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Recogieron sus cosas y se pusieron en marcha hacia el norte, a pie, como siempre. Chey se sentía como si se hubieran pasado la vida entera de camino hacia el norte. No se le cansaban las piernas, no de la manera en que se habrían cansado si hubiese sido humana, pero al cabo de ocho horas sin parar, pensó que se merecía una pausa. Sin embargo, Powell la obligó a recorrer otros dos kilómetros, hasta que de repente, sin previo aviso, le dijo que se detuviera.
Chey no se lo discutió. Se dejó caer sobre una desigual alfombra de hierba amarillenta y se sacó los zapatos. Los dedos de los pies se lo agradecieron.
—Aquí hay algo que tendrías que ver —le dijo Powell, erguido y tieso, como si fuese un guarda forestal y le enseñara una visión panorámica.
Chey respondió con un gruñido.
Powell lo interpretó como una autorización para seguir hablando. Igual que todos los hombres que la joven había conocido, aprovechaba la más mínima oportunidad para soltarle discursos.
—Esto es lo que queda de Fort Confidence —le dijo, mientras daba golpecitos en una roca con la bota.
—¿Aquí hay un fuerte? —preguntó Chey, mirando a su alrededor. No vio nada más que maleza y un par de árboles. En el suelo había dos montones de piedras de contorno rectangular y Chey pensó que parecían demasiado regulares como para tratarse de una estructura natural. Pero había que forzar la vista para percibirlo.
—Lo hubo —explicó Powell—, en la época en que los mercaderes de pieles pasaban por aquí. Julio Verne escribió un libro donde aparecía. Pero el fuerte se quemó. Y lo reconstruyeron. Luego volvió a quemarse. No quedó nada, salvo estas piedras que formaban parte de su chimenea. —Le dirigió a Chey una de sus miradas pensativas—. Eso es lo que sucede cuando los seres humanos tratan de construir en esta tierra. La tierra siempre los derrota.
Chey se mordió los labios y trató de deducir cuál sería la lección que tenía que aprender.
—¿Me estás diciendo que aquí estaremos a salvo? ¿Que no habrá nadie que venga tan al norte tan sólo para molestarnos?
Powell se encogió de hombros.
—Es el lugar más seguro que conozco. Podemos quedarnos aquí al menos durante un tiempo. Levantaremos un campamento. Quizá podamos pasar el invierno antes de que nos den alcance.
—Entonces, crees que nos van a encontrar. Al final, nos encontrarán.
Powell se encogió nuevamente de hombros.
—Tengo más de cien años, Chey, y durante la mayor parte de mi vida he tenido que huir. Si de repente dejaran de perseguirme, me sentiría descolocado. Lo que mejor sé hacer es huir. —Miró intensamente a la tierra que los rodeaba, sobre todo a la pendiente que descendía hasta el lago—. Pero, de todos modos, estaría muy bien si pudiéramos descansar un poco. Construirnos un refugio, encender una hoguera… sentarnos durante un rato y…
Chey aguardó a que completara el pensamiento.
—En la primavera —dijo Powell—, cuando vuelva el calor… podremos dedicarnos a… lo otro.
—¿Aún piensas seriamente en ello? —Había sido un tema de conversación muy común durante su largo viaje al norte. Habían tenido tiempo para hablar sobre muchas cosas mientras caminaban, o mientras volvían sobre sus huellas, en busca de sus ropas, después de que los lobos hubieran aparecido y se hubiesen marchado de nuevo—. Crees de verdad que podríamos curarnos.
Powell le respondió sin mirarla.
—Seguro que sí. Tiene que existir algún modo de poner fin a la maldición. Tiene que haber alguno.
¿A quién se creía que podía engañar? El suelo estaba húmedo y embarrado. Chey se sentó sobre una de las bases de las antiguas chimeneas. El musgo le serviría como cojín.
—¿Cuánto tiempo llevas buscando ese supuesto remedio? ¿Cincuenta años?
—Ya deben de ser setenta.
Chey estaba al corriente de todo lo que Powell había intentado hasta el momento. Él había estudiado las antiguas leyendas sobre hombres lobo y otros seres mutantes en todo el mundo. Había investigado los medios que supuestamente habían empleado otros seres humanos para transformarse en animales, y, lo más importante, para recobrar su humanidad. Había empleado décadas en leer antiguas leyendas y cuentos tradicionales, con la esperanza de encontrar una pizca de verdad en ellos. Se había hecho cinturones de lobo. Cinturones de piel, en unos casos de piel de lobo y en otros, de piel humana que había arrancado de su propio cuerpo, tachonados con clavos de plata que le quemaban cada vez que trataba de tocarlos. Había cultivado las flores de matalobos y acónito púrpura, con la esperanza de poder confeccionar algún tipo de poción que lo liberase de su doble naturaleza.
Pero nada le había funcionado.
—La curación existe —sentenció, sonando como si tratara de convencerse a sí mismo—. Y tiene que estar aquí. La maldición empezó aquí, ¿verdad que te lo dije?
—Un par de veces.
Powell negó con la cabeza.
—En algún lugar de por aquí, en el norte, en el Nuevo Mundo. Sabemos que los primeros licántropos vinieron de aquí. Si encontráramos el lugar donde empezó la maldición, también encontraríamos una manera de curarnos. Tú y yo. Juntos.
—¿Y luego qué? —le preguntó Chey—. ¿Regresamos al sur a pie por este terreno, sin poder contar con los lobos para que nos mantengan con vida? ¿Nos metemos en el primer pueblo que encontremos y nos entregamos, y les decimos: «¡Hola! Somos esos dos que mataron a Bobby Fenech y a los hermanos Pickersgill, pero no pasa nada porque entonces éramos lobos pero ahora nos hemos curado»? ¿Te crees que no nos encerrarían? ¿Te crees que no nos mandarían a prisión?
—Una prisión humana. Donde podríamos vivir sin peligro junto con otros seres humanos. La cárcel no podría ser peor que esta vida de ahora.
Chey lo dudaba. Casi tanto como dudaba que existiese algún remedio, salvo que les dispararan varias veces con balas de plata.
—Si estamos juntos, conseguiremos lo que yo, estando solo, no conseguí. Lograremos… lograremos…
—¿Qué? —preguntó la joven.
—Maldita sea.
Chey reconoció el tono de voz. Había llegado de nuevo la hora. No se molestó en volver a ponerse los zapatos. La luna debía de hallarse justo por debajo de la línea del horizonte y estaba a punto de asomarse al mundo y provocar la transformación. Powell siempre sentía la proximidad del momento, tenía una especie de reloj biológico que le avisaba poco antes. La joven sabía que el margen de error de Powell no pasaba de unos pocos minutos.
Ambos miraron a su alrededor y memorizaron todo lo que pudiera servirles como referencia. Tendrían que regresar al mismo sitio cuando recobraran su forma humana. Sus ropas seguirían allí. Habían acordado esa rutina al iniciar su viaje hacia el norte y Chey la cumplía de manera automática. Pero, igual que tantas otras veces, la joven pensaba también: «acuérdate de cómo ven esto unos ojos humanos». Porque siempre que se transformaba tenía la sensación de que no volvería a ver nada de la misma manera.
—Nos veremos cuando… —empezó a decir Powell, pero se interrumpió, porque la luna asomaba por el este sobre los árboles.
Una luz plateada deslumbró a Chey y la dejó ciega. La joven sintió que su ropa caía al suelo, porque se había vuelto intangible como un fantasma. Y entonces no quedó nada, sólo quedó la loba.