59

Mientras aguardaban en torno a la hoguera, la agitación de Dzo fue en aumento. A ratos caminaba de un lado para otro, y luego se dejaba caer frente a la llama con un dramático suspiro. A continuación se ponía en pie de nuevo y caminaba una vez más.

—No me lo puedo creer —decía sin cesar—. Tulugaq. Tulugaq tenía que ser.

—Tranquilízate, vejestorio —le dijo Powell, pero Dzo negaba con la cabeza.

—Escúchame —le dijo Dzo—. Tienes que… tienes que andarte con cuidado. Es listo. Es listo de verdad. Te diga lo que te diga, tienes que sopesarlo con mucho detenimiento. Trata de imaginar cuál es el significado real de sus palabras. Y antes de decirle nada… tienes que saber que será él quien decida lo que eso significará para él. Y no será lo que tú quieras que signifique.

—Hemos tratado con otros espíritus maliciosos —dijo Powell—. ¿Recuerdas aquella ocasión en que hablamos con Coyote el Embaucador?

—¿Qué ocurrió entonces? —preguntó Chey.

—Fue hace unos treinta años, cuando estaba empeñado en encontrar una manera de curarme. Sabía ya una parte de lo que nos ha contado Nanuq… que nuestra maldición provenía de Amuruq, la espíritu del lobo. Coyote era su hermano pequeño —le explicó Powell—. Se me ocurrió que tal vez conocería un modo de liberarla. Así que envié a Dzo para que lo encontrase. Y resultó que Coyote vivía en un rancho en Estados Unidos, en Colorado, donde se dedicaba a la cría de ovejas.

—Lo traje hasta aquí para que conociese a Powell —dijo Dzo—. Bebieron cerveza y parecía que todo marchaba bien. Se rieron y se contaron un montón de historias del pasado.

—Nada que me fuera útil, en realidad. Tan sólo historias acerca de la juventud de Amuruq. Pero fue agradable poder charlar con alguien, y también pensé que a Dzo le gustaría pasar unos días con alguien de su especie. Por ello invité a Coyote a pasar la noche con nosotros.

—Craso error —dijo Dzo—. En todas las historias en las que alguien invita a Coyote a pasar la noche en casa, siempre hay que lamentarlo por la mañana.

Powell se encogió de hombros.

—Yo ya sabía que Coyote tenía mala fama, sí. Es lo que los folcloristas suelen llamar un embaucador o trickster: un héroe que supera los obstáculos y derrota las amenazas a las que se enfrenta la comunidad mediante su astucia e inteligencia, y no mediante la fuerza y la brutalidad. Así, por ejemplo, el embaucador de la mitología griega es Ulises. El caballo de Troya es una clásica estrategia de embauco. Es un personaje que se encuentra en todas las culturas. Así, por ejemplo, en África se cuentan historias sobre Anansi, la araña, que…

—Ya lo entiendo. ¿Qué trastada os hizo?

Powell bajó la mirada como si le diera vergüenza contarlo, pero de todas maneras no dejó de sonreír.

—Me imaginé que si estábamos en compañía de otro espíritu, Coyote sabría comportarse. Yo ya estaba bastante borracho cuando me acosté. Por la mañana no encontré a Coyote en casa, así que salí a la puerta principal. Entonces vi que se había llevado todos mis rollos de papel higiénico, los había desenrollado y los había colgado de las ramas de los árboles que había enfrente del edificio.

Chey esperaba que le contara algo más, pero Powell calló. La joven se rió, incrédula.

—¿Y eso es todo? ¿Adornó los árboles de tu casa con papel higiénico?

—También me robó la camioneta —añadió Dzo—. Tuve que perseguirle para recuperarla. Se puso a conducir como un loco por los senderos de leñadores y me desalineó los ejes.

—Qué enojoso —dijo Lucie, poniendo los ojos en blanco.

—Si eso es todo lo que puede hacernos Tulugaq —dijo Chey—, dejaré de preocuparme.

—Oh, no —dijo Dzo con un bufido—. Tulugaq es distinto. Es un embaucador, eso sí, igual que Coyote. Pero tiene un sentido del humor mucho más desagradable. Una vez, en tiempos antiguos, cuando las viejas historias empezaban a ponerse por escrito, me encontré con él. Ni siquiera después de todo este tiempo me gusta recordarlo. —Tembló violentamente—. Era invierno. Tal vez fuera el primer invierno, no lo sé.

—¿En la época de los mamuts y los neandertales? —preguntó Chey.

Dzo puso cara de enfadado al recordar aquellos tiempos.

—Quizá fuera antes. Como siempre digo, el tiempo es algo muy peculiar. Digamos que sucedió hace mucho, mucho tiempo. Y hacía mucho, mucho frío. Y va él y se acerca a mí dentro del agua en la que me había sumergido. Le crujían los dientes y la piel se le había puesto lívida. Y va él y me dice: «¡Eh, rata almizclada!». (Esto fue antes de que los dene me pusieran mi nombre). «¡Eh, rata almizclada! Estoy aterido. Creo que tú estás muy cómodo con ese abrigo de pieles. ¿No te importaría prestármelo un rato?». Me negué, por supuesto, y se lo dije como unas tres veces. Al final me preguntó si tenía suficiente para comer. Le respondí que me costaba, porque todas las plantas estaban heladas. Entonces me dijo que si le prestaba el abrigo durante un rato, iría en busca de comida que no estuviese helada y me la traería. Parecía un buen trato, ¿verdad? Así que le presté el abrigo de piel.

—¿Y te trajo comida? —le preguntó Chey.

—Sí, desde luego. En gran cantidad. Pero era comida que yo no me podía comer. Imagínate, estaba de pie en el agua y sin abrigo que ponerme. Los huesos y lo otro se me helaban con el aire frío. Me iba a congelar como un cubito de hielo. Ni siquiera fui capaz de pedirle que me devolviera el abrigo, porque la lengua se me había helado dentro de la boca. Me dejó allí, de aquella manera, durante varios meses. ¡Fue horrible!

—Ya me lo imagino —dijo Chey.

—Cuéntaselo todo tal como ocurrió —dijo una voz nueva. Se oyó un aleteo—. Te devolví el abrigo tan pronto como hube robado el sol e inventé el verano.

Chey había experimentado tantas cosas raras desde el día en el que se convirtió en mujer loba que no pegó un salto ni echó a correr. Al contrario, se quedó muy quieta y volvió lentamente la cabeza para ver quién había hablado.

Al otro lado de la hoguera, un gigantesco cuervo había descendido sobre la foca muerta. Era grande como un perro y las revueltas plumas de su cuello simulaban una gorguera. Dio un paso adelante sobre sus patas reptilescas y se inclinó para arrancarle un ojo a la foca con su pico afilado y cruel. Chey vio con horror cómo extraía el ojo de su órbita y se lo tragaba entero.

—¿Lo he entendido bien? ¿Esto es para mí? —preguntó el ave con una voz que parecía un graznido.

—Sí, Tulugaq —le dijo Powell—. Gracias por venir.

Luna de plata
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