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Los lobos podrían haber resuelto la cuestión. Su sencillo cerebro no sabía de conflictos morales, ni albergaban dudas en sus patas ni en la tensión de sus músculos. El irresistible placer de la transformación se adueñó de ambos y se pusieron a dar vueltas el uno en torno al otro, con anhelo, con deseo, y nada más.
Excepto que…
Algo distrajo su atención. En un primer momento, la loba no entendió de qué se trataba, pero vio en los ojos del macho que éste se había puesto súbitamente en alerta, súbitamente en guardia. El pelaje de la nuca se le había erizado y tenía las orejas erguidas y muy rígidas.
Poco a poco, tratando de no hacer ruido, la loba se volvió para mirar a su alrededor. Para oler el mundo, pues no conocía una manera mejor de identificar las amenazas. Las cerdas se le erizaron, su afinado hocico descifró todas y cada una de las moléculas que le atravesaron el cráneo. Sus fosas nasales estaban especialmente diseñadas para eso. Tenían unas paredes especiales que se cerraban hacia adentro cada vez que tomaba aliento, que atrapaban los olores en el interior para analizarlos y catalogarlos.
El mundo se había helado desde la última vez que se irguió sobre sus cuatro patas. Eso era evidente. En aquella región, el suelo estaba duro todo el año a causa del permagel, helado hasta varios metros de profundidad, pero el hielo había llegado más hondo desde la última aparición de la luna, las aguas subterráneas se habían endurecido en cristales largos y afilados que apuntaban cual flechas al núcleo planetario. Los árboles crujían y gimoteaban por el peso añadido del hielo.
A continuación percibió un olor humano, el más aborrecido de los hedores. De manera abstracta, alcanzaba a comprender que lo que olía era su propio cuerpo humano, y también el del macho. Pero había algo más, algo humano que no lograba identificar. Tampoco se trataba del espíritu de la rata almizclada. El enigma envuelto en pieles y ataviado con la máscara de madera estaba tumbado junto a las brasas, tan inescrutable para su hocico como para su cerebro. No había comprendido nunca lo que era, pero tampoco tenía necesidad de saberlo. Era una presencia familiar, amistosa.
No, el olor que había descubierto era el de un extraño. Y eso la preocupó mucho.
El macho le dio un toque en el costado con el morro. Levantó la cabeza y ambas bestias anduvieron en silencio en torno al campamento. Bajaron el hocico una y otra vez hasta el suelo. Encontraron rastros de olor por todas partes, de algo que se había movido en círculo una y otra vez en torno a ellos. Al parecer, el extraño había estado por allí durante todo el día, pero los ridículos cuerpos humanos carecían de los sentidos necesarios para detectarlo. Las huellas del desconocido brillaban con nitidez en los cerebros de los lobos y activaban señales de peligro, y provocaban pequeñas descargas de adrenalina cada vez que encontraban una nueva señal.
Los lobos no habían temido nunca a ninguna criatura humana. Odiaban a los seres humanos y los destruían con crueldad y sed de su sangre cada vez que los encontraban. Pero, por el motivo que fuera, la presencia de aquel humano resultaba distinta.
Para empezar, su rastro daba tres vueltas al campamento y luego… desaparecía. No había indicio alguno del ser humano en las cercanías, pero tampoco lo había de que se hubiera marchado. No había ningún rastro que se alejara del campo. ¿Dónde se había metido?
Entonces, el macho se puso a jadear. Se movió en rápidos círculos para poder mirar en todas las direcciones. La hembra sabía que aquello no podía significar nada bueno, pero tampoco fue capaz de detectar lo que le había agitado tanto.
El lobo dio un gañido y salió corriendo del campamento, en dirección a los árboles. La loba no pudo hacer otra cosa que seguirle.
Las patas de ambos golpeaban cual pistones el suelo endurecido y los propulsaban de uno a otro lugar. Con las lenguas colgando en el aire, inhalaban oxígeno hasta lo más hondo de los pulmones, lo cual hacía que la sangre les hirviese y circulara más rápido. El macho corría a toda velocidad, la máxima que su cuerpo podía alcanzar, y la hembra tenía que contentarse con no quedarse atrás. Recorrieron un sinuoso camino entre los árboles, pasaron tan cerca de los troncos que les quedaron trocitos de corteza adheridos al pelaje, y se agacharon para sortear las ramas bajas donde repicaban los agrietados cristales de hielo.
Al llegar a un claro, el macho se detuvo de pronto y clavó sus cuatro patas en la tierra helada. La loba no logró parar a tiempo y patinó, pugnando por agarrarse con las zarpas a las raíces de los árboles y a las piedras que el hielo había soldado a la tierra. Sus cuartos traseros rebrincaron y logró detenerse medio encarada con él, con el cuerpo pegado al suelo para no volver a perder el equilibrio.
El macho ni siquiera la miró. Estaba sentado sobre sus cuartos traseros, con las patas delanteras muy rectas, y entonces levantó la cabeza y aulló.
Era el mismo gañido estrangulado, desesperado, melancólico, solitario y asustado, que había proferido la última vez que estuvieron juntos a la luz de la luna. Sólo que esta vez lo lanzaba con fuerzas redobladas, con tal poder que hacía temblar las ramas de los árboles, largo y prolongado, más doloroso, más quejumbroso.
Y, en esta ocasión, halló respuesta.
La llamada que le respondió era muy parecida a la suya —un penetrante gimoteo que se descomponía en breves gañidos—, pero la emoción que la alimentaba era distinta. El aullido del macho había sido el grito de una criatura sumida en la angustia, desgarrada por sentimientos que no lograba contener.
La respuesta fue casi gozosa, y el crescendo de gañidos que le puso fin recordaba más bien a una risa cruel, casi como burlonas campanillas en el aire.
Al oír el sonido, el macho se puso de nuevo en marcha. Corrió con la cola erguida.
La hembra le siguió una vez más. Porque no sabía qué otra cosa podía hacer.
Eran una jauría de dos. Eran una familia, y más que una familia. Eran cazadores que confiaban plenamente el uno en el otro para su supervivencia, dos seres unidos por un vínculo indisoluble. Pero ahora… pero ahora… el macho no la miraba. Ni siquiera parecía darse cuenta de su presencia. Parecía una criatura posesa.
Le siguió. Y cuando el macho volvió a detenerse, la hembra sí estaba preparada. Se arrojó al suelo en el mismo momento en que el macho se quedaba inmóvil, oprimió el hocico contra la tierra helada, sus ojos miraron hacia arriba y en derredor.
Los árboles desaparecían para dar paso a una elevación en el terreno, una pendiente demasiado suave como para llamarla colina, pero, al mismo tiempo, demasiado pronunciada como para considerarla un mero desnivel en el terreno boscoso. Más adelante, más allá de la distancia de ataque, una prominente cresta de roca quebrada sobresalía de la loma y apuntaba cual pétreo dedo a la Estrella del Norte.
En lo alto de ésta había una loba, no una loba gris, sino una loba gigante, de la misma raza que ellos. Su blanco pelaje brilló como fuego frío cuando el estrecho cuarto de la luna apareció sobre su lomo a modo de corona celeste. Se le perfilaban tan sólo los ojos, pero tenía las orejas y la cola erguidos, y esta última se movía lentamente de un lado para otro, ahora a un lado, ahora a otro. No hacía ningún ruido, y el propio aire que la envolvía se hallaba en una quietud casi perfecta.
Se lamió las mejillas y volvió a aullar. Y, en esta ocasión, no cupo ninguna duda. Estaba riéndose. Era una risa triunfal.