PRÓLOGO

Aunque El Último Cartucho de Tucker era el bar más pendenciero de Menden, en Alaska, la mujer desnuda que entró tambaleante por la puerta bastó para dejar boquiabierto a Greg Tomas. Era el médico del pueblo, y a lo largo de su vida había visto cosas muy extrañas, pero no tanto como ésa.

Margie Hurlwhite se encontraba detrás de la barra. Silbó débilmente y dejó el vaso que estaba llenando. Los cuatro hombres que se encontraban en el bar se volvieron todos a la vez para verla, y ninguno de ellos dijo ni una palabra. Tres de los hombres eran viejos pescadores, con las manos tan curtidas y deterioradas que a duras penas podían ya sostener un cuchillo. Tomas, el cuarto, se levantó con tal brusquedad que derribó el taburete sobre el que se sentaba. Armó tal estruendo que por unos instantes impidió que se oyera la radio, y, sin embargo, ninguno de los presentes apartó los ojos de la desnuda visitante.

Tomas se enjugó las manos con los pantalones.

—¡Eh, hola! —dijo, cuando tuvo claro que nadie más iba a dar la bienvenida a la recién llegada.

La joven le miró a los ojos y sonrió. No dijo ni palabra. Greg Tomas pensó que era bella, con una hermosura a la que ninguna de las mujeres de Menden habría podido aspirar. Su larga melena pelirroja le caía sobre los ojos e impedía que se le viese bien la cara, pero no llegaba a cubrirle los pechos, y aún menos el resto. Aparentaba unos veinte años, o quizá menos. Tan sólo una muchacha. Tomas volvió a secarse las manos en los pantalones porque, de pronto, las tenía sudorosas. Había pasado mucho tiempo desde la muerte de su esposa y desde entonces apenas había pensado en mujeres, pero es que aquélla… aunque tal vez no fuera deseo lo que en aquel momento sentía su corazón. En aquella muchacha había algo fuera de lo común. Tal vez porque no hacía ningún esfuerzo por taparse. Porque no temblaba, aunque los copos de nieve relucieran en sus cabellos. La temperatura exterior estaba bajo cero y la joven tenía los pies húmedos, como si hubiera caminado sobre la nieve, pero parecía como si uno pudiera quemarse tan sólo con ponerle la mano sobre el brazo.

—¿Qué le parece, doctor? ¿Ya ha visto lo suficiente como para emitir un diagnóstico? —le preguntó Margie, que salió de detrás de la barra con la intención de llevarse adentro a la muchacha. No quería dejarla en la puerta. Pero no se le acercó lo suficiente para tocarle la piel, sino que le hizo un gesto para que fuese al fondo del bar y se sentara en uno de los dos reservados con banquetas tapizadas en cuero rojo.

Margie le había hablado con evidente sarcasmo, pero Tomas negó con la cabeza y le respondió igualmente:

—Creo que padece hipotermia. Tenemos que hacerla entrar en calor. —Se sacó el anorak y se lo puso a la muchacha, con lo que se ganó una nueva sonrisa, una sonrisa de gratitud—. Margie, prepara un café, ¿quieres?

—Ahora mismo tenía una cafetera calentándose —le dijo Margie. Volvió a sus tareas al otro lado de la barra, mientras los tres pescadores giraban sus taburetes para poder ver a Tomas y a la muchacha. Parpadeaban y se frotaban la cara como si no se lo pudieran creer.

—¿Qué te ha ocurrido, mujer? —le preguntó Tomas—. ¿Has tenido un accidente o algo as? ¿De dónde vienes?

La joven ladeó la cabeza. Los mechones se apartaron de sus ojos y miró a Tomas a la cara.

—No he tenido ningún accidente, monsieur. He llegado por mar, ahora mismo, en un bote.

—¿Conoces a alguien de por aquí? ¿Alguien a quien pueda llamar?

La sonrisa se desdibujó.

—Nadie muy cercano, pero conozco a alguien, sí. He venido a por mi hombre, no lo he visto en mucho tiempo.

—¿Y ese acento que tienes? —le preguntó Margie al traerle el café. Lo dejó sobre la mesa, frente a la joven, con manos temblorosas—. Parece que vengas de Quebec. ¿Eres quebequesa, cariño?

Je suis française, pero he pasado un tiempo en el extranjero. Ahora mismo venía de Rusia.

«Bueno —pensó Tomas—, eso sí que encaja». Menden se encontraba en la costa occidental de Alaska, lo más cerca que se podía llegar de Rusia sin echarse al agua. El tránsito de embarcaciones entre ambos continentes era incesante. Por supuesto que la gran mayoría de los que viajaban en ellas se ponían ropa adecuada al clima.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Margie, y Tomas se sintió como un canalla por no haberse acordado de preguntárselo.

—Me llamo Lucie, gracias.

Tomas le hizo un gesto a Margie para que se apartara. La camarera se había acercado tanto a la joven que no le dejaba espacio para respirar.

—Trae mantas, una lona, lo que sea. Y sube la calefacción. Creo que el frío la ha dejado aturdida. Tenemos que…

—Me encuentro muy bien, señor —dijo Lucie, y le agarró la mano a Tomas. El hombre se estremeció, como si hubiera temido que su roce le quemara. La joven tenía la piel caliente, pero se mantenía dentro de la temperatura corporal normal. Tomas se fijó en que los labios no estaban azules, ni siquiera agrietados, y en que las pupilas se veían normales—. ¿Pero me podría decir una cosa, por favor? Ese reloj de allí, ¿funciona bien?

El hombre se volvió hacia el viejo reloj de cuco que se encontraba sobre el espejo, entre dos raquetas de nieve con categoría de antiguallas. Marcaba las nueve menos cuarto.

—Supongo que sí —dijo Tomas, por mucho que tuviera la sensación de que no marcaba la hora correcta.

—No, cariño, es la hora del bar —le explicó Margie—. Siempre va quince minutos adelantado. Así, a la hora de cerrar, puedo meterles más prisa a esos imbéciles para que se vayan. ¿Por qué quieres saberlo? ¿Es que tienes una cita con tu hombre?

Lucie negó con su linda cabeza.

—Todavía no. Sólo lo preguntaba porque esta noche la luna va a salir a las ocho y media.

Tomas arrugó el entrecejo. Esa muchacha tenía algo fuera de lo común. Algo muy raro.

—¿Sabes la hora a la que sale la luna?

—Me sorprendería que hubiese salido sin mí —le respondió Lucie—. ¿O sea que ahora mismo son las ocho y media? Sí, ya lo estoy notando. —Se encogió de hombros y el anorak cayó al suelo—. Merci. Todos ustedes han sido muy amables.

Al recoger el anorak, Tomas se dio cuenta, demasiado tarde, de que no había sido ella quien lo había dejado caer. Se había caído por sí mismo de su cuerpo. O tal vez… lo había atravesado. La muchacha se había vuelto intangible, y su carne, transparente, de tal modo que Tomas alcanzaba a ver el cuero rojo de la banqueta a través de su piel blanca.

—Por Dios bendito… —dijo—. Eres como un… un fantasma.

—No, monsieur. No soy ningún fantasma.

Se produjo un destello de luz plateada, un fulgor semejante al de la luna cuando brilla sobre aguas agitadas. Entonces Tomas se encontró con que tenía entre los brazos una cascada de pelo de animal y baba y un ejército de enormes dientes. La sangre salpicó el suelo polvoriento del bar y Margie chilló, pero Tomas no alcanzó a oírla. Nunca más volvería a oír nada.

Luna de plata
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