15
—Descansa un rato, Dzo —dijo Powell.
El espíritu levantó los ojos y se encogió de hombros.
—Bueno, pues vale —respondió, cargó el hacha sobre el hombro y se marchó al bosque.
Nadie le miró mientras se iba.
Chey se había considerado siempre atractiva y nunca había tenido ningún problema para ganarse la atención de los hombres. Lucía un cuerpo atlético y una bonita nariz respingona. El cabello, castaño, le llegaba un poco más abajo de las orejas. Era un corte muy práctico para vivir en el bosque y no exigía un gran esfuerzo de mantenimiento.
Lucie, por su parte, era una especie de diosa. Parecía que no pasara de los diecinueve años y su piel cremosa no tenía ningún defecto, ni siquiera pecas. Su cabello pelirrojo le caía en ondas sobre los hombros y no parecía que la afectaran los cientos de kilómetros que la separaban del salón de belleza más cercano. La ordinaria chaqueta de lana que solía llevar Powell se volvía seductora sobre sus curvas y le caía a medio muslo como una especie de quimono corto. Sonreía cálidamente y en sus ojos centelleaba una alegre inteligencia. Por lo general, lo primero que pensaba Chey al conocer a una mujer hermosa, sobre todo si lo era más que ella, era que la tía debía de ser tonta a matar. Que no se podía ser tan guapa y poder apartar la mirada del espejo durante el tiempo suficiente para tener ideas propias. Pero la mirada de Lucie revelaba lo contrario.
Chey quería hacerle daño. Se moría por hacerle daño.
Powell carraspeó antes de que ninguna de las dos pudiese hablar. Chey se detuvo sobre sus pasos y se dio cuenta de que había estado caminando en círculo en torno a la otra. Del mismo modo en que un lobo rodea a otro animal mientras trata de determinar si se trata de una presa o de un enemigo. Se cruzó de brazos y miró pendiente abajo, hacia el lago, aunque la luz del sol que rielaba sobre las aguas la deslumbraba tanto que le provocaba dolor en los ojos.
—Lucie —empezó a decir Powell—, hacía mucho tiempo que no estábamos juntos. Pensaba que no volvería a verte.
Lucie se rió con cortesía, como si Powell tan sólo bromeara.
—Cariño —le respondió—, puede que el tiempo o el destino nos alejen provisionalmente el uno del otro. Pero tú y yo no nos separaremos jamás para siempre. ¿Aún no te has dado cuenta de algo tan sencillo? Estamos unidos el uno al otro. Tú y yo.
Powell agitó una mano en el aire, como para negar lo que le había dicho Lucie. O, por lo menos, para aplazar la discusión. En cambio, Chey estaba dispuesta a llegar hasta el fondo del problema.
—Quizá podrías decirme lo que haces aquí —le dijo Powell—. Es decir, por qué has venido hasta aquí justo en este momento.
—¿Te parece un gran misterio? Ahora, el mundo entero conoce tu historia. Yo vivía en Rusia y me portaba bien, tal y como me pediste la última vez que hablamos. Estaba por mis cosas, me preocupaba de mis propios asuntos, ¿entiendes? ¿Recuerdas que me lo pediste?
—Sí, me acuerdo —le dijo Powell.
—Rusia, Siberia, era un lugar deprimente, pero también solitario. La clase de lugar solitario que a ti te gusta. De verdad que tenía la esperanza de que en esta ocasión vinieras a buscarme. Que fuéramos de nuevo una familia. Tenía siempre los ojos puestos en el bosque a la espera de que aparecieses, amor mío. Escuchaba de noche por si oía tu silbido… ah… —Se volvió hacia Chey, que al instante apartó la mirada—. Cheyenne —quiso decir, aunque en realidad pronunció «chein», con un acento francés que resultaba irritante de puro melodioso—, ¿conocías este hábito de mi marido? ¿Sabías que silba para sí mismo canciones antiguas cuando piensa que nadie le escucha?
Chey frunció el ceño.
—No. Creo que en ningún momento le he sorprendido… silbando.
El Powell que siempre había conocido no parecía el tipo de persona que hace esas cosas. Normalmente estaba demasiado abatido.
—Ah, puede que llegue el día en el que oigas ese sonido, y entonces dejes lo que estás haciendo y pienses: «Ha vuelto a casa».
—Lucie —le avisó Powell—, estás empezando a desvariar.
—¿Ah, sí? ¡Cuán propio de mí! Soy una soñadora. Como te decía, he vivido en Siberia y allí no tenía a nadie con quien hablar. Encontré un periódico que había tirado un leñador y leí sobre los ataques de los hombres lobo en Canadá. Cinco muertos. ¿Quién podía ser, pensé yo, si no es mi Monty? Y por ello vine al instante, porque creí que estarías en apuros. Que no podías estar solo en este momento tan peligroso. No sabía que me habías reemplazado por otro amor.
—Es que Chey no es mi… es… —Powell se pasó la mano por los cabellos—. Chey y yo ya estábamos bien. Cuando sucedió todo aquello no necesitamos tu ayuda y tampoco la necesitamos ahora —dijo.
—Chein —dijo Lucie, volviéndose de nuevo hacia Chey, como para pedirle ayuda—, ¿estás de acuerdo con él?
—¿Tengo que hablar yo? —preguntó Chey.
Powell se encogió de hombros.
—En primer lugar, no me llames Chein. Llámame Chey.
Lucie le respondió con una bonita sonrisa.
—Como tú quieras, Che.
Chey puso los ojos en blanco.
—Powell me lo ha contado todo sobre ti, Lucie —dijo—. No hace falta que nos hagas perder el tiempo con estas gilipolleces sobre si silba o si no tiene que meterse en líos. Sé muy bien lo que eres. Eres una sociópata asesina en versión mujer loba. Por el motivo que sea, se te ha metido entre ceja y ceja que Powell te debe algo. Eso es una maldita mentira. Le secuestraste durante la guerra y lo convertiste en un monstruo. Se ha pasado los últimos cien años huyendo de todo contacto humano por culpa de lo que tú le hiciste.
En el rostro de Lucie se reflejaba la pureza de las sábanas limpias en una cama de motel. El labio inferior le temblaba un poco, como si Chey la hubiese herido de verdad, y miró a Powell como si buscara consuelo. El hombre no se lo dio, pero sí se quedó con los hombros caídos, como si se estuviera fundiendo por dentro.
—Está bien —dijo Lucie con voz muy suave—. Supongo que este dolor es merecido. Pero te voy a recordar… que él te hizo lo mismo a ti.
—Eso no tiene nada que ver. Yo vine a darle caza, vine a su territorio cuando la luna estaba en lo alto. Fue culpa mía. Él, de hecho, trató de salvarme cuando se dio cuenta de lo que había hecho, cuando se convirtió de nuevo en humano, pero ya era demasiado tarde. Es una buena persona. —Chey echó una mirada a Powell. El hombre no apartaba los ojos de Lucie, como si temiera que atacase en cualquier momento—. Tú no lo eres. Quiero que me respondas a una pregunta, quiero una respuesta sincera, y luego te pediré que te marches. Que nos dejes en paz. ¿De acuerdo?
Lucie bajó pudorosamente los ojos. Chey vio que no estallaría. Que seguiría el juego por mucho que Chey la insultara. ¡Maldita sea!
—¿Qué quieres preguntarme? —dijo Lucie—. Trataré de responderte, si puedo.
—Antes, cuando nos han presentado, has dicho… has dicho que eres la mujer de Powell. ¿Qué has querido decir exactamente? ¿Se celebró una ceremonia? ¿Os pusisteis los anillos?
—Ah, por Dios bendito… —dijo Powell, levantando ambas manos.
—¿Un anillo de oro? —le preguntó Lucie. La nostalgia afloró a su rostro mientras contemplaba a Powell—. No… no me dio ningún anillo. Y la verdad es que hizo bien. Porque se me caería cada vez que me transformara. Con lo tonta que soy, lo perdería una vez, y otra, y otra, estoy segura. Y, no, no hubo iglesia, ni familias felices que nos vieran. Desde luego que no hubo sacerdote que nos dijera unas palabras. Nuestro matrimonio fue secreto, un matrimonio del bosque y la luna. Una ceremonia sin palabras.
—En mi país, eso se llama estar enrollados —le dijo Chey—. No os casasteis. No puedes ir diciendo que eres su mujer. No tienes ningún derecho sobre él.
—Somos lobos —le respondió Lucie, como si con eso se explicara todo. Al darse cuenta de que Chey tenía los ojos clavados en ella, añadió—: Los lobos se aparean de por vida. ¿No lo sabías? Sólo la muerte los separa.
—Los lobos tienen una esperanza de vida entre seis y diez años —dijo Powell. Sonó como si ya se lo hubiera dicho en otras ocasiones.
—Quieres que me vaya. Supongo que tendría que hacerlo —le dijo Lucie—. ¿Seréis tan amables de permitirme comer con vosotros antes de que me marche de nuevo a parajes desiertos?
Chey abrió la boca para decirle que no, pero antes de que hubiera podido articular una sola palabra, Powell agarró por el brazo a Lucie.
—Lucie… ahora dime la verdad. ¿Por qué has venido?
—Ya te lo he dicho —gimoteó Lucie. Le miró la mano a Powell como si le estuviera haciendo daño. Powell no la soltó.
—¿Por qué has venido? —le preguntó de nuevo Powell—. Hasta ahora no te habías presentado nunca, salvo cuando necesitabas algo de mí. O huías de algo. Ha sido por eso, ¿verdad? ¿Las cosas se te habían complicado en Rusia?
Lucie echó la cabeza para atrás y suspiró hasta lo más hondo.
—Un hombre. Un cazador. Quería arrancarme el pellejo.
—Ah, ya… un cazador normal, ordinario. Y resulta que no pudiste con él.
—Era más tenaz que los demás. Mucho más entregado a la caza.
Powell asintió.
—Está bien. Esto empieza a ir hacia alguna parte. Déjame que lo adivine. Le hiciste algo a ese cazador, ¿verdad?
—Sí —reconoció Lucie.
—Le hiciste mucho daño. No fue un daño físico… porque entonces se habría convertido en uno de nosotros. O habría muerto. No. Le… le diste por culo, como diría Chey.
Daba la impresión de que no era la primera vez que Powell se encontraba con esa historia.
—Quizá —dijo Lucie—. Quizá un poco.