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No eran lobos de verdad, por supuesto. Sus cuerpos reproducían la forma del extinto lobo gigante[1] con tanto detalle que conservaban incluso el código genético que les enseñaba a vivir en su mundo, con su mundo. Pero eran más que simples animales, y, en cierto sentido, también menos. Había otro instinto que aguardaba siempre, agazapado en los lugares más recónditos de su cerebro. El conocimiento que les había transmitido la maldición y que constataba un único mandamiento.

Al oír el sonido, el macho irguió al instante ambas orejas y se quedó medio agazapado, como si hubiera querido sentarse. Se quedó quieto en esa posición, tenso y listo para saltar, mientras que su cabeza iba de un lado para otro y giraba las orejas para tratar de localizar el zumbido que oía.

Las hembras se le acercaron por detrás, listas para que les diera una señal. Listas para atacar.

No era un sonido natural en aquella tierra. Era un sonido humano, un zumbido, un gemido como los que emitían las máquinas de los humanos. Al poco rato, el olor de los humanos les llegó también al hocico. Estaban cerca.

El mandamiento que les dictaba la maldición se impuso a sus cerebros. Les hizo paladear sangre. Entornaron los ojos y bajaron la cola. La blanca empezó a emitir un rugido gutural que auguraba violencia.

El precepto era sencillo, y consistía en lo siguiente: matarás a los humanos. Los lobos albergaban en su interior un impulso irresistible, una ardiente necesidad de destruir, herir, desgarrar y descuartizar a toda criatura humana que se pusiera en su camino. Para eso les había creado la magia que les dio cuerpos de lobo, la misma magia que los hacía vulnerables a la plata.

Esa necesidad, por lo menos para los lobos, era incuestionable. En cuanto veían a un ser humano, lo atacaban sin pensar, sin preguntarse por qué. Para ellos, era algo tan natural como respirar, como el latido del corazón.

El sonido se volvía cada vez más fuerte. Buscaron su origen con los oídos, con las patas a ras de tierra. Volvían el cuerpo de un lado para otro porque aún no tenían claro de dónde procedía. Aún no tenían claro en qué dirección iban a atacar.

Apareció a la izquierda, a orillas del arroyuelo. Una máquina alargada y esbelta, con un humano sujeto a la parte de atrás. Palpitaba con el rítmico estruendo propio de una máquina y apestaba a aceite. Levantaba un torbellino de nieve al avanzar por lo alto. Y entonces, se detuvo. Se paró con gran estrépito y el humano desmontó de su parte de atrás. Agitó los brazos en el aire para llamar su atención.

El macho gruñó a las hembras para que no se movieran, tal vez porque había presentido una trampa… pero era ya demasiado tarde. La hembra blanca no habría podido detenerse, aun cuando hubiese querido. Se lanzó a correr sobre la nieve, casi invisible, salvo por la estela que dejaba en el aire. Ladraba y gruñía a la vez, se lamía los labios, y abría las patas y las hundía en la nieve para sostenerse mejor. El humano se encaramó de nuevo a la máquina y se marchó en dirección contraria, hacia el norte, de donde había venido. Huía de ella… o tal vez la guiara hacia alguna parte.

El macho y la hembra gris no tuvieron otra opción. Siguieron a la blanca, a toda la velocidad que sus patas les permitieron. En todo aquello había algo extraño, algo que estaba fuera de lugar. Eran hombres lobo. Hacían lo que les ordenaba la maldición, y nada más.

Luna de plata
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