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Varkanin se moría, célula a célula.
La maldición luchaba con la plata que tenía en el cuerpo. Estaba furiosa, y rabiaba, y arremetía contra él, trocito a trocito, trataba de transformarlo y se destruía a sí misma a la par que crecía y luchaba. Su cuerpo humano no podía resistir el ataque.
El hombre se debatía en el suelo, sus miembros se retorcían mientras pugnaba por tomar el control. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano tan sólo para ponerse de costado. Entonces vomitó violentamente sobre la nieve. Se enroscó sobre su propio estómago, que se contraía una y otra vez. El sudor le empapaba el rostro y las palmas de las manos.
Se acercaba la muerte, y le arrebataría su última esperanza de vengarse.
No podía permitirlo.
No veía a Lucie. Debía de haber huido. Pero Varkanin estaba decidido a encontrarla de nuevo antes de exhalar el último aliento.
De alguna manera, logró ponerse de rodillas. Se estrujó el rostro con las manos, porque le ardía. Se estrujó el pecho, porque tuvo la sensación de que su propio corazón acelerado podía llegar a salirse de su sitio. Maldijo, y escupió, y empleó hasta la última brizna de su considerable fuerza de voluntad para dejar de temblar, para impedir que su propio cuerpo se hiciera pedazos.
Finalmente lo consiguió.
Sus pulmones bombearon como fuelles mientras trataba de calmarse. Sus ojos miraron desde el rostro y luego se cerraron violentamente cuando una nueva oleada de dolor y náuseas le recorrió el cuerpo. Pero no se derrumbó. No se dejó dominar por las convulsiones. No murió.
Todavía no.
No había nada que anhelara tanto como la dulce libertad de la inexistencia. Pero aún no había cumplido su misión. Le bastaba con mirar el rostro inmóvil de Sharon Minik para saberlo.
Sharon… no se parecía en nada a sus tres hermosas hijas. Habían sido rubias, con los rasgos marcados y la graciosa esbeltez de la madre. Sharon era pequeña y achaparrada, y tenía el cabello tan negro como las alas de un Cuervo. Pero, por un tiempo, Varkanin había llegado a sentir una paz, muy frágil, mientras hablaba con Sharon. Al contemplar la vida y la juventud que anidaban en la muchacha. Esa paz le había vuelto más débil, por supuesto. La paz siempre debilita. De acuerdo con la filosofía de Varkanin, es el tormento interior lo que le da fuerzas a un hombre. Lo había perdido todo por el afecto que Sharon le inspiraba. Si no se hubiera sentido obligado a buscar una manera de curarla, no habría tenido que fiarse de los hombres lobo.
Ahora Sharon estaba muerta, y le debía algo. Lo mismo que les debía a sus tres hijas.
De repente el helicóptero apareció en el horizonte cual negra mancha difuminada, como si fuera una gigantesca mosca negra. Cuando el helicóptero se dirigió hacia él, Varkanin obligó a su propio cuerpo a permanecer inmóvil. La guerra aún bullía en su interior, pero no se dejaría abrumar. Era un hombre, y hay ciertas cosas que un hombre tiene que hacer antes de abandonar este mundo.
El helicóptero se le acercó lentamente y tuvo la prudencia de aterrizar a medio kilómetro de distancia. Para entonces, Varkanin se había ido. Se había ocultado en la extraña formación rocosa que se hallaba al otro extremo del lago. Se aseguró de no proceder con demasiado sigilo, de no hacerse demasiado invisible al esconderse. Era importante —vital— que los soldados supieran dónde se encontraba.
Aunque, por supuesto, no tenía por qué ponérselo demasiado fácil. Pertenecían a las fuerzas especiales y estaban entrenados para rastrear y perseguir. Entrenados para expulsar a un hombre violento de una posición defendible. Debían de ser hombres con disciplina. Debían de estar muy bien pertrechados. Varkanin no tenía ni siquiera la pistola, porque Lucie se la había quitado. Estaba sólo frente a cuatro soldados que irían a por él.
Pero Varkanin se había entrenado en la Spetznaz, las fuerzas especiales de la Unión Soviética, cuya destreza en el combate había sido legendaria. Había llovido mucho desde entonces, y llevaba muchos años sin enfrentarse a soldados. Pero le pareció que sería capaz de recordar algunos trucos.