España.
Se puso a llover mientras paseaba por la calle de Toledo y desembocaba en la plaza Mayor. Siguió por la calle Nueva, dejó atrás la puerta de Guadalajara y enfiló la calle de las Fuentes. De repente, le vino a la cabeza la advertencia del Duque y la posible adopción de su hija por ese conde de Veraguas, de quien ni siquiera había oído hablar, y se sintió abrasado por los celos. ¿Era posible que perdiese a su hija? Y en ese caso, ¿qué era preferible para evitar que así fuese? Desesperado, palpó la bolsa de las monedas, y de improviso, algunos síntomas familiares hicieron su aparición.
Primero notó sudores fríos, luego vino el ardor que le recorrió la piel en oleadas, y por último, el deseo inaplazable de palpar una baraja de cartas se apoderó de él. Necesitaba consumirse en la emoción del juego como un amante anhela extinguirse en el cuerpo del otro. El demonio que llevaba dentro lo exigía. Todo su ser suplicaba con sorda furia, con deseo atormentado, hasta con dolor físico, igual que se reclama el sexo, la carne, la piel del otro; con temblores, ardiendo. Hubiera aceptado condenarse solo por satisfacer su privación, coger una baraja, palpar los naipes, adivinar el pensamiento del otro, enmascarar sus propias intenciones, apostar, pasar, arriesgarse, abandonar, levantar la carta y ganarlo o perderlo todo solamente con un gesto, un gallardo gesto de desdén.
De muy joven había comenzado a jugar, pero no por vicio como otros muchos, sino por necesidad, porque nadie daba trabajo a un inválido y su madre y él vivían en la miseria. Sin embargo, después, la sucia pasión del juego lo dominó y por rachas se apropió de su voluntad. Daba la exacta medida de su carácter eternamente apasionado, del fuego que lo consumía por dentro. Un fuego que era más grande que la vida y más impetuoso que la voluntad de un solo hombre. Si a pesar de todas sus dulzuras, un día se atreviera a imponerse a él… Pero ese día era evidente que no llegaba. Al menos, hoy no se trataba de ese día.
Así que una vez más se entregó sin reservas.
Atardecía, y un resplandor iluminó la calle con un fulgor lacerante. Casi en el acto, resonó un estruendo. Como el sonámbulo que era, bajo la lluvia, tomó hacia la Cava Baja de San Francisco y, empapado como estaba, entró en uno de los muchos mesones. La tarde declinaba con rapidez, y hasta el día siguiente (esperaba, por lo menos, que el Duque no hubiese mentido con respecto a la primera comunión de su hija) había resuelto no ver a su pequeña. Con dinero fresco, pasar el rato en un garito clandestino era una opción tan válida como cualquiera.
Dentro todo era júbilo y griterío. Las paredes del mesón estaban decoradas con cabezas de toro y los licores teñían el serrín del suelo de color sangre. En el mostrador, el vino desbordaba los cuencos de barro. Una mujer de vida alegre, que coqueteaba con otro, se zafó de sus atenciones y le salió al paso a Santa Cruz. Era morena y llevaba un mantón oscuro sobre los hombros. Hacía tantos meses que no probaba una mujer que le ciñó el talle sin mucha ceremonia y la besó en la boca. La chica, honrada por ese hombretón, lo tomó de la mano para sacarlo del garito, pero fue en balde. Santa Cruz no habría accedido a salir de allí por nada de este mundo.
La ramera, a petición de él, lo cogió del brazo y lo acompañó a la planta baja. Santa Cruz apretó entre los dedos la medallita de oro de la Almudena, le dio un beso frágil antes de guardársela para que le diera suerte y luego, la ramera, el tiempo, la capa profunda de su memoria, el dolor y el coraje en los que reposaba su dignidad, todo lo que era real y tenía verdadera sustancia para un hombre como él, dejó de existir para el capitán Santa Cruz.
Antes de ser consciente, ya estaba sentado a una mesa rústica de madera carcomida, plagada de muescas y melladuras de cuchillo, y rodeado de seis jugadores con pinta de fulleros. Con su mano buena, tanteó las cartas para verificar que no estaban marcadas. A su alrededor otras cuatro mesas de características similares, con ojeadores y público arracimados en torno a ellas. En la planta baja, que no tenía ventilación alguna, la nube de humo era aún más compacta que en la de arriba. Sobre la mesa, varias botellas de vino mediadas y un vaso para cada jugador.
Comenzaron por juegos medianos. Primero el faraón, luego los quince, y por último, el reinado. Al principio las cosas se desarrollaron razonablemente bien. Las cartas no eran buenas, pero su habilidad para detectar los engaños y anticiparse a los otros aceleró tanto su ritmo de ganancias como el número de curiosos que se arremolinaban.
Eso fue al principio. Luego, a medida que fue ganando confianza, empezó a infundir temores y desconfianza en el juego de sus contrincantes. Las cartas fueron mejorando y las rachas buenas se sucedieron. La ramera desapareció del escenario. Dos jugadores se levantaron de la mesa al cabo de tres horas. Fueron reemplazados y las cosas siguieron su curso.
Ya era de madrugada cuando el ambiente se distendió. Si se hubiera levantado ahí todo habría sido ganancia. Sus compañeros se retiraron desplumados, tenía un fondo en reales que superaba con mucho sus previsiones y había colmado tan a sus anchas los apetitos de su demonio que sonaba lógico dar la noche por acabada. Pero fue ahí cuando un par de tipos, que hasta ahora solo habían estado presenciando la última partida, le hicieron otra clase de proposición.
El cansancio se dejaba traslucir en los rostros y solo quedaban en pie los tahúres. Los dos tipos vestían con atuendos de hidalgo, y uno de ellos lucía una peluca rizada. El hecho es que trataron de persuadirle para que se prestase a jugar fuerte. Se trataba pues de juegos ilegales, juegos de apostar a carta tapada, en los que los riesgos eran más evidentes, pero las ganancias también eran más sustanciosas. Naturalmente, aceptó. Otra pareja se sumó a ellos. A partir de ahí, la suerte estaba echada.
Se establecieron las reglas. Acordaron que las apuestas no estarían limitadas por un máximo establecido. Pasó una hora, y luego otra más. Cada vez quedaba menos gente. Ya solo había una mesa jugando. Y él, que por méritos propios se había erigido en el favorito, poco a poco fue perdiendo la condición de predilecto de la diosa Fortuna.
Aun así, durante una hora y media, incluso dos horas, aguantó. Una racha mala, se dijo; pero más tarde, conforme aumentaron las apuestas, en pocas manos perdió la mitad de lo que había ganado en toda la noche. En el local reinaba un silencio absoluto. Para entonces, no habría más que unas veinte o veinticinco personas.
Notó cómo el cansancio se extendía por su cuerpo como una segunda piel, más húmeda. Llevaba más de doce horas jugando. Tenía los ojos enrojecidos. Probó el alcohol y bebió su primer vaso. Si hubiera estado en sus cabales, habría sabido que los espías que se venden a un buen postor abundan en las mesas de juego, y en torno a ellas.
Cuando la madrugada dio paso al alba sin que ninguno de los presentes tuviese el menor atisbo de ello, la situación llevaba camino de ser desesperada. Apostó sus últimos reales con la ciega confianza de sus mejores horas y se puso en manos del azar.
Se repartieron dos cartas por jugador. Cada uno de los cinco eligió cuál de sus cartas quedaría tapada y cuál destapada, y se inició la primera ronda de envites. Dos jugadores, a la vista de sus cartas, se retiraron. Quedó la pareja de caballeros y Santa Cruz. Ambos caballeros apostaron fuerte y Santa Cruz, jugándose el todo por el todo, apostó una cantidad superior. El dinero acumulado fue a parar al centro de la mesa.
Luego se repartió una tercera carta a cada uno de los tres apostantes, y seguidamente se repartió una cuarta y una quinta. Todas quedaron bocarriba; de tal modo que cada uno de ellos solo tenía una carta tapada o bocabajo. Las apuestas aumentaron en cada una de las rondas. Por último, en la ronda final, apostó todo lo que tenía. De su reciente fortuna no le quedaba ni un solo maravedí. Una vez igualadas las apuestas, los jugadores descubrieron la carta que tenían tapada.
Primero, con una sonrisa irónica, lo hizo uno de los caballeros. Acto seguido, el caballero de la peluca de bucles confirmó que la de él era más alta. Santa Cruz, cuyo semblante estaba pálido como un lienzo, sin intención de prolongar el suspense, puso la suya bocarriba.
Entre los presentes hubo un grito común que respondió a las tensiones acumuladas. El caballero de la peluca se puso a reír como loco mientras rebañaba con ambos brazos hasta la última moneda.
—¡Aguardad! —habló con voz ronca Santa Cruz. Tenía la frente perlada de gotitas de sudor—. Aún no hemos terminado.
—Por mi parte, seguro que sí —dijo el hidalgo perdedor—. Me ha dejado tieso.
—Y vos, ¿no habíais dicho que estabais en las últimas? —preguntó a Santa Cruz el de la peluca rizada.
—Aún me queda algo. ¿Aceptaríais… —preguntó metiendo la mano en el bolsillo— esto? —Y en la mano apareció la medallita de Nuestra Señora de la Almudena—. Es de oro puro.
Los otros dos cruzaron una mirada. El caballero de la peluca de bucles, con aires de suficiencia, hizo un mudo gesto de asentimiento con la cabeza; pero Santa Cruz ya estaba lejos de allí, lejos de todo para apreciar su significado. Al igual que si habiendo condenado su alma, lo demás no le concerniera.
Algunos mechones le caían por los ojos. Se los apartó y con la mirada impasible de los ausentes, cogió el mazo de cartas y barajó antes de repartir.
—Por Barrabás, ¡estás deseando perdernos de vista! ¡Hijo ingrato! —se quejó haciendo pucheros una mujer flaca, de pronunciadas ojeras y pelo gris recogido en dos rodetes laterales, desde la balaustrada de un primer piso.
Aquel primer piso era, con diferencia, el más vistoso de la corrala. Estaba lleno de flores y exhibía el mayor número de macetas con plantas colgantes del vecindario.
Abajo, en el patio recién seco, un jinete espigado con un bigote muy fino, hoyuelo en la barbilla y sombrero de ala corta, sujetaba firme las riendas de una yegua negra como el azabache. La montura caracoleó un poco. Alonso le pasó la mano por el pescuezo y le dijo unas palabras al oído. El cielo estaba limpio de nubes, el viento arreciaba.
—Sevilla es una amante tiránica, madre querida. Me voy con el corazón roto, pero qué remedio.
—¡Lo que eres es un culo inquieto! ¡Y yo estoy harta de tanta Sevilla! ¡Ay, cuándo dejarás de trabajar para la Casa de la Contratación! Esos pendejos, aunque paguen bien, me roban a mi único hijo.
—Juro que estaré de vuelta antes de lo que pensáis —dijo el jinete descubriéndose ante la señora de la balaustrada.
—¡Calla de una vez, bribón! No entiendo cómo no estás casado a tu edad. Y con lo guapo que eres. —La madre hizo un ligero mohín de desencanto.
—Cualquier hombre que tuviese el amor de ocho hermanas y una madre sería dichoso como un rey. Pedir más sería hacerme acreedor a todas las torturas del infierno, madre.
—¡Oh, vaya! —exclamó ella espantando con una mano el orgullo que zumbaba a su alrededor—. Pero ¡qué lengua tienes! ¡Qué cosa más extraordinaria! ¡Eres un poco más canalla de lo que era tu padre, que ya es decir!
De repente, una damita de ojos maravillados aplastó la nariz contra los cristales de una ventana, exhaló un poco de vaho y limpió el vidrio con una manga. Al ver a su hermano en el patio, a lomos de la cabalgadura, su rostro se iluminó con una sonrisa de oreja a oreja, y casi enseguida la damita apareció en la terraza sin resuello.
—¡Alonso! ¡Alonso! ¿Ya te vas?
—Sí, hermanita. Me estaba yendo…
—¡Alonso! —gritó una segunda hermana mucho más rolliza que la otra—. ¡¡Hermano!! —aulló una tercera—. ¡¡Alonso, Alonsito!! —gritaba otra muy zalamera. Y así hasta ocho, muy excitadas, expectantes y pizpiretas fueron apareciendo, con faldas, jubones y vestidos de tamaños y colores muy alegres y variopintos. Apoyándose en el pasamanos, se inclinaban todas hacia delante y sus risas llenaban el aire como el sol de la mañana. Ante semejante alboroto, en otros pisos varias caras enfurruñadas hicieron irrupción, e ipso facto se evaporaron. En otras, se cerraron de golpe las contraventanas y en la mayoría los vecinos de la corrala, habituados como estaban a la misma escena que desde hacía años protagonizaban las ocho hermanas pequeñas de Alonso de Valdivia, optaron por desentenderse del barullo.
—A ver, hermanitas. Por orden riguroso.
—¿En serio se va a Sevilla? —dijo la última en llegar, que tenía aspecto de ser la más despistada y flacucha, a otra al oído.
—¡Ay, calla, María del Rocío! Las cosas que tienes. Pues a dónde se va a ir si no.
—¡¡Yo quiero una peineta de plata!! —gritó una que inclinándose otro poco hacia delante, flexionó una pierna hacia atrás y levantó el talón en alto.
—Una peineta de plata. —Tomó nota mentalmente Alonso.
—Yo, un abanico del color de una noche estrellada. ¡Ah! —y esta se pasó la punta de la lengua por el labio superior—, de seda, nácar y con incrustaciones de marfil.
—¿Para decorar, o para abanicarte? —Hubo unas cuantas risas aunque no demasiado estentóreas, pues la mayoría aún estaba muy concentrada recapacitando sobre sus peticiones.
—Uhmm —dijo la hermana del abanico mordiéndose una uña.
—¡Por Barrabás! Date prisa. Que ahora me toca a mí —dijo la siguiente tirándole de la trenza.
—Tú —ordenó la madre señalándola con el dedo—, cállate y enjuaga esa boca por la que escupes sapos y culebras.
Y como Alonso viese que la hermana del abanico no acertaba a decidirse, añadió por su cuenta y riesgo:
—¡Ya lo tengo! Te traeré uno para decorar y otro para abanicarte. ¡La siguiente!
—Yo quiero un mantón con bordados de hilo de oro.
—Yo quiero un cajón de chocolate de América y los dulces más exquisitos de toda Andalucía —dijo la más rolliza de todas.
—Pues yo quiero unos manguitos de piel.
—Yo… —dijo la siguiente inflando el pecho, como si no se atreviera a soltarlo o estuviera cogiendo carrerilla. Y luego, muy presurosa, arrojándose al vacío—: ¡Yo quiero un vestido de encajes negros, como en Francia! —gritó poniéndose como un tomate, y las demás se echaron a reír.
—¿Y tú, María del Rocío? ¿Qué le gustaría a mi carita de flor? —preguntó Alonso dirigiéndose a la menos agraciada, con mucho, de sus hermanas.
—A mí, tráeme un novio. —Y como estalló un coro de carcajadas nerviosas en la terraza, María del Rocío estimulada por el éxito, alzó cuanto pudo su voz atiplada para decir—: ¡¡Y que sea tan guapo como tú!!
En cuanto las ocho hicieron sus peticiones, Alonso se despidió brazo en alto, volvió grupas y con un rictus amargo, picó espuelas con suavidad.
Hasta ahí todo transcurrió como siempre que Alonso, harto de Madrid, cansado de aburrirse en tierra firme, mentía a su familia anunciando un viaje a la ciudad de la Giralda. La verdad es que no había tal viaje a Sevilla, ni le esperaba trabajo en la Casa de la Contratación. Todo eso había acabado hacía tiempo. De ahí que tuviera sus apaños. Saldría por la puerta y luego cabalgaría hasta hacer noche en la casa de su penúltima conquista. Porque él era Alonso de Valdivia, y fiel a su código de honor, se vanagloriaba de no desplumar a las mujeres antes de conquistar sus lechos.
Pues bien, esa mañana, cuando atravesaba el portón volvió los ojos hacia un mendigo sentado en el poyete de piedra junto a la pared, a unos pasos de la entrada, y por primera vez en años las cosas tomaron un cariz diferente.
El hombre lo miró por encima del sombrero, y tal fue la sorpresa de Alonso que al reconocer sus facciones le dio un vuelco el corazón.
—¿Santa Cruz? —Tras echar pie a tierra, se acercó al hombre vestido de negro que acababa de levantarse. Le estrechó los brazos sin levantar la voz—. ¿Es cierto lo que ven mis ojos? ¿Eres tú? ¡Estás temblando!
La facha de su amigo delataba a un hombre con quien la noche se ha ensañado, alguien que está más allá de la humillación.
—No es frío. Es el demonio del juego, que ya no respeta nada.
—¡Por todas las tormentas! ¿De dónde sales tú, amigo mío? ¿Te fugaste?
—Acabo de perderlo todo —dijo Santa Cruz. Alonso lo miró incrédulo.
—¿Qué quieres decir con todo?
—También la medalla de la Almudena. Y era un regalo para mi hija —añadió abatido.
—¿Cuánto necesitas?
Santa Cruz puso las manos en sus hombros con franca calidez.
—Nada que no deba encontrar por mí mismo.
—¡Oh, amigo mío! Podrías ser rico como Midas si no fuera por los naipes.
—Juro por mi alma que no volveré a jugar —masculló Santa Cruz.
—Pero ¡por mil demonios! ¡Estás vivo! ¡Y libre! Y todos te dábamos por muerto. Se corrió la voz de que te colgarían.
—A estas horas ya debería estar en el infierno.
—Y, sin embargo… —dijo Alonso mirando con disimulo a su alrededor.
—Es una larga historia y ahora debo marcharme. Te estoy comprometiendo.
—¡Por todos…! ¡Que me cuelguen si tengo oídos para escuchar según qué cosas!
—Blasfemas como un pirata.
—No lo suficiente, todavía. Voy a acompañarte. Tenemos mucho de qué hablar. Y estás sin dinero.
—Otros momentos habrá para entablar charlas, Alonso. Debo ver a mi hija.
—Pienso acompañarte.
—Ahora no —zanjó Santa Cruz dándose la vuelta.
—Íñigo. —Alonso lo cogió por el brazo con una mirada resplandeciente—. ¿Te acuerdas de aquellos tiempos? ¿Recuerdas? Porque fueron buenos tiempos, ¿no es verdad?
—Ni somos tan viejos ni hace tantos años, me parece —dijo Santa Cruz.
—Para un pirata, cada año que pasa en tierra vale por cien años en la mar. —Santa Cruz bajó la vista—. ¿Tan pronto te has olvidado de las cosas buenas? El oro, las mujeres. El viento y la espuma en la cara, el sol de las Antillas… ¡La libertad, Íñigo, la libertad!
—Eres incorregible. ¿La libertad es colgar de una cuerda y no ver a una hija en más de tres años? —replicó Santa Cruz con voz severa—. Además —prosiguió en un tono menos bronco—, tú ya no pilotas buques, ¿recuerdas? Tu madre y tus hermanas te necesitan.
El joven levantó la barbilla. De improviso, miró hacia la balaustrada con ojos de sabia fatiga y replicó:
—Estoy harto de mentirles. Ya no puedo soportarlo por más tiempo.
—¿Y qué necesidad tienes de mentir ahora?
—¡Oh, por Barrabás! —dijo Alonso remedando el tono de su madre—. Nada es tan sencillo. ¡¡Está en mi naturaleza!!
Enmudecieron durante un breve lapso ambos con cara risueña, como dos chiquillos que hubieran dejado caer un jarrón y se detuviesen a mirar los pedazos.
—Eras el mejor entre los mejores —dijo Santa Cruz pinzando la mejilla de su amigo.
—Y lo sigo siendo, ¡maldita sea! —estalló Alonso desprendiéndose de la pinza—. No hay perro inglés que conozca los derroteros y las rutas de las Indias como un piloto de la Casa de la Contratación de Sevilla.
—Bueno —repuso Santa Cruz con ironía—, siempre y cuando pertenezca a la escuela de pilotos de la Casa.
—Aunque me echasen, mira lo que te digo, y por mucho que les duela, yo pertenecí a la Casa de la Contratación. Encima, no veo qué pecado hay en vender un libro de ruta a un armador podrido de cuartos.
—¿Aunque el armador podrido de cuartos sea inglés, y aunque el libro de ruta sea uno de los secretos más guardados de la Casa de la Contratación? —Y ambos se echaron a reír igual que si compartieran el secreto de una travesura—. Tampoco yo veo ningún pecado, amigo mío. Y que hiciesen de ti un fuera de la ley, un motivo más de orgullo. Pero eso, Alonso, es parte de un pasado que nos llevó en el mismo buque —dijo pasándole una mano por el cuello antes de dar media vuelta.
—¿Volveremos a vernos? —preguntó Alonso mientras obligaba a su amigo a coger un puñado de monedas.
Santa Cruz se mordió el labio inferior. Las monedas tintineaban. A continuación, con voz compungida, repuso mientras tomaba el dinero:
—Mala estrella sería la que nos alejara a ti y a mí para siempre.
El rostro de Alonso había cobrado vida gradualmente, había cabrilleado de entusiasmo y ahora, al ver cómo su amigo, terciando la capa, se alejaba de allí a grandes pasos, lo miró como se mira a quien tiene un crédito ilimitado con uno. Junto a él, la ilusión fluía por las venas de Alonso como sangre alborotada, pues Íñigo Santa Cruz era la única persona a quien habría sido incapaz de mentir.
—Te estaré esperando. No me moveré de Madrid —dijo Alonso cuando el otro ya le daba la espalda—. ¿Me oyes? ¡No me moveré de Madrid!