20

La gris estaba malherida. Como era una mujer loba, sobreviviría a las heridas. Pero ni siquiera una criatura sobrenatural que fuera inmune a todos los ataques salvo los de la plata, podría llegar muy lejos arrastrando las tripas por el suelo.

En cuanto hubieron terminado las exhibiciones de sumisión, desapareció entre los árboles, lejos de los demás. El macho no hizo ningún intento por detenerla. Mientras se hallara al alcance de su olfato —esto es, dentro de un círculo de dos kilómetros de radio—, la dejaría en paz. La loba gris tenía que lamerse las heridas, recobrar un poco las fuerzas. Tal vez el macho le llevara incluso algo de comer.

Tal vez… tal vez la loba gris sólo quisiera dormir un rato.

Aquella noche, la luna apenas si había llegado a elevarse por encima del horizonte. No tardó en desaparecer, como una mujer con frío que desaparece dentro de la cama, oculta bajo las mantas, y quedaron tan sólo las estrellas para contemplar el mundo.

Al despertar, la loba gris encontró el mundo cubierto de nieve. Tan sólo un fino polvillo, una capa cristalina que hacía relucir la hierba amarillenta bajo la luz del sol y dejaba los árboles pálidos y densos. Era hermoso, de un modo que una loba no sabía apreciar.

Sobre todo si se sentía tan mal.

El dolor se había transformado. Ya no le cantaba ni le silbaba por las venas. Se había vuelto más intenso, se había convertido en un padecimiento sordo en los huesos que le dejaba las carnes rígidas y renuentes a todo movimiento. Se arrastró hasta la nieve y la lamió para calmar la terrible sed que le agrietaba los labios y le hinchaba la lengua. Ladró y gimoteó débilmente para sí al tiempo que trataba de comprender lo que le había sucedido. Se sentía las patas raras, como si se las hubieran roto y se las hubieran vuelto a articular de una manera distinta. Se había quedado sin pelaje. ¿Acaso la blanca se lo habría arrancado mientras dormía, para vengarse de ella? Los lobos no solían hacer cosas de ese tipo.

Se notaba la cara extraña. El hocico se le había acortado e incluso tenía la sensación de que los dientes se le habían roto y se le habían caído de la boca. Suspiró y se palpó su propio cuerpo, se meció de un lado a otro con miedo y confusión. ¿Qué le había ocurrido? ¿Qué le…?

Chey apretó los párpados con fuerza y luchó contra la criatura que moraba en su cabeza. La loba no quería marcharse. Se había transformado y la transformación le había curado el cuerpo —se tanteó el vientre con una mano y no encontró ni siquiera una cicatriz—, pero la loba aún estaba allí, como una presencia agazapada en lo más recóndito de su cerebro, aullando por que la dejaran salir, desesperada por que regresara la luna.

Cuando trató de hablar, su boca adoptó formas extrañas en torno a la lengua. La garganta vibró y tan sólo emitió un aullido estrangulado. Los dedos se le habían quedado doblados como zarpas y sintió la desesperada necesidad de arañar el suelo, de cavar y enterrarse en la tierra helada. Quería hacerse una guarida, un lugar donde pudiera esconderse hasta que la confusión y la ira desapareciesen.

—B-basta —logró mascullar—. V… v-v-vete…

Vio dentro de sí que la loba le devolvía la mirada. La vio jadear con desesperación. A ella no le gustaba quedarse encerrada dentro del cráneo de Chey. No le gustaba tener cerca a su forma humana.

—¡Lárgate! —chilló Chey.

La loba escondió el rabo entre las patas y se marchó hasta el rincón más oscuro de su ser. Se había ido… por el momento.

Se puso de costado sobre la nieve y, durante un rato, se esforzó tan sólo por respirar, se esforzó tan sólo por existir, por ser una criatura humana dentro de un cuerpo humano.

¿Qué había ocurrido la noche anterior? Normalmente no recordaba nada de lo que había hecho su loba, tan sólo unas pocas impresiones fugaces de imágenes sensoriales que se le escapaban si trataba de examinarlas o de recordarlas con mayor claridad. En esta ocasión se quedó tan sólo con un chillido en los oídos, un eco de dolor fantasmagórico que sabía muy bien que no era real, pero que no podía negarse a oír. Su estómago… había despertado con las manos sobre el estómago, aterrorizada, y había querido asegurarse de que el estómago siguiera en su lugar. ¿Acaso la loba habría resultado herida? ¿Habría tenido lugar un accidente tan traumático que la loba la había obligado a recordarlo, a captarlo con tanta nitidez que la propia bestia había logrado manifestarse dentro de su cuerpo después de que desapareciera la luna?

Mal asunto.

Le dolía todo. Pero, bueno, era la resaca habitual que le provocaban las transformaciones. Estaba acostumbrada a sufrirla. Se habría desvanecido antes de que terminara de desayunar. No la preocupaba. En cambio, sí que la preocupaba el que su loba hubiese tardado en desaparecer. Había estado con ella durante la noche y en las primeras fases de su despertar. Nunca había experimentado nada semejante.

Tendría que preguntarle a Powell. Pero… ¿estaba segura de querer hacerlo? ¿Y si el hombre le confirmaba lo que ella misma había empezado a sospechar a medias? Chey ya no podría negarse a ver la realidad.

«No pienses en ello», se ordenó a sí misma. Piensa en el hambre que tienes. Y era verdad. Tenía un hambre extraordinaria.

Se sentó cuidadosamente y miró a su alrededor. No vio ni rastro de Powell por ningún lugar. Con todo, olió una hoguera de acampada en la cercanía, y la monótona voz de Dzo que canturreaba para sí mismo.

Había llegado el momento de volver a ser humana. De volver a ser Chey.

Luna de plata
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