75
La luz de plata llegó y transformó el cuerpo de Chey.
Pero no su mente.
Sentada en el suelo de la pequeña habitación, parpadeó confusa, sin saber muy bien lo que le había sucedido. Tenía la visión borrosa y los colores parecían desvaídos… pero su hocico sufrió el asalto de un millón de olores que era incapaz de procesar. Olió lobos, y plata, y madera, y metal, y la loción de afeitado de Varkanin, y… y…
Bajó la mirada y chilló. El chillido que le salió de la garganta sonó como el gimoteo de un animal. Ya no tenía manos. Tenía zarpas. Unas zarpas grandes y peludas con unas uñas de dos centímetros y medio.
Durante la pelea con Sharon había permitido que la loba se adueñara de su cuerpo humano. El animal se había alegrado de la oportunidad y había poseído con regocijo su cuerpo de mujer, tan sólo para sufrir horribles heridas cuando atacó a Varkanin. Debía de haberse escondido en algún rincón del cerebro que ambas compartían y una vez allí se lamía las heridas… Había decidido no salir de nuevo al producirse la transformación.
Chey se sentía como si le hubieran cortado las manos y le hubiesen frotado la garganta por dentro con piel de lija. No podía hablar, no podía emitir ningún sonido humano, por mucho que lo intentara. El cuerpo en el que se hallaba le parecía extraño y anómalo, y a duras penas sabía coordinar los músculos para moverse. Presa del pánico, trató de librarse del collar de plata que la sujetaba a la pared, pero fue un grave error. Al transformarse su cuerpo, las ropas habían caído al suelo, y ya no había nada que protegiera su cuerpo de la plata, salvo el pelaje, un pelaje que se contraía y deshacía ante la más leve presión del collar. Sintió el roce del collar en la garganta como si un ácido le devorase la piel.
Al otro extremo del cuarto, a tan sólo dos metros de ella, la loba de Sharon le gruñía. Era una criatura hermosa, pero terrorífica, casi totalmente negra, salvo por un par de manchas leonadas en el pelaje de la cara y las patas. Tenía unos dientes enormes. ¿La loba de la propia Chey sería igual? Hacía tanto tiempo que no veía un lobo gigante que se horrorizó una vez más. Sintió el mismo miedo que había sentido cuando el lobo de Powell la atacó y le transmitió la maldición. Apretujó el cuerpo con todas sus fuerzas contra la pared del cuarto en un intento por alejarse de la loba de Sharon, pero eso no hizo más que ejercer presión sobre el collar de plata.
La loba de Sharon no tardó mucho en darse cuenta de que había algo extraño en Chey.
Chey no pudo hacer otra cosa que encogerse entre gemidos y gañidos mientras la loba de Sharon se abalanzaba contra ella una y otra vez y chasqueaba las mandíbulas. Sharon agitaba las zarpas en el aire y tiraba de su propio collar, tratando de liberarse, de atacar, de matar…
Aquella noche, lo único que salvó a Chey de la locura fue que la luna desapareciese apenas tres horas después de salir. Cuando la luz plateada apareció de nuevo, agradeció la transformación como jamás la había agradecido.
Despertó tendida sobre el suelo. En forma humana. Se tocó la cara, la piel. Todavía controlaba su propio cuerpo. El collar de plata le había dejado una amplia franja de piel quemada en la garganta, pero podía respirar. Podía pensar, e incluso volvía a distinguir los colores.
Recordaba lo que había sucedido, aunque había sido tan horrible que le parecía que su cerebro se había desconectado en algún momento para ahorrarle nuevos horrores.
Llegó a la conclusión de que había sido mucho mejor así.
No vio a Sharon. Su collar estaba en el suelo. Chey tardó un rato en darse cuenta de que podía abrir el cierre. Tuvo que quemarse las yemas de los dedos para sacarlo, pero su deseo de libertad se impuso. Recogió las ropas que habían quedado en el suelo y las examinó. Sus garras habían rasgado la camisa por un par de lugares mientras se revolcaba sobre ella, presa del pánico, pero aún estaba entera, igual que los pantalones. Se vistió y se dirigió a la puerta del cuarto. La abrió fácilmente con un ligero empujón.
Salió del pequeño cuarto a una cocina. Sharon tenía el cuerpo apoyado sobre la repisa y se rasuraba el cabello con una máquina eléctrica. Sus ojos estaban llenos de furia.
—Me vuelve a crecer —chilló Sharon—. ¿Por qué coño me vuelve a crecer? Yo ya quería cortarme el pelo cuando me ocurrió esto. Y ahora lo voy a llevar largo por toda la eternidad, ¿verdad que sí?
Chey negó con la cabeza. No sabía qué decirle.
—¡Yo no puedo vivir con esto! ¡No puedo! Prefiero morirme. ¿Qué coño me hiciste?
Chey retrocedió cuando Sharon la amenazó con la maquinilla de afeitar. La muchacha no habría podido hacerle daño, por supuesto, pero Chey no soportaba el peso de la acusación.
—¿Qué coño eres? ¿Por qué no te podías morir la primera vez? ¡El tío ese te envenenó y tú no te mueres! ¡Te puso minas de tierra y a ti no se te ocurre pisarlas! ¿Qué coño eres?
Chey no pudo hacer otra cosa que alejarse asustada. Corrió hasta la sala de estar… y una vez allí se llevó otra sorpresa. Pero ésta fue un poco mejor.
Dzo estaba de pie en la sala y hablaba con Varkanin en voz queda.
—Ah, estás ahí —le dijo Varkanin, y le hizo un gesto para que entrara.