68

Chey y Dzo caminaron en silencio durante largo rato y recorrieron un buen trecho. La joven tenía prisa por llegar al pueblo y encontrar un ordenador. A Dzo no le costaba mucho seguirle el ritmo, ya que sus pies apenas si se hundían en el polvillo de nieve. Sin embargo, parecía triste, y al cabo de un rato, Chey tuvo que preguntarle qué le ocurría.

—¿Qué te sucede? —preguntó—. Ahora, por fin, estamos sobre la pista. ¿No crees que eso está bien?

—Supongo que sí —dijo Dzo.

—Pues entonces, ¿qué pasa?

El espíritu se encogió de hombros y se cubrió el rostro con la máscara de madera. Chey sabía que eso era lo que solía hacer cuando la rareza de los humanos le resultaba excesiva.

—Estoy muy contento por ti y por Powell —dijo Dzo—. De verdad. Pero es que me pregunto qué sucederá conmigo cuando vosotros desaparezcáis.

—No vamos a desaparecer —le dijo Chey—. Simplemente volveremos a ser humanos.

Dzo se encogió de hombros.

—Sí, claro. ¿Y me permitiríais… me permitiríais que me quedara con vosotros? No sé moverme por las ciudades. Ocurren demasiadas cosas a la vez.

—No creo que nos marchemos a vivir a Toronto —dijo la joven—. Este lugar empieza a gustarme. Bueno, esta tundra no. —Contempló el gélido desierto. No vio nada, salvo una estéril llanura nevada que se prolongaba hasta el horizonte. Más al sur había algunos cerros, pero apenas si quebraban la monotonía—. Regresaremos al Gran Lago del Oso. Puede que de vez en cuando bajemos a Yellowknife para tomarnos una cerveza. Y tú podrás acompañarnos, por supuesto. —Naturalmente, Chey no se creía ese cuadro tan bonito que estaba pintando. Ella y Powell habían hecho cosas tan horribles que lo más probable era que los metiesen en la cárcel tan pronto como pusieran pie en la civilización. Pero pensó que si se comportaban como presos modelo y manifestaban sincero arrepentimiento, al cabo de un tiempo los soltarían—. Viviremos todos juntos, como una familia feliz.

—Claro que sí —dijo él—. Hasta que os hayáis muerto.

Chey se detuvo de pronto.

—¿Qué?

—Volveréis a ser humanos. Y, por tanto, volveréis a ser mortales. —Dzo levantó las manos en alto—. ¿Tú tienes idea del tiempo que ha durado mi vida? ¿Y del tiempo que va a durar todavía? Podríamos decir que viviré siempre. Van a ser muchos, muchos años. Estoy seguro de que vosotros dos me trataréis con mucha gentileza, pero desapareceréis antes de que me haya dado cuenta.

Chey exhaló un suspiro fuerte y prolongado. Entonces se arrojó sobre Dzo y le dio un abrazo. Sus brazos estrujaron cuanto pudieron las pieles con las que se vestía el espíritu. Por un instante, Dzo se quedó inmóvil en brazos de la joven, con el cuerpo rígido, y luego dejó que su cabeza reposara sobre el pecho de ella.

—Te prometo que entretanto nos lo vamos a pasar bien —dijo Chey—. Y… y puede que después te sigas viendo con… ya me entiendes… nuestros hijos.

Ésa sí que era una idea absurda.

Qué raro. Las primeras veces que Powell había hablado de la posibilidad de curarse, Chey había sentido escepticismo. Pero en ese momento la joven creía en la curación… creía plenamente en ella. Estaba convencida de que volvería a ser humana y de que no faltaba mucho para ello.

La loba que moraba en su cerebro aulló contra ese pensamiento, pero Chey estaba de tan buen humor que la mantuvo encerrada dentro de sí.

Se detuvieron al cabo de un par de horas y descansaron un rato, o, más bien, Chey descansó mientras Dzo montaba guardia. Por lo que sabía la joven, Dzo no dormía, ni se cansaba nunca. Chey suponía que ser el espíritu colectivo de una especie de roedores debía de tener sus ventajas.

Cuando empezaron de nuevo a caminar, despuntaba el alba: un proceso largo y prolongado en el que intervenían un gran número de nubes rosáceas. La luz temprana daba a la nieve un fulgor azul fluorescente que hacía que a Chey le burbujeara la cabeza tan sólo con mirar. Pero antes de que el sol hubiera terminado de salir, la joven descubrió las primeras vistas del pueblo.

No parecía gran cosa. Tan sólo un par de docenas de edificios bajos, de planta cuadrada, a medio sepultar bajo la nieve. Los tejados habían quedado ocultos por completo, salvo las chimeneas y antenas de radio que sobresalían de la nieve acumulada. Tenía calles, o, por lo menos, rutas donde alguien había logrado avanzar por la nieve y había dejado sobre ésta los surcos estriados de los neumáticos. En todas las esquinas había una farola encima de un alto poste, y todas ellas proyectaban una luz amarillenta y malsana que se reflejaba en ventanas y témpanos con idéntico fulgor.

Ambos recorrieron con cautela la calle principal del pueblo sin ver ni a un solo ser humano. De vez en cuando oían un retazo de música proveniente de una radio lejana, y en cierta ocasión tuvieron que retroceder y meter los pies en un montículo de nieve para dejar pasar a una ruidosa camioneta. Las cadenas de los neumáticos tintinearon y los faros pintaron las paredes al pasar, pero los restos de nieve adheridos al parabrisas les impidieron ver al conductor.

Chey se alegró de haber llegado tan temprano. Cuantas menos personas encontrasen, menos probable sería que se metieran en problemas. Powell había sido imbécil al decirle que no se lo permitiría, pero, con todo, Chey sabía que no se lo había dicho porque sí. Era una misión peligrosa. Una misión que, en cierto sentido, tenía lugar tras las líneas enemigas. Anduvo con la cabeza gacha, por si alguien la veía desde una ventana, y a medida que caminaban estudió los edificios, ansiosa por terminar con aquello.

No tardó mucho tiempo en encontrar el sitio que buscaban. Era uno de los edificios más grandes del pueblo y tenía una rampa para discapacitados que descendía desde una puerta grande con doble batiente. La fachada del edificio, pintada de color marrón, estaba adornada con un mural hecho a mano en el que aparecía una sonriente familia esquimal, vestida con anoraks y capuchas forradas de piel. En el centro del mural había un cartel grande, en letras de imprenta amarillas, en el que se leía:

PUEBLO DE UMIAQ

(PROVINCIA DE NUNAVUT)

Ayuntamiento

Bomberos

Oficina de correos

Supermercado Northern Store

Centro social

Ambulatorio y

Biblioteca Pública

¡Bienvenidos!

Chey se sacudió la nieve de los pies y entró en el edificio. Dzo fue tras ella.

Luna de plata
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