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Varkanin vio que el helicóptero se alejaba hacia el sur hasta transformarse en una mota negra bajo el sol. Entonces, por fin, se dio a sí mismo permiso para relajarse, bajó el rifle de asalto y aflojó los hombros.
La maldición le estaba venciendo por dentro. No le quedaba mucho tiempo de vida. Ni siquiera estaba seguro de aguantar hasta que saliera la luna. Podía dar por cierto que, llegado el momento, no sobreviviría a la transformación.
Había llegado tan lejos… se había acercado tanto a su meta… pero iba a fracasar. Le quedaba el pequeñísimo consuelo de haber ayudado a Powell y a Cheyenne. Esperaba, aunque sin implicación emocional, que lograran curarse. Pero ésa ya no era su guerra. El propósito de su vida se hallaba en otra parte.
Mucho más cerca de lo que él creía. En el momento en el que notó que estaba a punto de caerse de bruces y pensó en echarse y aguardar la muerte, oyó que alguien se movía a sus espaldas, entre las rocas. En vista de las posibilidades, no era difícil imaginarse quién sería.
—¿Has venido a refocilarte? —preguntó, con voz más débil de lo que le hubiera gustado.
—He venido a verte morir —le dijo Lucie.
Varkanin se dio la vuelta con las pocas fuerzas que logró reunir. Levantó el arma, aun cuando supiera que las balas de plomo que llevaba en el cargador no le harían ningún daño. No merecía la pena tomarse tantas molestias.
Lucie fue más rápida que él. Había sido siempre mucho más rápida que él, aun cuando Varkanin se encontraba en plenas capacidades. Su figura se volvió borrosa en borrón en el aire frío. Agarró el rifle por el cañón (con cuidado de no tocar directamente al hombre; había aprendido bien la lección) y se lo arrancó de las manos. Dobló el cañón contra su propia rodilla y luego arrojó el arma al lago.
A continuación dio un salto para atrás, y quedó fuera del alcance del hombre antes de que éste pudiera reaccionar. Lucie empuñaba su propia pistola. Apuntaba con ella al estómago de Varkanin.
—Balas de plata —dijo Lucie mientras hacía poses con la pistola—. También matarán a un humano, ¿non? Creo que sí, que te van a matar. Y ahora que no se te ocurra hacer nada.
—No. No haría nada, aunque pudiera. —Varkanin peleaba con su propio cuerpo rebelde, pero no le quedaba nada en las piernas. Incluso los huesos parecían blandos y flexibles, como gelatina. Se dejó caer dolorosamente de rodillas. Dentro de él, un lobo arañaba y mordía, una y otra vez, la plata que llevaba en las células.
—Aceptas que he ganado —dijo Lucie. Parecía sorprendida.
—Las condiciones en las que transcurre la vida en este mundo no favorecen la justicia —dijo el hombre—. Todo lo bueno, lo justo, se encuentra junto a Dios en Su Cielo, y no se puede hallar en la carne y la sangre.
—Poesía. A estas alturas. Pero todavía no te has rendido de verdad, ¿eh? Pon las manos detrás de la cabeza.
—Muy bien —respondió Varkanin, e hizo lo que Lucie le ordenaba.
—Has seguido mis huellas por medio mundo para terminar de esta manera. ¿Merecía la pena? —le preguntó Lucie, y dio un paso hacia él—. Reconozco que tenías razón. Te he hecho daño. Ahora, en este lugar, aceptaré que lo que te hice quizá fue excesivo, en comparación con el crimen que tú perpetraste contra mí. Entiendo que buscaras venganza.
—Te disparé para proteger a los míos. Y tú, para vengarte, mataste a mis hijas —dijo Varkanin con voz apagada—. Yo no tuve elección.
—Elección —dijo Lucie. Se le acercó aún más. Le estaba provocando para que atacase. Al ver que no lo conseguía, se le acercó todavía más—. Es bueno poder elegir. Yo sólo pedía eso. Elegir el sitio donde iba a vivir, elegir mi forma de vida.
—Aun cuando tu elección significara la muerte de seres humanos.
—¡Sobre todo por eso! Soy una mujer loba, Varkanin. Mi naturaleza me empuja a matarte a ti y a los de tu especie. Malditos sean Powell y sus moralinas. Nos hicieron con ese propósito, y sólo con ése. Tú querrías arrebatárnoslo, querrías quitarnos nuestro derecho a elegir nuestro modo de vida. Pero yo sí que te permitiré que elijas. Vas a elegir tu muerte. Puedes esperar a que salga la luna. No tengo ninguna duda de que el resultado será divertido.
—Para ti. Para mí va a ser muy doloroso —dijo Varkanin, que ya veía adónde quería llegar.
—Exacto. La otra posibilidad es muy sencilla… tendrás que besarme los pies. Tendrás que lamerlos con la lengua. Como un lobo. No, como un perro. Si haces eso tan sencillo, morirás rápidamente y sin dolor. ¿Lo ves? No estoy falta de misericordia.
Varkanin se las apañó para levantar el rostro del suelo. La miró a la cara.
—¿Cuál de los dos será el primero? ¿El izquierdo o el derecho? —preguntó.
Lucie sonrió. Enseñó los dientes. ¿Qué mejor manera de decirlo? La mujer gozaba con aquello.
Y ése era el único motivo que guiaba siempre los actos de Lucie. Varkanin lo sabía bien. Hacía las cosas porque disfrutaba en el momento de hacerlas. No entendía nada más que eso.
—Eso también te lo dejo elegir a ti —le respondió con una risilla.
Varkanin extendió los dedos y colocó las manos sobre la nieve para poder andar a gatas como un perro. Bajó el rostro hasta el pie izquierdo de Lucie, y al hacerlo apoyó todo su peso en la mano izquierda. Las fuerzas que le quedaban eran tan escasas que el brazo izquierdo empezó a temblar y a fallarle.
El brazo derecho se comportó un poco mejor.
Torció la muñeca. Un cuchillo de plata salió de su vaina. Lo tomó en la mano con un movimiento estudiado, fluido, muy fluido, y apuñaló hacia arriba sin mirar siquiera. Enterró el cuchillo en el vientre de Lucie antes de que ésta se hubiera dado cuenta.
La mujer chilló y retrocedió, dispuesta a echarse a correr, a huir. Varkanin trató de empujar el cuchillo hacia adentro, de dejarle el cuchillo alojado en las entrañas, para que no pudiera arrancárselo.
—Prefiero esperar a la luna —dijo mientras Lucie se alejaba corriendo y se echaba por la nieve, en un desesperado intento de escapar del lacerante dolor que Varkanin le había provocado—. Así te veré morir.
No tuvo que esperar mucho tiempo. En ese mismo momento salía la luna.
Ninguno de los dos, ni Varkanin, ni Lucie, explotó al tocarles la luz plateada. Hubo algunos chillidos y sangre. Pero no duró mucho. Cuando todo hubo terminado, los ojos de ambos, azules y blancos, contemplaron la luna desde rostros que todavía eran humanos, pero que estaban fríos, inmóviles, y muertos.