92

La luna se ocultó de nuevo y los lobos volvieron a ser humanos.

Algunos de ellos.

—Abandónala —dijo Lucie—. Ésta es nuestra última oportunidad. Tú y yo podríamos marcharnos juntos, cher. A un lugar donde no nos encuentren jamás. Pero no podemos llevarla con nosotros. Ocurriría una vez más lo que ocurrió con Élodie.

—No —se negó Powell.

Chey alcanzaba a oírles. No podía abrir los ojos ni moverse, pero sí les oía hablar.

Entonces sus voces desaparecieron. Todo desapareció. La percepción de su propio cuerpo. La percepción del tiempo. El frío, el aire en el rostro.

Todo había desaparecido. Durante un tiempo, no hubo nada. Ni siquiera un «yo». Luego regresó.

Chey se encontró a sí misma de pie en la nieve, mirándose las manos. Parecían zarpas. No. Eran manos, con dedos, con… parecían zarpas. Sentía que el pelaje se le erizaba por todo el cuerpo. Sentía que había empezado a caerse al suelo, que se iba a poner a cuatro patas.

—No —suplicó—. Dame… dame un día más. Déjame que sea humana tan sólo una vez más. —Las lágrimas empezaron a resbalarle por las mejillas. El pelaje de la loba las absorbió y se humedeció con ellas.

Sus manos… sus zarpas… se plegaron, las garras… los dedos… se extendieron frente a sus propios ojos… las garras arañaron el vacío.

—Por favor —rogó.

Sus orejas se retorcieron. Su cola… no tenía cola.

—Por favor.

Y entonces, en un repentino estallido de claridad, de luz, la loba se irguió sobre la nieve, y la mujer se puso en pie frente a ella.

Eran dos. Cada una tenía su propio cuerpo.

Era una alucinación. Y muy convincente. Se miraron la una a la otra y ambas comprendieron. Aquello no era real. No podía serlo. La loba se lamió los labios y le enseñó sus enormes dientes.

La loba iba a devorar a la mujer. La haría pedazos y se comería los trozos de carne. La sangre le resbalaría suavemente por la garganta. Se tragaría la carne en gruesos bocados. La loba partiría a mordiscos los huesos que habían compartido, los abriría y les sorbería la médula. La loba se la comería entera, su cabello que no era pelaje, sus redondos dientecillos humanos. Sus ojos humanos. Su lengua humana.

—No —dijo la mujer. Dijo Chey. Tenía que pelear para no olvidarse de su propio nombre.

Los lobos no tienen nombre.

—No —dijo nuevamente Chey, en esta ocasión con más fuerza. La loba echó las orejas para atrás. Gruñó débilmente sin despegar las fauces.

Chey, fascinada, se agazapó para mirar fijamente a los ojos a la loba.

Esa loba tenía un nombre. Una alma. Era una alma.

—Tú… —dijo—. Tú eres Amuruq.

La loba pestañeó.

—Tienes… tienes miedo de mí —dijo Chey.

La loba empezó a desvanecerse. A desaparecer.

—Yo podría ayudarte —le prometió Chey.

La loba se agazapó. Se preparaba para saltar. Promesas. La loba había oído ya promesas. La habían traicionado ya.

—Por favor… dame un día más… Yo lo haré… cueste lo que cueste.

La loba había desaparecido. Amuruq había desaparecido.

Chey abrió los ojos. Se vio tendida de espaldas sobre la nieve. Powell estaba de rodillas a su lado y le sostenía la mano. Lucie se había quedado de pie, cerca de ellos dos, pero no miraba a Chey. Se mordía sus menudas y perfectas uñas.

Todos ellos estaban desnudos.

—Ella quería que viniésemos aquí —dijo Chey—. La única manera que tenía para conseguirlo era poseerme. Adueñarse de mí. No trataba de destruirme. Tan sólo intentaba llevarme en la dirección correcta.

—¿Qué? —preguntó Powell.

Chey parpadeó y trató de sentarse. Gimió. Le dolía todo.

—¿Qué? —preguntó la joven.

Powell le sonrió. Le frotó la muñeca con los pulgares. Con tanta fuerza que le hizo un poquito de daño.

—Acababas de decir algo —dijo el hombre—. No lo he entendido bien.

—No parabas de murmurar —añadió Lucie—. Desvariabas en sueños.

—No… no me acuerdo —dijo Chey. El sueño estaba allí, la visión. La comunicación con… con alguien. Con algo que era distinto. Pero en cuanto trataba de recordarlo, se le desdibujaba. ¿Había hecho una promesa? ¿O tal vez había formulado una amenaza? Había dicho el nombre de algo… Había desaparecido.

Se sentó en el suelo y se cubrió el rostro con ambas manos.

—¿Cuánto tiempo he tardado esta vez?

Powell negó con la cabeza.

—Un rato. No llevo reloj para cronometrarlo —dijo, y entonces levantó la muñeca desnuda y sonrió.

Chey le devolvió la sonrisa.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

—Puedes verlo por ti misma.

Chey se valió de ambos brazos para acabar de levantarse. Miró alrededor.

Se encontraban en las orillas nevadas de un lago helado. Un lago grande, con una isla en el centro, un simple cúmulo de rocas amarillas y pardas. Al otro extremo del lago había una formación de rocas grises que recordaba una mano con los dedos rotos.

—Lo hemos conseguido —dijo Chey—. Hemos llegado.

—Los lobos nos han traído hasta aquí —le dijo Powell—. Lo sabían. Querían que viniésemos.

—No —insistió Lucie. Negó con la cabeza. Volvió a meterse el dedo índice en la boca y a morderse enérgicamente la uña. Sabía que se estaba tramando algo, por supuesto. Sabía que era la única que aún no sabía lo que iba a ocurrir.

—Lo hemos conseguido… o en todo caso nos falta muy poco —dijo Chey.

—No —le dijo Lucie, esta vez con mayor decisión—. Tenemos que…

Powell se puso en pie de repente y la hizo callar.

—Mirad allí —dijo.

Todos ellos se volvieron en la dirección que les había señalado. Hacia los campos nevados, hacia el fulgor de los hielos. Se les acercaba una figura, una figura humana cubierta con un pesado anorak y pantalones de nieve. Su rostro era azul. Llevaba un cuerpo sobre el hombro, el cuerpo de una joven esquimal. Sus cabellos largos y morenos colgaban sobre el costado del hombre. Éste la llevaba envuelta en una sábana blanca empapada en sangre roja.

Varkanin y Sharon Minik. Sólo que Sharon había muerto.

Luna de plata
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