30

Lucie se durmió poco después, quizá fatigada por haber contado aquella historia. Powell aún tenía la cara vuelta hacia la pared. Chey sabía que no podría dormir durante largo rato, así que se acercó a él y le tocó en el hombro. Powell se sacudió de hombros para que se apartara.

Chey se pasó un rato tendida en el suelo sin hacer nada, pensando en lo que le ocurría. Se preguntó cuánto tiempo le quedaría hasta volverse loca. Hasta que la loba se adueñara de ella y borrara sus últimos restos de humanidad. No podía soportarlo. No soportaba tener que vivir con plena conciencia de lo que iba a sucederle, no soportaba el no tener a nadie con quien hablar.

—Powell —dijo en susurros—. ¿Estás dormido?

El hombre se movió levemente y se enroscó todavía más sobre sí mismo.

—Powell —llamó Chey, una vez más—. Eso ocurrió en 1921. El mismo año en el que te marchaste de Europa. ¿Fue por eso por lo que te marchaste?

—Sí —le respondió él, también en susurros.

Como no dijo nada más, Chey se arrastró un poco más cerca, hasta casi tocarle.

—Seguro que sufriste mucho —dijo, y a ella misma la frase le pareció poco afortunada—. Seguro que te quedaste destrozado.

—Élodie era mi compañera. ¿Cómo crees que me sentí? —preguntó. No se volvió para mirarla, pero sus hombros se relajaron un poco y eso le indicó a Chey que Powell se había resignado a hablarle—. Sí. Fue entonces cuando decidí marcharme. Creo que hasta ese día había pensado que podría vivir siempre con las dos. Que no importaban las cosas terribles que viera… las cosas terribles que hacía yo mismo… era mejor que estar solo. Al… morir Élodie, todo cambió. Lucie no quería que me marchara, por supuesto. No quería estar sola y se enfrentó a mí.

—¿Quieres decir que discutisteis?

Powell sacudió los hombros al mismo tiempo que reía sin alegría alguna.

—Trató de matarme. Me dijo que si ella no podía tenerme, yo tampoco tendría derecho a vivir. Era ella quien me había convertido en esto… en un licántropo. Pensaba que yo le debía algo. Le dije que no era cierto. Y entonces, luchamos como salvajes. Fue violento, y brutal, y los dos quedamos gravemente heridos. Cuando terminamos, ella ya no podía caminar, pero yo sí. Y me marché.

—Y volviste a casa. A Canadá.

—No —dijo él—. Tenía muy claro que eso no sería posible. No podía volver a casa… habría puesto en peligro a mi familia. Vine aquí tan sólo porque aquí no podría hacerle daño a nadie. En las tierras vírgenes, donde no había nadie, tampoco podría matar a nadie.

Chey se frotó el rostro con las manos.

—¿Nunca pensaste en volver? Con Lucie, quiero decir. Debes de haber estado muy solo.

—En ningún momento deseé encontrar a Lucie. Fue ella quien me localizó. Pero sí había pensado en regresar a Alemania. Durante mucho tiempo quise ir a buscar al conde y a su hijo, y matarlos. Medité mucho sobre ello.

—¿Pero no lo hiciste?

—No. No fue necesario. Hitler lo hizo por mí. En los años treinta, tras llegar al poder en Alemania, promulgó un edicto en el que ordenaba la eutanasia para todos los hombres lobo. Y todos los que escondieran hombres lobo tenían que sufrir la misma pena. Esos dos fueron de los primeros en morir. Si quieres, puedes llamarlo acto de justicia.

Chey no sabía qué pensar al respecto.

Pero había algo que sí quería decir. Y no quería que Lucie lo oyera.

—Escucha —le dijo a Powell—. Parece que no me quedan muchas esperanzas. Todo apunta a que esto va a empeorar. Cuando llegue el momento… cuando ya no quede nada de mí, quiero que…

Se calló. Algo se había movido a sus espaldas. Algo que no era Lucie. Algo grande que desplazaba la mayor parte del aire que había en el cubil. Se dio la vuelta, convencida de que el oso que había cavado la guarida habría vuelto, o de que tal vez el cazador ruso les habría encontrado, que había entrado en el cubil y se disponía a matarlos a todos.

Pero, en realidad, se trataba de Dzo.

—Hola —saludó el espíritu. Estaba cubierto de barro y llevaba la máscara empapada.

Su aparición no sorprendió del todo a Chey. La sobresaltó, desde luego, pero no le provocó la misma confusión que habría podido causar en otro tiempo. En otras ocasiones había visto aparecer a Dzo en lugares muy extraños, lugares adonde nadie habría podido llegar. Dzo tenía acceso a todos los lugares donde hubiese agua, aunque se tratara de los reguerillos de aguas subterráneas que rezumaban de las paredes de la madriguera.

Powell se volvió y se irguió de medio cuerpo. Su rostro cambió al instante cuando vio a su viejo amigo.

—¿Nos traes noticias, vejestorio?

Dzo se rascó bajo las pieles.

—El cazador se ha marchado. Se ha ido. Trató de engañarme, pero fui más listo que él.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Powell.

—Hace tres días me dijo que se marchaba. Me prometió que se rendía y que no os haría ningún daño. Yo iba a venir para decíroslo…

—Un momento… —dijo Powell—. ¿Has hablado con él?

Dzo asintió.

—¿Con Varkanin? Desde luego. En realidad es muy buen tío, salvo con los hombres lobo. Me preparó un té y estuvimos charlando mucho rato. ¿Cómo iba a saber que se marchaba, si no?

Powell negó con la cabeza.

—Te había dicho que lo vigilaras con discreción.

—En todo momento he cuidado mis modales —le dijo Dzo—. Si hasta me he acordado de extender el dedo meñique cuando sujetaba el asa de la taza de té.

—«Discreto» no significa eso —dijo Chey, y le acarició el brazo envuelto en pieles. Estaba contenta de verle. La distraía de… otras cosas.

—Sí, bueno, vale. Lo que tú quieras —prosiguió Dzo, molesto por la interrupción—. Me dijo que se marchaba y que no correríais ningún peligro si salíais a campo abierto. Al principio le creí, pero luego me di cuenta de que se marchaba algo más lejos junto a la orilla del lago y establecía un nuevo campamento. Y que me observaba con unos prismáticos. Me acordé de lo que me habías contado en cierta ocasión, Powell. Acerca de los humanos. Me dijiste que a veces se inventan historias para engañarse los unos a los otros. Me imaginé que Varkanin debía de haberme mentido. Ésa es la palabra correcta, ¿verdad? Por ello, me metí en el lago y le observé desde allí. Veo muy bien bajo el agua. Se quedó allí otros tres días, pero luego se marchó de verdad. Ahora se encuentra a unos cien kilómetros de aquí. ¿Creéis que volveremos a verlo algún día? A mí me gustaba. En toda mi vida no había visto a un ser humano de color azul.

—¿Azul? —le preguntó Powell. Luego negó con la cabeza—. No importa. Has hecho un buen trabajo, Dzo. Gracias.

Lucie abandonó su inmovilidad.

—¿Eso significa que podemos marcharnos?

—Sí. —Powell anduvo hasta la entrada del cubil, que aún estaba cegada en parte—. Vamos. Ayudadme a despejar esto. Chey… no hace falta que nos ayudes. Aún no has terminado de recuperarte.

Los dos hombres lobo trabajaron con rapidez. Parecían más que ansiosos por abandonar la guarida y regresar al mundo exterior. Chey se imaginaba el porqué. En cuanto la luz se coló por el agujero cada vez mayor, su estómago empezó a quejarse, y, por primera vez desde que la habían envenenado, se dio cuenta de que tenía hambre.

—Vamos —le dijo Powell, y la tomó de la mano. La guió al exterior de la guarida y una vez fuera se pusieron de pie, parpadeando a la luz del sol.

La luz del sol era muy intensa. Los ojos de Chey necesitaron cierto tiempo para adaptarse y para ver de dónde provenía el fulgor.

El terreno que se encontraba al salir de la guarida estaba cubierto de nieve blanca y tersa. Debía de haber nevado mientras estaban dentro. El invierno había llegado al norte.

Luna de plata
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