18

La palabra «otoño», tan al norte tenía un significado relativo.

Los indios dene que vivían en la región dividían el año en cinco estaciones, no en cuatro como los sureños. La quinta estación se llamaba haiye t’azé, o «congelación». Era la fase previa al invierno, en la que la tierra se endurecía a causa de los hielos subterráneos, en la que los ríos y los arroyos bajaban con mayor lentitud y sus márgenes se congelaban. El tiempo en el que todo se escondía y se preparaba para el inminente invierno.

Era una estación sutil y no presagiaba nada bueno.

Aquella noche nevó por primera vez. Copos gruesos, suaves y mullidos descendían sobre el campamento. Se derretían antes de tocar el suelo y no quedaba ni rastro de ellos. Hubo uno que fue a parar a la cara de Chey cuando ésta se preparaba para la salida de la luna. La joven levantó el brazo y recogió otro con la palma de la mano, y luego se volvió y se lo enseñó a Powell.

Éste se limitó a asentir. Sus labios no eran más que una fina línea dibujada sobre el rostro. No veía nada fantasioso en la nieve.

No por primera vez, Chey se preguntó si el invierno en el Ártico sería muy arduo. Powell decía que la joven no podía ni imaginárselo. No podía prepararse para lo que le esperaba.

Chey no tuvo tiempo de preocuparse por ello. La luna se asomó al horizonte y una luz plateada engulló todos sus pensamientos.

Al instante, su loba se echó a correr, con los ojos entrecerrados por la alegría de la metamorfosis. Corría para escapar de los olores humanos del campamento. Aunque sólo hasta cierto punto, la loba comprendía que era su propio olor, el olor del cuerpo en el que había estado atrapada hasta que la luna había vuelto para liberarla.

Olisqueó el viento y descubrió que se habían producido cambios sutiles en el mundo. Todos los olores estaban algo apagados. La atmósfera se había enfriado tanto que en todos los lugares donde había agua al descubierto se formaba hielo, y el aire seco no transportaba los aromas con la misma eficacia que las húmedas brisas veraniegas a las que estaba acostumbrada. Era como si el mundo hubiera perdido una parte de sus colores, y la loba echó las orejas para atrás en su desaliento.

El macho salió al trote de detrás de unos arbustos y la hembra anduvo a su encuentro sobre las almohadillas de las zarpas. El lobo miraba en todas las direcciones, buscaba olores en el aire. Tal vez percibiera la misma merma de los sentidos que tanto la había molestado a ella. El macho abrió las fauces y dejó colgar la lengua, jadeó, forzó los costados para poder tomar más aire con los pulmones, y luego se volvió para mirarla con sus fríos ojos verdes. La hembra sabía que algo lo molestaba. ¿Qué podía ser? El mundo se helaba, pero ellos conservaban su libertad, se hallaban en sus cuerpos fuertes y veloces, y tenían que ir a cazar, y esto último era siempre motivo de alegría. Se acercó al macho para acariciarlo con el hocico y presionó el morro húmedo contra su clavícula.

El lobo empezó a volverse para responder a su gesto. Pero entonces se detuvo y todo su cuerpo quedó rígido.

La otra loba salió de detrás de los arbustos. La hembra blanca.

La loba de Chey le gruñó suavemente. El mensaje era sencillo: márchate. Debajo su piel tenía lugar una respuesta mucho más enérgica. La adrenalina entraba en su riego sanguíneo y los músculos de las patas se le tensaban. Estaba lista para matar, si era necesario.

Esperaría a que el macho le diera la señal. Vería cómo reaccionaba éste. En cuanto el lobo tomara una decisión, la loba estaría dispuesta a darle cumplimiento.

Pero el macho no hacía otra cosa que mirar a la hembra blanca, como en trance. No parecía que pudiese apartar la vista de ella.

La loba blanca se sentó a pocos metros de distancia, y, como por casualidad, empezó a arreglarse el pelaje de las patas delanteras.

Quedaba claro, sin que tuviera que hacerse explícito, que la loba blanca estaba decidida a quedarse. Y eso podía significar una sola cosa. Si se hallaba en el territorio de los otros lobos, debería convertirse en uno de ellos. Tenía la intención de unirse a la jauría.

Como el macho no atacaba a la blanca, y tampoco aullaba para espantarla, la loba gris se irguió sobre sus cuatro patas. Anduvo con facilidad por el quebrado terreno, silenciosa. Sus patas tocaban la tierra con tanta ligereza que parecía que flotase. Tenía los ojos puestos en el macho, pero sus orejas se retorcían levemente hacia atrás y adelante. Estaba atenta. Tal vez esperaba que en algún momento ocurriese algo.

La loba de Chey tenía las ideas bastante claras acerca de lo que esperaba la hembra blanca. Ambas se habían conocido la noche anterior, pero no habían tenido tiempo para establecer la relación que las definiría a ambas. Existía un ritual que aún no habían llevado a término, y ni la una ni la otra se sentirían cómodas en su mutua compañía mientras no lo hubieran ejecutado.

El macho las miraba a ambas con ojos desorbitados. Tenía la confusión escrita sobre sus rasgos, y la confusión es el peor tipo de dolor imaginable para cualquier lobo. Mientras no se resolviera la situación, no sabría de qué manera tenía que actuar con las dos hembras. No podría cazar, ni jugar, ni cortejarlas. Así pues, había que hacerlo. Por el bien de la jauría.

Había que establecer relaciones de dominio.

Mientras habían estado solos ellos dos, el macho y la hembra, no se habían planteado la cuestión de la autoridad. Aún no se podían llamar jauría y por ello no era necesario un orden jerárquico. La llegada de la hembra blanca había cambiado la situación. Una de las dos tendría que ser la hembra dominante. La otra tendría que mostrarse deferente en todas las cuestiones. Sería la última en comer, asumiría el papel de la más débil durante la caza y sólo podría copular con el macho cuando la hembra dominante se lo permitiera.

Las dos hembras se movían en círculo, se medían, buscaban indicios de debilidad que pudieran explotar. Si hubieran sido muy diferentes en tamaño, o si una de las dos hubiese estado herida, o enferma, el enfrentamiento habría terminado al instante. La más débil se habría tendido en el suelo con las patas hacia arriba y habría permitido que la hembra dominante le lamiese el estómago… o que le clavara cruelmente los colmillos en la garganta. El gesto que eligiera la hembra dominante habría determinado la relación entre ambas durante el resto de su vida.

Pero, en este caso, las hembras estaban muy igualadas. El pelaje de la hembra blanca estaba más lustroso que el de su rival, y eso hacía que pareciera más sana. El pellejo de la loba de Chey era blanco, y gris, y parduzco, semejante al de los miembros de la especie conocida como «lobo gris», pero más denso y más adecuado para un clima frío. El cuerpo de la hembra blanca era más esbelto, sus patas ligeramente más largas, pero las de la gris eran más gruesas, más fuertes, mejores para saltar y acometer. Ninguna de las dos aparecía a primera vista como la dominante. Eso significaba que tendrían que luchar.

La gris dio inicio a la pugna con una finta medio juguetona: levantó una zarpa hacia el lomo de la blanca. Ésta se retorció y se apartó de un brinco. Echó hacia atrás las orejas, frunció los labios para dejar los dientes al descubierto y gruñó una advertencia. La gris casi no tuvo tiempo de plantar las cuatro patas en el suelo antes de que la blanca arremetiera contra ella con el morro y la empujase a un lado. La gris logró conservar el equilibrio… pero a duras penas.

Se encabritó, en un intento por ponerle las patas delanteras sobre el lomo a la blanca. Era un gesto de agresión puramente simbólico. La competición tenía sus reglas, tan complicadas y específicas como las del sumo y las del salto de pértiga olímpico. Esas normas estaban codificadas en lo más profundo del ADN de cada uno de los lobos, y todos ellos las conocían por instinto y no tenían manera de desobedecerlas.

Pero eso no significaba que no hubiese manera de torcerlas a favor de uno mismo. Un lobo lo suficientemente motivado podía transformar la propia naturaleza del juego. Llevar la competición más allá de los límites impuestos por la cortesía formal.

Podía matar a su rival. O hacerle tanto daño que no pudiese figurar como dominante nunca más.

La blanca aprovechó la oportunidad para hacer precisamente eso.

Al encabritarse, la gris había dejado al descubierto la blanda superficie del vientre. En la mayoría de duelos por la posición dominante, eso no habría representado ningún riesgo. Pero podía representarlo si la hembra blanca se decidía a jugar más fuerte. La blanca bajó la cabeza, la metió entre las patas de la gris antes de que volvieran a tocar el suelo y le clavó los colmillos en la barriga.

La piel de la gris se desgarró, y su sangre y sus tripas se derramaron sobre la tierra fría.

Había sido un ataque escandaloso, con un grado de violencia que la mayoría de las verdaderas jaurías de lobos no habrían permitido. Al primer indicio de tal crueldad, el macho habría saltado al centro de la refriega y habría separado a las dos rivales. Pero estos lobos no eran normales.

La loba gris aulló de dolor y de rabia. Retrocedió con las patas de atrás, desesperada por escapar de los dientes de su enemiga. A punto estuvo de resbalar sobre su propia sangre mientras trataba de adoptar una posición defensiva que dejara tan sólo su huesudo flanco a la vista de la loba blanca. Quería huir. Quería marcharse a otro lugar y lamerse las heridas, quería tumbarse en el suelo.

La hembra blanca se agazapó sobre las patas delanteras. Tenía el hocico cubierto de sangre y los ojos muy brillantes. Las cerdas de entre los hombros y la parte superior del lomo se erizaron… una invitación a la gris para que se acercase y muriera.

La gris alternaba su mirada aterrorizada entre la loba blanca y el macho, que se había sentado sobre sus ancas, algo más lejos, con el rostro impasible. Su lenguaje corporal no dejaba lugar a dudas: la cuestión se resolvería entre las dos hembras.

Luna de plata
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