48

Chey tuvo la impresión de haber quedado sepultada bajo varias capas de gasa. Casi podía ver a través de ella… aun cuando no lograra distinguir ni un solo detalle, sí percibía las luces y las sombras que la envolvían. Trató de frotarse los ojos con ambas manos, porque pensó que tal vez estuviera legañosa después de haber dormido. En seguida se dio cuenta de que no se sentía las manos, ni ninguna otra parte del cuerpo.

Entonces oyó los jadeos de la loba. El sonido le invadió la cabeza e hizo que le entraran ganas de chillar.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que tampoco tenía voz. No se encontraba dentro de su propia cabeza. Era la de la loba… y ella era una mera pasajera en su interior.

Entonces vino un período largo y confuso en el que trató de pelear y abrirse paso para salir de la cabeza de la loba, un combate fútil que luego no podría explicar en absoluto. ¿Cómo puede uno arrojarse contra una pared cuando no existen paredes, ni nada con lo que uno se pueda arrojar contra ellas? ¿Ni hombros, ni caderas, ni brazos, ni piernas? ¿Cómo puede uno proferir chillando terribles amenazas, o gritar órdenes, cuando es imposible hablar? ¿Cómo puede uno pugnar por mantener el control, cuando no hay control que mantener?

En cuanto hubo comprendido que no estaba consiguiendo nada, dejó de luchar. Entonces todo fue muy distinto. Parecía que a la loba no le importara llevarla dentro de la cabeza, porque allí no podía hacerle nada. La dejaba en paz y le concedía cierto grado de libertad. Le permitía emplear sus sentidos siempre y cuando no tratara de dirigirlos.

Poco a poco, el sentido de la vista se agudizó, aun cuando no pudiera distinguir muchos colores y los detalles se le escaparan. Veía el mundo igual que la loba, a través de los ojos de la loba. No lograba moverlos, así que tuvo que contentarse con escudriñar la pared que tenía enfrente: una gigantesca construcción de capas de sedimento reforzadas con huesos gigantescos. No sabía si se encontraba en un lugar de verdad, o en un mundo de fantasía concebido por la propia loba… pero tampoco le parecía posible que una criatura con una imaginación tan limitada fuera capaz de inventarse una pared como aquélla.

También oía lo mismo que la loba, aun cuando fuese una experiencia enloquecedora, porque el oído de la loba era mucho más direccional que el de un ser humano. Captaba leves murmullos en los límites de la percepción que le hubiera gustado poder escuchar con detenimiento. Sonaban a voz humana. Pero la loba no podía estar segura, a menos que volviera los oídos para escuchar específicamente esas voces.

Saboreaba lo mismo que saboreaba la loba, pero hizo todo lo posible por ignorarlo. A la loba le dolía la boca, le dolía mucho, y le ocurría algo en los dientes… sentía como si alguien se los hubiera aplastado con un martillo. El dolor era inimaginable, por lo que Chey trató de distanciarse de él, y en cierta medida lo consiguió.

Al fin, logró oler lo mismo que olía la loba. Ése, además de ser el más fascinante entre todos sus sentidos —su conocimiento humano de los olores era tan limitado, tan acotado, que identificaba tan sólo una pequeña fracción de cuanto le llegaba—, era también el que le daba más seguridad. Olía la pared que tenía enfrente, olía la tierra y las hojas marchitas acumuladas en los sedimentos, olía la vejez y la sequedad de los huesos. Olía una sábana sucia bajo su propio cuerpo. Esto último, por lo menos, le hizo pensar que se encontraba en un sitio de verdad, porque no podía imaginarse que la loba soñara estar tumbada sobre una cama humana.

Había otros olores que le interesaron mucho más. El olor de las pieles empapadas de Dzo. El olor del cabello limpio de Lucie. Y el olor de la piel de Powell, su aroma almizcleño, el olor de su camisa de franela y su sudor, el olor de las hogueras que habían compartido, el olor de su excitación la última vez que lo había visto, cuando se besaron.

Olió que el hombre se le acercaba. Su olor se volvía más intenso, y, de repente, la sumergió. Le oyó hablar, y la loba, aunque no comprendiera las palabras, las captó bien con sus oídos.

—Por fin has despertado —dijo, con una voz en la que se reconocía cierta irritación, pero mucho más alivio—. Empezaba a preocuparme por ti.

La loba gimoteó cuando Powell alargó la mano hacia ella. Se encogió para que no la tocara.

—¿Qué te ocurre? —preguntó el hombre—. ¿Estás…?

Chey se vio en el epicentro de la colérica explosión de la loba. Su visión se tiñó de rojo y su conciencia dio tumbos. La loba se enderezaba, y levantaba las zarpas para atacar a Powell.

«¡No! —pensó, aunque sabía que nadie iba a oírla—. ¡No! ¡Por favor! ¡No lo hagas!».

Powell le agarró las patas delanteras a la loba y se las inmovilizó. La loba gruñó con rabia y frustración, no sólo porque estuviera presa, sino también porque con esto la habían obligado a reconocer que en vez de patas delanteras tenía brazos humanos.

Chey pensó que la maldita criatura se estaba apoderando de su cuerpo. Aquellos brazos eran suyos. Era el tiempo que le correspondía a ella, el tiempo en el que la luna estaba escondida…

—Chey —dijo Powell con voz firme—. Chey… vuelve conmigo. Chey… si estás ahí, vuelve.

Peleó una vez más con la loba, lanzó contra ella todo lo que tenía, y en esta ocasión estuvo a punto de lograrlo. La ayudó el saber que luchaba por su propio cuerpo. No podía impedir que la loba forcejease para zafarse de Powell, pero sí consiguió recobrar el dominio sobre su propia voz.

—Powell —masculló—. ¡Powell, esto no lo hago yo!

—Lo sé —le dijo él—. Lucha contra ella. Lucha contra ella. —Trepó a su lado sobre la cama y la envolvió en sus brazos, y sujetó con fuerza a la loba. Su olor enloqueció a la bestia, pero dio fuerzas a Chey—. Venga… —le dijo—. Lo conseguirás.

Chey le llamó por su nombre una y otra vez. Powell le susurró al oído, tratando de hacerse entender. La ayudó a regresar. La lucha fue larga.

Y mientras todo esto ocurría, Chey veía a Lucie unos pocos metros más allá. La pelirroja la contemplaba con mirada fría y analítica.

Al cabo de un rato, una sonrisa taimada afloró al rostro de Lucie. Desapareció casi con la misma rapidez, pero Chey no dudaba de haberla visto.

Lucie disfrutaba con los forcejeos de Chey.

Luna de plata
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