24

Lo siguiente que supo Chey fue que estaba tumbada de espaldas. Tenía el anorak enrollado bajo la cabeza a modo de almohada, y a duras penas podía ver.

Se encontraba dentro de una especie de madriguera. Alcanzaba a distinguir un techo a no mucha distancia de su cabeza. Era de tierra compacta y lo atravesaban raíces de árbol. De vez en cuando algunos grumos se desprendían y le caían sobre la cara o el cuerpo.

Se sentía enferma. Se sentía como si le hubiesen quemado las vísceras con una antorcha. Se sentía tan débil que a duras penas lograba respirar. Pero estaba viva. Y volvía a ser humana. Su loba no estaba por ningún lado. Ni siquiera acechaba en el lugar más recóndito de su cerebro.

—¿Powell? —dijo, con voz muy, muy suave. La tierra bajo la que se encontraba ahogó el sonido, y Chey se quedó con la duda de si alguien habría podido oírla. Inspiró profundamente y lo intentó de nuevo—: ¿Powell? ¿Dónde estamos?

La idea de que Powell pudiera no estar allí, de que la hubiese abandonado en algún lugar bajo tierra, la golpeó como un chorro de agua fría. Bajo tierra, a oscuras, tumbada de espaldas. ¿Acaso estaba…?

¿Acaso estaba muerta y enterrada?

Entonces, una mano la agarró por el brazo y le dio un apretujón para transmitirle confianza.

—Ah, gracias a Dios —dijo Powell—. Pensaba que te habíamos perdido para siempre. —Se acercó a ella todavía más, y Chey le vio el rostro, envuelto casi por completo en sombras. Estaba tan oscuro… a duras penas Powell podía sentarse con el cuerpo erguido en aquel lugar cerrado que apestaba a cieno. Su cuerpo ocupaba la mayor parte del aire que respiraba Chey.

—Ha despertado —dijo Lucie. La pelirroja también se encontraba lo bastante cerca como para tocarla.

—Powell… lo siento tanto… —dijo Chey. Una lágrima se le asomó a un ojo y enturbió su visión. Era demasiado menuda para salirse del párpado y rodar mejilla abajo—. Powell, ¿todo esto ha sido por culpa mía?

—Calla —le ordenó—. Tienes que descansar. Has estado a punto de morir.

—O de sufrir un destino peor que la muerte —insinuó Lucie.

El rostro de Powell se contrajo en la penumbra.

—No te preocupes por eso ahora. Toma, bebe un poco de agua. —Se apartó un momento, y Chey sintió terror al pensar que tal vez la dejaría sola con Lucie, aunque fuera por un instante. Pero entonces regresó haciendo un cuenco con las manos, un cuenco lleno de un agua que olía fatal. Con todo, la joven tenía los labios tan agrietados y la lengua tan hinchada que el reguerillo que le entró en la boca le sentó como una gracia infinita.

—Me temo que no hay nada para comer.

—No tengo hambre —logró contestarle ella, mientras se lamía concienzudamente los labios para aprovechar hasta la última gotita. Su propia lengua descubrió lo agrietada y reseca que tenía la piel—. No creo que vuelva a tener hambre en mi vida.

—No me extraña —le dijo Lucie, con sorna—. Si tenemos en cuenta la cantidad de carne envenenada que te has tragado… lo extraño es que no hayas muerto.

Chey consiguió volver levemente la cabeza hacia un lado para mirar a Powell.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó.

El hombre se frotó la frente y los ojos como si hubiera estado muy fatigado.

—Hemos tenido que abandonar el campamento —dijo—. Alguien… un cazador… venía a por nosotros. Fue él quien dejó los conejos allí, por supuesto. Debió de alimentarlos durante varios días con una solución de plata, y luego los mató y los dejó en el campamento. Su carne estaba impregnada de plata. Suficiente para envenenar a uno de nosotros. Pero, de todos modos, no esperaba matarnos de ese modo. Lucie y yo nos dimos cuenta de lo que ocurría tan pronto como probamos la carne. Solamente quería retrasarnos en nuestro camino. —Powell negó con la cabeza—. Es astuto. Y todavía más: tiene una paciencia diabólica. Tan sólo para entrar en el campamento, debe de haber tenido que esperar varios días a que todos nosotros nos alejáramos, a que nuestros lobos estuvieran en el bosque y Dzo en el lago. Entonces ha tenido que acercarse a sotavento para que nuestros lobos no le olfatearan. Contaba con el factor sorpresa: nosotros no teníamos ni idea de que estuviera allí. Pero, aun así… es alguien especial. No como los idiotas que trataron de matarnos en Port Radium.

—¿Nos lo ha enviado el gobierno? —preguntó Chey.

—No lo creo. Pienso que es el mismo tío de quien huía Lucie cuando tuvo que abandonar Rusia.

—Imposible —dijo Lucie—. A un hombre como ése… tu nación no le permitiría traspasar sus fronteras.

Powell frunció el ceño.

—A menos que haya cerrado alguna especie de trato con ellos. Ellos quieren matarnos a nosotros, y él quiere matarte a ti. Quizá se hayan decidido a matar a tres pájaros de un tiro. ¿Quién es ese hombre, Lucie? ¿Qué quiere, aparte de matarnos?

Lucie respondió primero a la segunda pregunta.

—Nada. Nada, salvo el olvido. Si de verdad se trata de Varkanin, y a mí me parece muy improbable que lo sea, digas lo que digas, ha jurado destruirme aunque sea lo último que haga.

—Eso me suena —dijo Chey. En otro tiempo, esas palabras habrían servido para describirla a ella: había salido en busca de Powell con la intención de matarlo. Había fracasado, desde luego, y con el tiempo sus sentimientos habían cambiado del todo, pero de todas maneras comprendía ese impulso.

—¿Qué clase de persona es? —preguntó Powell.

—En realidad, es un simple humano. No debería preocuparnos. Pero está dotado de cierta persistencia que no me divierte en absoluto.

Powell gruñó su insatisfacción.

—Mal asunto.

Chey volvió a recostar la cabeza en el suelo. Se fatigaba incluso cuando hablaba, pero había cosas que quería saber.

—¿Dónde estamos ahora?

—Cuando se puso a disparar, echamos a correr —le dijo Powell—. Yo no tenía idea de dónde ir, pero sabía que nos estaba persiguiendo. Me dirigí al norte, por la orilla de un arroyo que quedaba muy bien resguardado por los árboles. Finalmente encontramos este lugar. A juzgar por su tamaño, me imagino que debió de ser la guarida de un oso. Hacía tiempo que nadie había entrado en ella. Nos esconderemos aquí hasta que estemos seguros de que se ha marchado, y luego buscaremos un sitio más adecuado para pasar el invierno.

Chey no pudo ni asentir con la cabeza. No le quedaban fuerzas. Tan sólo se mordió el labio y, en la medida en que le fue posible, se volvió hacia Powell. No tenía ningún interés particular en que Lucie oyese lo que iba a decir, pero se dio cuenta de que tampoco podría evitarlo.

—Recuerdo una cosa —le dijo—. Después de que me comiera el conejo. Tú y Dzo me hicisteis una cosa… me metisteis cenizas de la hoguera por la boca.

—Carbón —le respondió él.

—Aún noto el sabor.

Powell le sonrió.

—Tenías el cuerpo lleno de plata y la única manera de expulsarla era obligarte a vomitarla. —Casi parecía que le pidiera disculpas—. El carbón absorbe el contenido del estómago, y por eso, cuando lo vomitas, arrastra consigo el veneno. No teníamos otra manera de…

—De salvarme la vida —terminó Chey—. Gracias, Powell. Y gracias por no haberme abandonado. ¿En cuántas ocasiones me has salvado ya?

—Te lo debía —le respondió el hombre, aunque la joven no entendió por qué.

Luna de plata
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