37
Cuando hubieron terminado de cenar, les quedó una hora que tendrían que pasar en la oscuridad hasta que saliera la luna. Ninguno de los tres quiso dormir. Powell, que parecía que siempre supiera con exactitud las horas en las que saldría y se pondría el astro lunar, les había explicado lo que iba a suceder.
Allí, en el Ártico, la luna hacía cosas extrañas. En ciertas fechas no llegaría a elevarse sobre el horizonte y pasarían días enteros en los que no aparecerían los lobos. En otras, salía y no se ponía en cinco días, y durante esos cinco días los lobos quedaban en libertad. La luna estaba a punto de entrar en uno de estos últimos ciclos, en el momento en el que menos les convenía.
—Si ese tal Varkanin vuelve para terminar el trabajo mientras nuestros lobos están despiertos —dijo Powell—, podríamos tener problemas de verdad. Los lobos son duros, y lo suficientemente inteligentes para darse cuenta de que Varkanin es peligroso. Pero ya sabemos lo taimado que es. Si envenena a nuestros lobos, no sabrán qué hacer, y si les pone una trampa astuta de verdad, caerán en ella sin pensarlo.
Durante cinco días, no serían humanos, y no tendrían ni siquiera un minuto para planear su estrategia. Deberían confiarse a los lobos y conservar la esperanza.
—¿Piensas de verdad que volverá? —preguntó Chey.
Powell se encogió de hombros.
—Sabrá leer un almanaque como cualquier otra persona. Sabrá que estaremos en situación de vulnerabilidad y también durante cuánto tiempo. Yo, en su lugar, aprovecharía ese momento para atacar.
—Entonces lo mejor sería que buscásemos otra madriguera de osos y nos encerráramos —propuso Chey.
—¡No! —dijo Lucie, al tiempo que movía violentamente la cabeza de un lado para otro—. No lo pienso hacer. Allí abajo el sufrimiento fue terrible. Pura tortura.
—Tendremos que seguir adelante —concluyó Powell, mirando a los ojos tanto a Lucie como a Chey—. Tenemos que seguir hacia el norte. No podemos perder cinco días. Ahora no.
Ambas pasaron un rato en silencio mientras pensaban en lo que habría querido decir.
«Quiere decir —pensó Chey— que yo no puedo perder esos cinco días. Porque no sabemos cuánto tiempo de existencia le queda a mi parte humana».
—No voy a perder de vista a vuestros lobos —les prometió Dzo—. Si ocurriese algo…
Powell negó con la cabeza.
—Te lo agradezco, vejestorio. Pero si ocurriera algo… si viene a por nosotros… tú no podrás hacer gran cosa.
Dzo se encogió de hombros.
—Tal vez pueda avisar a los lobos para que se alejen del peligro.
Powell le sonrió y le agarró el hombro bajo las pieles.
—No te harán caso.
—Entonces, les… les… no sé lo que puedo hacer. Pero haré algo —prometió Dzo.
Parecía asustado, y Chey se preguntaba por qué. Dzo tenía un concepto muy limitado de la mortalidad humana. Desde el punto de vista de Dzo, la muerte era algo que les sucedía a las personas y que no inspiraba más miedo que un resfriado severo o que una dislocación en un dedo del pie. Quizá tuviera miedo de quedarse solo.
Lucie no parecía preocupada en absoluto, aun cuando debía de saber que el cazador deseaba, sobre todo, su muerte. Se sentó junto al fuego y habló con Dzo en voz baja sobre nada en particular, mientras Chey y Powell se adentraban en las sombras.
—Tienes miedo —le dijo Powell—. Y no te lo reprocho.
—Creo que lo peor de todo es que en ningún momento sabremos lo que nos va a ocurrir —dijo Chey cuando estuvieron ya muy lejos del fuego—. Sabremos que nos vamos a transformar. Y que luego tal vez no regresemos.
—Quizá sea ésa la mejor forma de morir —contestó él. Dio una patada en la nieve y ambos contemplaron los cristales que fulguraban a la luz de las estrellas—. Mientras caminábamos hasta aquí, no he hecho otra cosa que hablar con Dzo, para ver si podíamos trazar algún plan —dijo Powell.
—Yo también tengo un plan. ¿Quieres que te lo cuente? —preguntó Chey.
El hombre suspiró.
—Sí, claro.
—Le entregaremos a Lucie.
Powell se giró.
—Escúchame. Sabemos que quiere matarla. Por eso ha venido hasta aquí. Suponemos que el gobierno canadiense le brinda su apoyo y que a cambio de éste tiene que matarnos a nosotros también. Pero tienes que verlo desde su punto de vista. No nos conoce. No le importamos para nada. No hemos estado nunca en Rusia y mucho menos le hemos hecho daño a alguien de allí, ¿verdad? Si se la encontrara, atada e indefensa, como un regalo de cumpleaños, y en ese momento nosotros ya estuviéramos a cien kilómetros de distancia, o todavía más, ¿qué piensas que iba a hacer? Yo creo que nos olvidaría. Nos dejaría marchar.
—No pienso sacrificarla —le insistió Powell.
—Ya sé que la idea no es muy noble —le dijo Chey, como si estuviera de acuerdo con él—. Pero puede que sí sea una idea inteligente. Ésa es nuestra gran ventaja sobre los lobos, ¿verdad? Nuestro cerebro.
—No pienso discutir esta cuestión.
Chey arrugó el entrecejo.
—Esa tía no me gusta. Lo reconozco. Trató de matarme. Pero ahora no lo digo por eso, sino que…
—¡No lo haremos! —sentenció Powell, y la agarró por los brazos.
La joven le miró a los ojos. La resolución del hombre era inamovible.
—¿Por qué? —le preguntó.
—Porque la necesitamos. No me preguntes para qué. No voy a decírtelo.
Aún no la había soltado. Chey echó la cabeza para atrás.
—Por algo que tiene que ver con esa posibilidad de curación. La necesitas para lograr la curación. Pero mientras la tengamos con nosotros correremos un grave peligro, Powell. La curación no nos servirá de mucho si todos nosotros morimos antes de encontrarla.
—Confía en mí —le murmuró el hombre—. Por favor.
Chey tuvo que esforzarse mucho por distinguirle las facciones del rostro en la oscuridad, pero vio muy claro que no iba a cambiar de parecer. Pensó en seguir discutiendo, tan sólo por una cuestión de principios. Pensó en zafarse por la fuerza y marcharse enfadada para que, por lo menos, quedara constancia de su desacuerdo. Pero había algo en la insistencia, en la seguridad con que le hablaba Powell…
Lo hacía por ella.
—Está bien —dijo Chey—. Voy a confiar en ti.
Y luego se acercó a él y lo besó suavemente en los labios.
—¿Qué significa esto? —preguntó Powell.
—¿Disculpa…?
—¿Lo has hecho porque confías en mí, o…?
—Quizá lo haga porque has cuidado de mí. Porque no me abandonaste cuando Lucie quería abandonarme a mí en Fort Confidence. Me llevaste a un lugar seguro para que pudiese recuperarme. Me salvaste la vida. Como tantas otras veces.
—Yo creo que he echado tu vida a perder. Al transformarte en licántropo.
Chey no quería pensar en eso. A veces le parecía que no había habido ningún tiempo en el que no hubiera estado maldita. A veces deseaba que no lo hubiese habido.
Así que, en vez de pensar, o de hablar, le besó de nuevo. En esta ocasión con más fuerza. Powell le soltó los brazos y la abrazó. Chey se le entregó, estrujando su propio cuerpo contra el del hombre. Lo atrajo hacia sí. Ambos abrieron la boca y sus lenguas se unieron. La respiración de Powell era rápida y cálida, y Chey sintió que su cuerpo se enroscaba en torno al de él, sentía la calidez del cuerpo masculino contra el suyo, sentía el deseo del hombre. Powell aún la deseaba. Aunque Chey fuera cada vez menos humana, Powell deseaba los restos de su humanidad.
—Chey —dijo Powell mientras la joven le besaba la garganta y el cuello—, es la hora…
—No pares —le respondió ella. Las manos del hombre le exploraron la espalda, la boca del hombre le recorrió el contorno de la mandíbula. Chey se dio cuenta de que los pensamientos de Powell se habían ido a otra parte, comprendió que estaba preocupado porque la transformación era inminente—. Por favor, no pares —le dijo, y gimoteó cuando la mano del hombre se coló por debajo del anorak y encontró la piel sensible de su vientre—. Sí —musitó cuando los dedos del hombre se deslizaron hacia arriba, hacia sus pechos.
Entonces, la luz plateada se interpuso entre ambos, en un instante que se prolongó hasta la eternidad. El placer que las manos del hombre imprimían en su cuerpo se disolvió en la abrumadora gloria de la metamorfosis. La loba gris aulló de pura alegría. El macho la agarró con las zarpas cuando trataba de zafarse y la atrajo hacia sí.
En esta ocasión, no se detuvieron.