80

El otoño en Toronto había sido suave, y el césped del Queen’s Park amarilleaba bajo los árboles, que aún lucían sus colores más brillantes. Preston Holness aguardaba en un banco, sentado en silencio, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Llevaba un abrigo Burberry sobre la chaqueta del traje. A su lado, sobre el banco, había una bolsa de tienda, sin marca alguna, cerrada con una cinta.

Llevaba varias horas de espera. Demetrios le había convocado, le había exigido que se presentara al instante, y luego le había hecho esperar tanto tiempo que Holness empezaba a preguntarse si de verdad acudiría. Holness entendía el juego al que jugaba Demetrios y captó el mensaje que pretendía transmitirle con su demora.

La había jodido. A lo grande.

Le había mandado a Demetrios informes diarios desde principios de octubre. El abogado se había ido poniendo cada vez más nervioso a medida que recibía sus detallados correos electrónicos, y no se había cortado a la hora de mostrar su descontento. Holness había leído con atención todas y cada una de las respuestas del abogado y luego las había borrado de su disco duro, tras asegurarse de que tampoco quedaran copias en el servidor de correo. Ésa era la práctica estándar para todas las comunicaciones que recibía, pero de todos modos tenía un interés especial en eliminar todo rastro de los insultos, amenazas y exigencias de Demetrios. Los había sumamente creativos. Otros eran simples. Pero todos ellos apuntaban en una misma dirección.

La compañía petrolera que representaba Demetrios estaba a punto de retirar todas sus inversiones de la economía canadiense. Cuando eso ocurriera, Holness se quedaría en el paro… con suerte. Tal vez lo encerraran en la cárcel. Pero esta última posibilidad, la peor, no le preocupaba mucho más que la otra. El desempleo sería un desastre de por sí. No podría poner nada en su currículum, porque nada de lo que había hecho a lo largo de su carrera tenía ningún tipo de reconocimiento o sanción oficial. Entraría en el mercado laboral sin nada que contar acerca de buena parte de sus años de vida adulta. Lo más probable era que terminase como dependiente en un comercio.

Para un hombre tan refinado en el vestir como Preston Holness, un destino como ése sería peor que la cárcel. Tal vez fuera peor que la muerte.

Se dijo a sí mismo que no bromeara. Esa situación podía llegar a darse.

Suspiró y vio pasar a un grupo de muchachas jóvenes, que hablaban animadamente por sus teléfonos móviles, pero no entre sí. Todas ellas vestían abrigos ligeros y se habían puesto esas botas afelpadas que Holness tanto detestaba, y que, al parecer, estaban de moda. En cuanto hubieron desaparecido de su campo visual, se quedó de nuevo con la cabeza gacha.

Demetrios se había sentado a su lado.

—Estoy aquí —dijo.

Holness no se sobresaltó. Técnicamente, era un espía de alto nivel, y en las películas de James Bond, M no se sorprendía nunca cuando James Bond aparecía de pronto, por lo que Holness se había entrenado para no mostrar ninguna reacción en análogas circunstancias.

—Hola —saludó.

—Hoy no me has mandado ningún informe —le dijo Demetrios—. Supongo que eso significa que tenemos malas noticias. —No parecía que el abogado estuviera especialmente irritado. Se le veía casi contento. Quizá se tratara de otro elemento de su juego, calculado para que Holness bajara la guardia.

O tal vez fuera la sonrisa del lobo en el momento de atacar a una presa desafortunada.

—Bueno… —empezó a decir Holness—. Sí. Creo que podríamos decir que sí. Varkanin me llamó anoche. Dijo que nuestro acuerdo podía darse por liquidado.

Demetrios enarcó una ceja depilada con profesionalidad.

—Lo cual podría interpretarse como que todos los hombres lobo han muerto.

—Sí, pero no —contestó Holness. Alargó el brazo y estrujó con la mano la bolsa de plástico que se encontraba a su lado. En cierta medida, le dio fuerzas—. Aún están todos vivos. Sí logró matar al espíritu de la rata almizclada.

—Impresionante… pero eso no formaba parte del plan —le respondió Demetrios.

—Cierto. Dijo que no quería seguir trabajando en cooperación con mi gobierno. Dijo que tampoco pensaba devolvernos ninguno de los juguetes que le enviamos… y eso incluye un paquete de balas de uranio empobrecido elaboradas ex profeso para él. Me será muy difícil dar cuenta de ellas, porque, técnicamente, Canadá se opone a su fabricación y empleo. —Se encogió de hombros—. Estoy seguro de que tendrá usted preocupaciones más importantes que los problemas con los que yo pueda encontrarme.

—A menos que esos problemas sean también los míos. Prosiga.

—No queda mucho más por decir —respondió Holness—. Nos ha dobleado. Así es como solemos decirlo los espías. Eso significa que se ha convertido en un agente doble y que trabaja también para el enemigo.

—¿Varkanin? ¿Ahora coopera con los hombres lobo? No me cuadra con su dossier.

—No tengo ninguna explicación plausible de ese hecho.

Demetrios asintió.

—Ya veo. Creo que sabe usted lo que eso significa. A menos que pueda sacarse usted un as del culo, nuestra colaboración habrá llegado también a su fin.

Demetrios empezó a levantarse.

Si se levantaba y se iba, la vida de Holness podría darse por terminada. Finiquitada. En un abrir y cerrar de ojos tendría que ponerse a trabajar en unos grandes almacenes. Vender pantalones masculinos. Por ello, Holness agarró a Demetrios por la manga de su traje confeccionado a mano.

Parecía que el abogado se divirtiera. Y también tenía toda la pinta de ir a romperle el brazo a Holness con una llave de judo.

—¿Sí? —le preguntó en voz baja.

Le había llegado a Holness el turno de sonreír. Aunque no se sintiera particularmente alegre.

—Soy agente de espionaje. Por supuesto, cuento con un plan alternativo. —Se puso la bolsa sobre las piernas. Pesaba mucho—. Varkanin es extranjero y se halla en terreno canadiense. Al dar este paso, se ha implicado a sí mismo en intereses contrarios a la seguridad y el bienestar público del Canadá. ¿Entiende usted adónde quiero llegar?

—Quizá.

—Mis jefes no querían proporcionarme soldados para luchar contra licántropos. Pero ahora nos enfrentamos a un ciudadano de un país extranjero, armado, que ha entrado en nuestro territorio con el propósito de llevar a cabo acciones violentas. ¿Entiende usted?

Demetrios le miró con los ojos muy abiertos.

—Sí —dijo Holness—. Nos enfrentamos a un terrorista.

Guardó unos instantes de silencio para que la idea calara.

—Por lo tanto, no voy a tener ningún problema para conseguir todo lo que necesite. Me han autorizado a desplazarme hasta el norte con una compañía de la Fuerza de Operaciones Especiales, los boinas leonadas, y todo el equipamiento necesario para poner fin a esa amenaza. Nadie nos va a preguntar nada porque incluyamos balas de plata en el equipamiento.

Demetrios sí parecía impresionado.

—¿Lo he entendido bien? ¿Será usted mismo quien se ponga al mando?

Holness abrió la bolsa de la compra. En el interior llevaba un grueso chaleco de combate de color azul marino con un buen número de correas y de cierres de apertura rápida. Lo sostuvo en alto para que Demetrios pudiera verlo.

—Cientos de capas de nilón entretejido. Suficientes para detener la hoja de un cuchillo… o la zarpa de un hombre lobo.

Demetrios silbó al examinar el grueso tejido con los dedos.

—Es estupendo —dijo.

—Pero habría preferido que lo hicieran de color negro. El negro queda bien con todo —dijo Holness.

Luna de plata
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