52

En cuanto Nanuq se hubo calmado de nuevo (su furia se desconectó como si alguien hubiera pulsado un interruptor, y se sentó de nuevo tan tranquilo en el sillón, haciéndose con el control remoto), Chey ayudó a Powell a levantarse y sacudirse el polvo.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

El hombre alzó la vista hacia la curva pared de la cúpula. Había quedado una marca visible en el lugar donde Nanuq había arrojado a Powell. La violencia del golpe bastaba para romper huesos humanos.

—Sí, no pasa nada —le dijo Powell—. Estoy algo magullado. No sabía que se tomara tan en serio esa caja.

Chey se quedó mirándole hasta que por fin comprendió lo que había querido decir.

—Esa caja… Quieres decir el televisor. —Casi nunca se acordaba de que Powell había nacido en 1895 y que se había pasado casi todo un siglo viviendo aislado en el norte—. No es la primera vez que ves uno, ¿verdad? —le preguntó.

—No —dijo, pero habló en un tono como si tratara de recordar—. Claro que no. Pero no recordaba lo seductor que puede llegar a ser para ciertas personas.

—Nanuq me ha contado que antes odiaba la televisión. Porque explicaba muchas historias, pero no había ninguna sobre animales —dijo Chey. Habían hablado mucho sobre la televisión mientras estaban los dos solos en la estancia—. Pero por aquí no tiene mucho más que hacer.

—Humm. Quizá sea mejor esperar a que termine su programa —propuso Powell.

—Buena idea.

En cuanto hubo terminado el episodio, Nanuq dejó mudo al televisor con el control remoto y bajó la mirada hacia los dos hombres lobo que se hallaban frente a él. Era difícil no imaginárselo como un rey sentado en su trono… aunque el trono estuviese tapizado de color verde aguacate.

—En primer lugar queríamos darte las gracias —le dijo Powell al espíritu—. Si no hubieras aparecido en ese momento, habríamos muerto los tres.

—Sí, previsiblemente, sí —le contestó Nanuq—. Pero tenéis que darle las gracias a Dzo. Si no llega a suplicarme como una niñita, habría dejado que os mataran.

—Sí… se las daré —dijo Powell—. Pero también te las damos a ti. La amistad entre los licántropos y los tuurngaq viene de muy antiguo.

Chey miró a Dzo.

—Es la palabra esquimal que significa «espíritu animal» —le susurró, y ella asintió agradecida.

—Creo que sé por qué —dijo Nanuq—. Vosotros vivís mucho más tiempo que los humanos, y por eso nos resulta más fácil relacionarnos con vosotros. Ellos aparecen y desaparecen con tanta rapidez que no llegan a significar nada. —El espíritu del oso polar se encogió de hombros, y Chey oyó cómo los muelles crujían en el sillón—. No es el tipo de cosa que haya que forzar.

—No era mi intención —dijo Powell—. Pero sí querría pedirte un favor.

Nanuq gruñó. Luego metió la mano bajo las pieles para rascarse violentamente el muslo.

—No soy famoso por mi generosidad. Y, por otra parte, sois más bien vosotros quienes estáis en deuda conmigo.

Powell asintió.

—Desde luego. Pero es que no te pido mucho. Tan sólo información sobre algo que sucedió hace mucho tiempo. Tengo que saber qué fue de Amuruq.

Al oír ese nombre, la incomodidad de Dzo y Nanuq se hizo patente. Pero ninguno de los dos dijo nada.

—Era de los vuestros —dijo Powell—. Una tuurngaq. La tuurngaq del lobo. La busqué durante mucho tiempo. Pensé que tal vez pudiera ayudarme a controlar a mi lobo. Hablé incluso con otros tuurngaq que la habían conocido. Pero se negaron a contarme lo que le ocurrió. Todo lo que sé es que desapareció cuando aparecieron los primeros licántropos.

—No hablamos de estas cosas con los humanos —dijo Nanuq—. Está prohibido. —Sin embargo, no gruñó. No se le veía enfadado. Parecía triste. Chey se acordó de sus anteriores cambios de humor y se compadeció de él. Nanuq no estaba bien. Le faltaba poco para extinguirse.

—Te lo he dicho bien claro: no soy humano.

—Pero querrías serlo —le dijo Nanuq. Sus ojitos parpadearon con rapidez—. Eso es lo que buscas. Quieres saber lo que le hicieron a Amuruq para poder deshacerlo. Para librarte de la maldición.

«Un medio para curarnos —pensó Chey—. Nanuq sabe algo que nos podría curar».

Sin embargo, no parecía que lo supiera.

—Yo no estaba allí —le dijo a Powell—. Tan sólo oí cómo lo explicaban después. Sí, todo ocurrió aquí arriba. No sé exactamente dónde… y para ti sería imprescindible saberlo con exactitud.

Se arrellanó todavía más cómodamente sobre el sillón.

—Lo único que sé es una historia. Lo más probable es que no todos los detalles se correspondan con la realidad, pero de todas maneras te la voy a contar.

»Lo que me explicaron fue que un angakkuq, lo que vosotros llamaríais un chamán, engañó a Amuruq para que se tumbara sobre una roca y le enseñara el vientre. Le había dicho que se imaginaba que su pelaje debía de ser muy suave y que tan sólo quería hacerle carantoñas, igual que se las hacía a su favorito entre los perros que tiraban de su trineo, y darle trozos de carne. Amuruq era muy curiosa y siempre se había preguntado por qué los perros encontraban tan apetecible el afecto humano. Quería experimentarlo por sí misma y, por eso, se tendió de patas arriba para él. En cuanto la tuvo de esa manera, el angakkuq la cortó en pedacitos. Luego tomó los pedacitos y se los dio de comer a sus guerreros, quienes, así, se transformaron en hijos de Amuruq. Se transformaron en hombres lobo.

—¿Ese chamán la mató? ¿Mató a la espíritu del lobo? ¿Y por qué coño lo hizo? —preguntó Chey.

Dzo la agarró por el brazo y negó con la cabeza a modo de advertencia.

—Eso no la mató. ¿Recuerdas lo que te dije sobre mi amiga la mamut? Amuruq todavía vive. Simplemente está hecha pedazos, un pedazo dentro de cada uno de los hombres lobo que deambulan por el mundo. Y también puede pasar de una persona a otra, como cuando arañas a alguien y le transmites la maldición.

A Chey le dolía la cabeza. Como siempre, de un modo que le resultaba ya familiar.

—Quieres saber por qué —dijo Nanuq, y suspiró—. Eso no lo sé. Y tendrás que descubrirlo si quieres curarte. Ahora ya sabéis todo lo que yo sabía, y os servirá para lo que os sirva.

Powell estaba de hombros caídos.

—Ya veo. Gracias.

—Si quieres saber más, si quieres saber cómo deshacer lo que se hizo, tendrás que ir a hablar con Tulugaq.

Ese nombre provocó una reacción extrema en Dzo. Se cubrió el rostro con la máscara y dio una patada sobre las esteras que cubrían el suelo.

—De eso ni hablar. Ni hablar, uh-uh, ni hablar. No lo vamos a hacer. Olvídate de eso.

Powell se relamió los labios.

—Espera un momento, Dzo. —Se volvió para contemplar de nuevo a Nanuq—. ¿Cuál es el motivo por el que Tulugaq puede contárnoslo, y tú no? ¿Estaba allí?

—Sí —dijo Nanuq—. No habría querido perdérselo. Porque todo fue idea suya.

Luna de plata
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