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Los lobos estaban hambrientos, pero no tenían nada para comer. No había presas.

Al caer la primera de las grandes nevadas, los escasos animales migratorios que se habían rezagado emprendieron el camino al sur. Todos los que se habían quedado estaban acurrucados en sus cubiles a la espera de tiempos mejores, o habían sido lo bastante inteligentes como para marcharse tan pronto como captaron el primer olor de los hombres lobo que andaban por su territorio.

La hembra gris estaba inmóvil en medio de la nieve arrastrada por el viento. No movía nada, salvo el hocico. Lo fruncía en una y otra dirección, en busca de algo, pero no encontraba nada. Detrás de ella, la blanca capturaba con los dientes un insecto que se le había metido en el pelaje de la cola. Tal vez fuese la única proteína del día y estaba dispuesta a saborearla.

El macho corría en círculos, y sus rodeos se volvían cada vez más amplios. Andaba a la búsqueda de cualquier indicio de comida. Cada vez que daba un paso, la hembra gris oía el crujido de la nieve quebradiza bajo sus patas. Estaba convencida de que cualquier presa que se hallara a menos de un kilómetro de distancia lo oiría. Cualquier animal que lo oyese escaparía.

Levantó el hocico hacia el cielo. Captaba el olor de la nieve que se iba acercando. Una tormenta se dirigía hacia ellos, y la loba tan sólo habría querido acurrucarse en algún lugar, bajo tierra, y conservar sus fuerzas. Por algún motivo que no alcanzaba a entender, los otros dos no parecían interesados en hacerse una madriguera. Parecían casi asustados ante la mera posibilidad, y en todas las ocasiones en las que les había indicado un buen lugar donde el suelo no estaba congelado del todo, un lugar donde podían cavar, la blanca y el macho la dejaban sola, se apartaban de ella como si estuviera loca.

La loba no comprendía de qué tenían miedo. No recordaba las semanas que habían pasado en la guarida del oso. Había dormido casi todo el tiempo. Por ello, no comprendía la angustia que sentían los otros, ni en qué medida les acuciaba la necesidad de estar fuera, corriendo y cazando.

El macho dejó de correr en círculo.

No hubo previo aviso. El lobo se detuvo a media zancada, con una zarpa todavía en el aire. Habría podido parecer que su cuerpo se había congelado, salvo por el rabo, que se movía de un lado a otro, lentamente. Cerró los ojos.

Y entonces saltó. Se arrojó hacia adelante, sobre la nieve, y al instante enterró en ella las zarpas y el hocico. Se arrastró sobre el vientre, impulsándose tan sólo con las patas traseras, con la grupa en alto. Entonces se detuvo una vez más. Empezó a menear espectacularmente la cola.

Las hembras corrieron hasta el lugar donde las esperaba. La nieve que cubría el rostro del macho estaba enrojecida por la sangre y desprendía un vaho en el aire frío. Enfrente de éste yacía muerta una criatura pequeña y peluda. El lobo la había atacado con tanta violencia que la hembra gris ni siquiera alcanzó a reconocer qué clase de animal había sido.

No importaba. La loba tenía hambre. Se acercó a comer… y el macho le gruñó. La hembra retrocedió sorprendida. Nunca le había hecho nada parecido.

Con sumo cuidado, casi con delicadeza, el macho arrancó los órganos internos del animal y se los tragó enteros. Luego se alejó de los restos y apartó el rostro para no mirar a las hembras.

La gris miró a su alrededor, preguntándose qué sucedía. Vio que la loba blanca se había sentado sobre sus ancas en la nieve. Se lamía los labios. Esperaba. Esperaba su turno.

La gris no había estado nunca en ninguna jauría. En el tiempo que había pasado únicamente con el macho, no habían sido necesarias las estructuras sociales meticulosamente estratificadas que habían evolucionado entre los lobos a lo largo de millones de años. El elaborado código de normas en virtud de las cuales eran animales sociales y no únicamente bestias primitivas.

Una de esas normas era que todo el mundo tenía que comer… pero en su debido orden. El macho siempre comía primero. Era el alfa de la jauría. La loba gris, en tanto que hembra dominante, podía comer cuanto quisiera de lo que el macho dejara. No ocurriría nada si se lo comía todo, si no le dejaba nada a la blanca. Pero habría sido desconsiderado.

En algunos sentidos, la sociedad de los lobos era tan complicada como la de los humanos.

La sangre había dejado de exhalar vaho cuando se inclinó para comer. La carne empezaba a congelarse. Arrancó unos pocos jirones de tejido muscular del esqueleto del animal muerto, los sostuvo con la boca y se alejó afanosamente para masticarlos a su aire. En cuanto se hubo alejado de la presa, la hembra blanca se arrojó sobre ésta para engullir todo lo que había quedado, incluidos los huesos.

En cuanto hubo terminado, el macho se puso en pie y anduvo de un lado para otro, con el cuerpo tenso, la cola en alto y las orejas enhiestas y alerta. En cuanto hubo captado la atención de las dos hembras, se alejó de la nieve manchada de sangre, en busca del siguiente festín. Las hembras lo siguieron. No tardó en echar a correr, con la cabeza baja y paralela al suelo, y la cola erguida.

La gris corrió para alcanzarle, embriagada del vigor que había inundado sus músculos. Aún estaba maltrecha por su larga convalecencia, y su cuerpo aún la atormentaba allí donde un solo átomo de plata había quedado atrapado en sus carnes, pero casi se había recuperado ya, y de nuevo podía lanzarse a toda velocidad. Cada cierto rato brincaba y hacía cabriolas, aunque no tuviera que saltar rocas, ni raíces de árboles, ni ningún otro obstáculo. Qué bien se sentía al correr. Iba como una centella en pos del macho, con la intención de ganarle en velocidad, con la intención de espolearle para que fuese aún más rápido. Le dio alcance y por fin corrieron el uno junto al otro. Luego ella cobró todavía más velocidad, forzó un poco más las patas…

El macho la embistió por el costado y la derribó. La hembra gris rodó sobre la nieve y, al sacudirse, sorprendida, arrojó copos por el aire. Apoyó las patas delanteras en el suelo y miró al macho con ojos desorbitados.

Éste le gruñó y le enseñó los dientes.

Luego se apartó de ella y echó a correr de nuevo. Más atrás, la blanca se había detenido para no adelantarse a ellos. Daba saltos de un lado para otro con impaciencia, pero no quería acercarse a la gris mientras aún estuviera en el suelo.

En la jauría, el alfa siempre corre en cabeza. Ningún otro lobo le puede avanzar. Tiene que ser el primero en divisar los peligros y las presas, el primero en atacar, el que decide en qué dirección correrán, y ningún otro lobo puede estorbarle en su cometido.

La loba gris se incorporó y le siguió, sin el júbilo de antes. No sabía vivir en una jauría, ni comportarse como una pieza de un mecanismo bien engrasado. Había pagado por su ignorancia.

Pero aprendería. No le iba a costar. Las normas estaban escritas en sus huesos, levantaban ecos en el latido de su corazón. Estaban codificadas en su ADN, en el lugar secreto que se escondía en cada una de sus células. Con el tiempo le resultaría tan natural como respirar.

Pero eso no significaba que no le hubiesen herido sus sentimientos.

Luna de plata
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