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Arriba, desde el helicóptero, Preston Holness observaba lo que sucedía abajo y veía a los soldados retroceder para no quedar al alcance del rifle de caza. Agarró el micrófono que llevaba adosado a los auriculares y gruñó:

—¡Pensaba que eran ustedes boinas leonadas!

El sargento Matthieu se agazapó a su lado en la escotilla lateral abierta. El gélido viento se llevó sus palabras, pero Holness las oyó igualmente por los auriculares.

—Siguen el procedimiento estándar. No tiene sentido que se dejen matar antes de que hayan logrado dar alcance a los objetivos.

—Si los objetivos escapan, podemos estar persiguiéndolos hasta primavera. Es esencial que los capturemos ahora, sargento, y que los matemos ahora.

—Desde luego, señor. Con todo, si me permite usted que le sugiera un enfoque más moderado… Los soldados podrían rodear a los enemigos e impedirles la huida. En tal caso, podríamos acabar con ellos sin ningún problema.

—Estupendo. No quiere usted hacer bien su trabajo. Entonces tendré que usar mis propias habilidades.

Holness profirió una palabrota en voz baja y se agarró a una barra vertical para tirar de su propio cuerpo hacia arriba. Después de que los soldados salieran, el interior del helicóptero se veía extrañamente vacío. Fue de un extremo a otro por la doble hilera de asientos, sin soltarse de las correas de nilón que colgaban del techo. Al llegar a la cabina, le dio una palmada en el hombro al copiloto, que reaccionó con sobresalto.

—Tú. Dime. ¿Este trasto tiene algún sistema de megafonía? —El rostro del copiloto empezaba a reflejar el desconcierto. Holness no tenía tiempo para esperar a que el idiota comprendiera la pregunta y por ello se volvió hacia el piloto—. Como mínimo habrá un altavoz, ¿no? Conectadlo a mi micrófono.

El piloto pulsó un par de interruptores en el tablero de mandos de la radio. Holness carraspeó y, pese al estruendo de los rotores, él mismo se dio cuenta de que su expulsión de mucosidades levantaba ecos por medio Ártico.

—Esto es el final, Varkanin —dijo.

No se apreció ni el menor indicio de movimiento en el grupo de rocas donde el ruso y sus amigos los licántropos se habían refugiado. Holness pensó que no tenía motivos para sorprenderse. Varkanin era el clásico tío duro, uno de esos que prácticamente se habían extinguido al llegar el siglo XXI. Por otra parte, también era cierto que la primera vez que habló con él le había parecido un hombre razonable.

—No tenéis ningún sitio adonde ir —dijo Holness. Aguardó a que los ecos cesaran y luego prosiguió—. No voy a mentiros: no saldréis de ésta. Pero tú y tus amigos podríais ahorraros sufrimientos. ¡Rendíos!

Aguardó en vano a que reaccionaran de algún modo. Pasaron diez segundos. Veinte.

Entonces ocurrió algo. El cañón de un rifle se asomó tras la roca donde se ocultaba el enemigo. Holness pensó, esperanzado, que tal vez le hubiesen atado una bandera blanca. Pero, no… no hay nada en la vida que sea tan fácil. En vez de eso, el cañón apuntó al cielo. Más concretamente, a un punto en el horizonte. El gesto se repitió con mayor énfasis, y entonces el rifle desapareció tras la roca.

Holness le hizo un gesto al piloto para que desconectase el altavoz. Luego frunció el ceño y miró las rocas de soslayo.

¿Qué diablos trataba de decirle Varkanin?

Cuando por fin lo comprendió, ya era casi demasiado tarde. Regresó a la panza del helicóptero, donde lo aguardaba el sargento Matthieu.

—Que ataquen ahora mismo —ordenó.

Matthieu exhaló un audible suspiro.

—Mire, señor, antes ya le he dicho que…

Holness miró con rabia al sargento quebequés.

—Le he dado una orden y espero que la cumpla. Le he dicho que asalten esa posición. Usted no sabe nada sobre licántropos. Yo sí. ¡La luna está a punto de salir! Ahora va a ser muy difícil matarlos, pero en cuanto se transformen serán monstruos.

—Con el debido respeto, señor, salvo en el caso de que pudieran volar…

—Yo no lo veo imposible. Ordene a sus hombres que avancen ahora mismo.

Matthieu contempló el rostro de Holness durante unos momentos que se alargaron demasiado. Luego le hizo el saludo militar y agarró su propio micrófono.

—A todas las unidades: avancen —ordenó—. Respondan a discreción al fuego enemigo, pero tomen de inmediato esa posición.

Abajo, en tierra, los soldados de uniforme blanco abandonaron de un salto las posiciones previas y obedecieron las órdenes. Los otros les dispararon desde las rocas, pero ellos siguieron avanzando en zigzag. Ninguno de los soldados resultó herido mientras se acercaban a la roca grande, la roca tras la que se escondían sus enemigos. Uno tras otro se pusieron de espaldas contra ésta y avanzaron por ambos costados del peñasco mientras un pelotón se quedaba atrás para cubrirles.

Holness vio volutas de humo que ascendían cada vez que tenía lugar un disparo… pero no sabía quién era su autor. No oía nada. Se le ocurrió preguntarle al piloto si el helicóptero tenía dispositivos de escucha. Pero entonces vio un chorro de sangre roja que brotaba tras la roca… y una cabeza con boina leonada que le siguió de cerca. La cabeza rodó por la tundra cual balón de fútbol hasta que por fin se detuvo sobre un trecho helado, en el que todavía giró sobre sí misma unos instantes.

En el horizonte, la luna naciente era un borrón blanco.

Luna de plata
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