Todos contra todos
EL PRÍNCIPE DEL MAR HIZO LA MAYOR parte de la travesía como un barco fantasma.
En el mastelero no ondeaba ningún pabellón; ni nacional ni tampoco uno de los muchos pabellones con la calavera. Cualquiera que fuese el pabellón del capitán, era un misterio. Un capitán, por si fuera poco, que no se dejaba ver por sus hombres. Se hablaba de que algunos le habían echado la vista encima en la posada del Tiburón, pero no eran más que habladurías, y si los que más hablaban hubieran tenido que describirlo, no habrían sabido por dónde empezar. Lo único que la tripulación tenía claro es que estaba hambrienta de botín y que navegaba hacia Tortuga para unirse a los filibusteros. Y también que, en el colmo de la falta de respeto hacia las supersticiones marineras, había una mujer a bordo, a quien muchos apreciaban, sí, pero que cocinaba como el diablo.
En suma, todo ello tuvo a unos hombres que ya estaban mal dispuestos entre sí, primero desconcertados y, por último, con ganas de buscar camorra a la menor oportunidad. El músico tocaba poco y a disgusto, y a nadie se le pasaba por la cabeza animar al prójimo. Incluso Alonso, el piloto, un hombre siempre inclinado a ver el lado favorable, sabía que una empresa en el Caribe no podía afrontarse con semejante hatajo de fracasados. Vascos, catalanes, gallegos, castellanos, andaluces, algún que otro asturiano… ¿Qué unía a esos hombres entre sí? Unos estaban contra los otros, más que compañeros, eran enemigos y cada cual tenía su propia patria. Cierto que había excepciones, como el viejo Andrade y Pablet, el valenciano; o como ese de pelo corto, ojos claros y maneras delicadas, que se había hecho íntimo de la cocinera y que a Alonso le resultaba una cara conocida; o como esos tres pazguatos, Melquíades Blas y Ginés, que si había que hacer caso de sus juramentos, venían de Madrid solo para enrolarse, a sabiendas de que el capitán los tendría siempre por mercenarios del Duque.
Todo eso era evidente a todas horas, pero sobre todo a la caída de la tarde, cuando se procedía al reparto del ron para uno de los turnos, después del adiestramiento con las velas, las armas y los cañones. Un adiestramiento que era más férreo aún que en la armada. ¿Quién se creía el capitán, ese hombre con las ínfulas de un dios, que se escondía de todos los ojos y reclamaba una fe y una obediencia sin reservas?, se preguntaban muchos de ellos.
Porque no menos alarmante era el comportamiento del capitán. Hasta al propio Alonso le inspiraba dudas, y se guardaba para sí la idea de que la cárcel y el patíbulo le habían afectado a sus cabales; pues, ¿cómo si no se explicaba que aún no se hubiese revelado a los hombres con su verdadero nombre, su apodo, Lefthand, el único por el que era conocido y temido en los cuatro mares? ¿O es que acaso se avergonzaba de ser quien era?
Y así transcurrieron semanas. Y entretanto, el Príncipe del mar no cobró ni una presa. No hubo ni un solo zafarrancho, ni un solo abordaje. Hubo tan solo simulacros y adiestramiento por turnos. Día tras día, noche tras noche.
La instrucción con los cañones, bajo la supervisión del segundo de a bordo, Guzmán Yáñez, que asimismo hacía las veces de contramaestre, corría a cargo del gallego Téllez, un tipo tan animoso para el trabajo como mustio para todo lo demás, con aretes en las orejas y un ojo que miraba esquinado. El gallego Téllez había servido como artillero en un galeón. Y si algo fue cierto desde el principio es que los artilleros del Príncipe del mar iban a diferenciarse de las indisciplinadas tripulaciones piratas.
Los servidores se ejercitaron en disparos rasantes, dirigidos a la línea de flotación, en descargas de munición pequeña con sacas de perdigones y, sobre todo, en disparos en movimiento ascendente, es decir, cuando una ola alzaba el barco y se presentaba la ocasión de disparar con balas encadenadas. Como algunos sabían, este era un modo insuperable de desarbolar al enemigo y evitar que se escabullera.
Aprendieron a reducir la cantidad exacta de pólvora para que el proyectil viajara más lento, o a disparar con balas más pesadas empleando cargas reducidas, para que el proyectil perforase solo un costado del barco y rebotase en el interior de la cubierta. Aprendieron a afinar la puntería a distancias considerables y a familiarizarse con las balas asesinas, capaces de limpiar los entrepuentes de adversarios y desmontar los cañones que asomaban por las portas.
Se adiestró a los gavieros en el manejo de las velas. Y el segundo insistió hasta exasperarse en los cambios de bordada, y en la maniobra de virar por avante, que hacía girar el barco de modo más veloz, pero también más complejo que virando por redondo y que exigía una destreza y una coordinación muy notables para que el viento no detuviese el avance.
Y todo eso estaba muy bien. El gran problema era que los hombres se entendían cada vez peor.
Una mañana las cosas estuvieron a punto de precipitarse. Ocurrió el vigésimo octavo día de navegación, exactamente doce horas antes del temporal.
Estarían muy cerca, a unas cinco millas, de las primeras islas de Sotavento, en las pequeñas Antillas, en donde el segundo había ordenado fondear para hacer una aguada. Hacía tiempo que el vigía había dado las voces desde la cofa. El sol caía sobre el barco e iluminaba la estela de espuma. El manso mar estaba como tapizado de escamas y la sombra de la nave se proyectaba en él.
Un viejo, con los codos apoyados en la borda, pipa humeante y blancas patillas rizadas y unidas al bigote, charlaba con un muchacho. El joven jugueteaba con una flauta entre las manos.
—Si abres bien los ojos, verás cosas maravillosas —dijo el viejo.
—Dios lo quiera, Andrade. Pero, y vos, ¿qué esperáis?
—¿Yo? Dar un último golpe, muchacho. Comprar un terrenito en Asturias, levantar una casa con estas manos arrugadas y ofrecérsela a mi vieja como regalo de novios.
—Debe de ser maravilloso estar enamorado —dijo el mozalbete, que suspiró rascándose la cabeza.
—Ya veremos, ya —dijo el viejo con una mirada traviesa—. ¿Y si ella no me corresponde, Pablet?
El muchacho se puso solemne.
—Pero ¿aún no os habéis declarado? —Y como viera que Andrade negaba con la cabeza, se lanzó a recitar:
Yo juro a Dios y a esta cruz
que has de andar tras de mí
como el alba tras la luz.
»Para que la doncella se rinda a los pies de uno, hay que declamar esta fórmula delante de una buena jarra de ron, Andrade. Surte siempre los efectos deseados.
—Ya —dijo Andrade, y conteniendo la risa aspiró una bocanada—. Pero ¿y si mi vieja no fuera una doncella?
Y viendo que el mozalbete se quedaba mudo, el viejo Andrade rompió a reír a carcajadas.
Detrás de ellos, un sujeto pelirrojo se aferraba al cañoncito que había subido a bordo entre sus pertenencias. Decían que era navarro y, cuando menos, unas cuantas cosas eran obvias: tenía cara de malas pulgas y era poco locuaz, pero pasaba por ser un tipo de carácter noble. A Pata de palo, el dueño de la posada del Tiburón, que cada cierto tiempo se hacía cruces y soltaba algún improperio con su voz rota, le seguía por todo el barco el músico, un gitano que guardaba la guitarra como oro en paño.
La costa quebrada de la primera isla se fue agrandando a ojos de los tripulantes. El barco fue bordeándola. De sopetón, detrás de una punta rocosa, un saliente que se adentraba en el mar, apareció un navío. Navegaba a trompicones, medio desarbolado. El velamen estaba hecho trizas, y su color oscuro probaba que había estado expuesto al viento y a la lluvia, al sol y al salitre, al sebo de los cabos y a la suciedad de las vergas, que había corrido mundo y cruzado mares a lomos de mil galernas.
De las velas que quedaban, unas estaban hechas jirones y otras salpicadas de agujeros de proyectiles. Iniciaba el viraje a estribor, rumbo hacia una ensenada que empezaba a vislumbrarse.
—¡Pobriña! —dijo el gallego Téllez sin perder de vista la fragata—. ¡Pobriña! Debe de haber un cementerio por aquí cerca.
—Ya está llorando el gallego —repuso el licenciado Padilla, a quien pocas veces se le veía en sus ratos de ocio sin un libro entre las manos, y volvió a sumergirse en las páginas.
—Se nota que no está casado, el gallego. Si fueras cornudo como yo, te ibas a quedar seco. —Y hubo un coro de risas.
—¡Téllez, que esa nave es una ramera vieja, y no vale ni un real!
—¡No lloro! —protestó Téllez cada vez más serio—. ¡Pero tampoco me burlo! En Galicia somos gente sentida, no como vosotros, mulas sucias. ¡Asnos de tierra adentro! ¿Qué sabréis de barcos vosotros?
—¡Eh, tristón! ¡Habla por otros! Como la vasca no hay nación que entienda de buques en Europa. Así que, ¿por qué no vas a llorar al sollado, animal?
—¿Nación como la vasca? —berreó alguien que se escondió en el anonimato—. ¿¿A qué nación se refiere el palurdo??
—¿Que está vieja? —siguió el gallego Téllez, sordo para esa clase de disputas—. También vosotros llegaréis a viejos, con suerte. Y cuando os llegue la hora, no quiera el cielo que os traten con este desprecio. —Hizo otra pausa y por vez primera sus compañeros se abstuvieron de hacer comentarios—. Y, encima, el diablo sabe cuál es su historia y de cuántas aventuras guardarán memoria sus tablas. ¡Qué de anécdotas de valor se perderán con ella!
—De embarcaciones sabréis mucho los vascos —saltó uno de cabello engrasado, que masticaba a dos carrillos y no mostraba interés por el discurso del gallego—. Pero ¡así cuelguen de la verga mayor a todas las vascas! ¿A su edad y aún no sabe ahumar carne de cerdo esta cocinera grasienta?
—¡Y de puercos aún sabéis más los extremeños! —Y unos cuantos se echaron a reír con desdén.
—¡Rayos! ¡En eso el especialista es el capellán! ¿No viene de Barcelona?
De repente las velas gualdrapearon de arriba abajo, se oyó un fragor en toda la arboladura y el trapo entero se llenó con el golpe del viento. El barco cabeceó y salió impulsado hacia adelante.
Antes de doblar un promontorio, saltó a la vista una buena parte de la rada. Avistaron lo que aparentaba ser el resto de un naufragio, y luego otro; y más adelante otro par de barcos asomó varado de costado. A la fragata con el velamen hecho jirones poco le faltaba para embarrancar. Las gaviotas gañían planeando sobre restos de lo que un día fueron navíos orgullosos, ahora destripados. Y paulatinamente, ante los ojos de la tripulación fue surgiendo un cementerio de naves, con docenas y más docenas de navíos de tamaños y formas diversas, unos averiados, y otros vencidos por el natural paso del tiempo. Los había a medio desguazar y desguazados del todo. A esos, que eran como osamentas de animales prehistóricos, del casco no les quedaba más que los curvatones, los puntales y las cuadernas; aquellos, sin embargo, no eran más que armazones sin forma; y a la mayoría de los que aún estaban enteros, los recubría el guano por todas partes, pues montones de gaviotas habían hecho sus casas en los restos de las arboladuras.
Los gañidos de una gaviota sonaron con fuerza. Varios hombres levantaron la vista, pero Ginés, acercándose a su hermano Blas, le hizo ver que no era el momento propicio para hacer imitaciones.
—Pues, como mínimo, podría hablar español, ¿o no? —dijo uno.
—¿Quién?
—Quién va a ser. ¡El capellán!
—¡Deja en paz al capellán! ¡Que habla cinco idiomas! —dijo uno socarronamente.
—¿Cinco idiomas?
Mateu Verdagué se puso como una amapola, se sacó la barretina y la sacudió.
—No soy capellán —corrigió—, sino apóstata. Y menos pecador que muchos.
—¡¡La culpa es de Madrid!! —saltó uno con acento catalán—, ¡¡Madrid, que lo ensucia todo con su olor a ajo!! ¡¡Madrid es España!! ¡¡Es la única España real!! ¡¡Así se pudra!!
Algunos hombres, bien es cierto que con aire distraído, echaron mano a sus cuchillos.
—Melquíades —preguntó confidencialmente Ginés a su hermano mayor, que sentado en una barrica limpiaba absorto su pistola—. ¿Qué tiene de malo ser de Madrid?
—Eso, ¿qué tiene de malo? —repitió Blas.
—¡Chitón! —dijo Melquíades—. ¡No seremos de Madrid mientras yo no diga lo contrario! ¿Está entendido, sesos de grulla?
El viejo Andrade, intervino in extremis:
—Os equivocáis, compañeros. España es mucho más que Madrid. ¿Y sabéis por qué? Porque Madrid no es casi nada. Porque no hay una España, sino veinte. Por eso no es España, sino las Españas. ¿O es que la Mezquita es menos nuestra que el Escorial?
—Tú eres como todos, Andrade —saltó uno—. Amas más al país fuera que dentro.
—Puede ser, compañero, puede ser —replicó Andrade—. Para amar hace falta mucho temple, y franqueza de sentimientos, y valor. Más aún, debe hacer falta mucha fe para amar de veras. Es necesario no ser político para amar. Y nosotros, ¿es que tenemos fe en este bendito país? Mejor dicho, ¿tenemos fe en algo? Los españoles no nos creemos los cuentos, ni las historias de superación ni las leyendas; los españoles aprendimos a burlarnos pues el estómago nos ocupa todo el tiempo. Por eso olvidamos tan inmerecidamente a nuestros héroes.
—¡¡Filósofo!! —gritó uno, al que secundaron unas pocas risas.
—Ahí lleva razón Andrade —opinó el Pelirrojo, que de manera muy inquietante le pasaba la mano a su cañoncito de delante atrás—. Lo único que nos tomamos a pecho es la jarana. ¡Con la jarana, ni un chiste!
Pese a las buenas intenciones de Andrade, los ánimos estaban muy tensos. Tal vez por eso, porque presentía el desastre, el licenciado Padilla, llevado por un raro ímpetu en un hombre que era el colmo del despiste, saltó:
—¿Queréis que os diga yo lo que es España? —Y cerrando el libro se quitó los lentes de metal—. Os lo voy a decir. —Se puso en pie, se acercó hasta la amura de estribor y señalando con el brazo extendido hacia el cementerio de barcos, gritó—: ¡Miradla bien! ¡Eso de ahí es España!
Y con pocas palabras el erudito evitó que la disputa llegara más lejos.
En fin, muchos decían que había malos augurios y que el diablo sabría qué desgracia acechaba a su capitán. Así las cosas, era de temer que a los descontentos no les quedase más que amotinarse, o tripular hasta el infierno un barco maldito, un barco que navegaba sin bandera.