87

El helicóptero viraba en el aire frío, señalándoles en todo momento con el morro, por mucho que Varkanin obligase al tractor a emplear hasta su último resquicio de velocidad. No hizo ningún intento de dispararles. Chey observó todo lo bien que pudo su forma insectoide por las ventanas de la cabina, pero no consiguió distinguir ametralladoras en el fuselaje.

—Seguramente sólo transporta tropas —dijo Varkanin—, porque si no habrían acabado ya con nosotros. Preparaos, por favor.

Chey empuñó con fuerza la Glock y, al mismo tiempo, se preparó para abrir la puerta. Tan pronto como Varkanin echó el freno, la joven abrió y se arrojó sobre la nieve. Entretanto, Powell abrió la puerta trasera y los demás también salieron sin dar tiempo a que los neumáticos se detuvieran del todo.

A unos cien metros de allí, no más, el helicóptero empezó a descender hacia el suelo.

—Ahí —gritó Powell, y los licántropos le siguieron en dirección al esker. Varkanin cerraba la marcha. No tenía la fuerza sobrenatural de los hombres lobo y, por eso mismo, no podía correr a la misma velocidad que ellos, pero hizo cuanto pudo.

Chey mantuvo la cabeza gacha y trató de no dejarse llevar por el pánico, pero en cuanto se oyeron los primeros disparos, se permitió unos pocos chillidos. Se obligó a sí misma a no mirar atrás hasta que se hubieron refugiado al abrigo de un peñasco tan grande como una casa. Alrededor de éste había otras rocas más pequeñas que les protegían desde varios ángulos. Parecía el sitio perfecto para ocultarse. Powell, Sharon y Lucie ya estaban allí, acurrucados para hacerse tan pequeños como les fuera posible. Chey también se metió en el mismo escondrijo y se asomó al exterior, y vio pálidas figuras que salían del helicóptero, suspendido a un metro de altitud.

—No puede aterrizar aquí. Quedaría atrapado en la nieve —explicó Varkanin mientras se arrojaba a un lado de Chey y se agazapaba al abrigo de la gigantesca roca—. Tendrán que venir a pie.

Una bala dio en la roca, no muy lejos de Chey, y se oyó un sordo gimoteo mientras rebotaba y se hundía en la nieve. La joven ocultó la cabeza al momento, pero su necesidad de ver lo que ocurría era demasiado acuciante como para que quedase agazapada a la espera de la muerte. Se asomó de nuevo.

Los diez soldados que corrían hacia ellos vestían monos blancos, especiales para camuflarse en el Ártico, y boinas de color leonado. Ocultaban el rostro con pasamontañas de esquí y gafas protectoras tintadas. Los rifles de asalto que empuñaban tenía las culatas pintadas de blanco, pero sus cañones centelleaban bajo la luz del sol.

Vinieron en tosca formación, como una cuña andante de hombres que se detenían cada pocos metros para disparar antes de reanudar la carrera.

Disparaban balas de plata, que a esa distancia tenían una precisión irrisoria. Probablemente no contaban con alcanzar a los hombres lobo. Simplemente era fuego preventivo. Tenían balas suficientes para impedir que sus presas trataran de atacarlos.

Y les funcionaba.

Chey había luchado anteriormente contra hombres armados con fusiles, en Port Radium. Se había defendido de ellos tanto en su cuerpo humano como en el de loba. Pero en aquella ocasión se había tratado de civiles. Estaban mal organizados y apenas si sabían nada de cómo luchar contra licántropos. La joven pensó que derrotar a los soldados no sería tan fácil.

Sharon trepó hasta lo alto de la roca que era su único refugio y se expuso con ello a las balas que los soldados disparaban sin cesar, una tras otra, pero no se amedrentó mientras golpeaban la piedra cual martillazos. Al contrario: empuñó el rifle de caza, lo apoyó sobre la roca y apuntó para disparar.

Se volvió hacia Varkanin, como a la espera de confirmación.

El ruso asintió.

—No piensan darnos cuartel. No tenemos otra opción.

Sharon acercó de nuevo el ojo a la mira del rifle y apretó el gatillo.

A cincuenta metros de allí, un manchón rojo apareció en la manga de uno de los soldados que se acercaban. Su cuerpo se retorció y se desplomó sobre la nieve. Se sujetaba un brazo con el otro.

Así pues, había llegado el momento, la hora de la verdad. Tendrían que pelear por su vida. Chey estaba a punto de disparar, pero Varkanin levantó la mano para indicarle que no lo hiciera.

—No dispares hasta que sea necesario —dijo.

Varkanin levantó bruscamente el mentón y Chey se dio cuenta de que le estaba indicando que escuchara. El sonido de los disparos se había interrumpido.

—No puede ser tan fácil —dijo la joven con un suspiro.

Varkanin le dijo en voz muy baja:

—No son imbéciles. Ahora saben que estamos armados y que los tenemos a tiro. Nuestras balas de plomo son mucho más precisas que las suyas de plata. Se tomarán su tiempo para acercarse de nuevo y se asegurarán de tenernos en el punto de mira.

—De… de todos modos no sé si podría dispararles —susurró Chey—. Son canadienses. Y por otra parte… ¿cómo podría terminar bien esta historia? Aunque los matemos, nos enviarán más, ¿verdad?

—Sí. Pero, cuando llegue ese momento, ya estaremos en la isla. Esa gente sabe muy bien por qué los han mandado aquí. Conocen los peligros. Cuando llegue el momento, tendrás que luchar. ¿Lo entiendes?

Chey bajó la mirada hacia el arma que tenía en la mano.

Varkanin consultó el reloj.

—Ah —dijo el ruso—. Quizá no tenga importancia si tú estás preparada o no. Estoy seguro de que tu loba no vacilará.

Luna de plata
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