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La galería fue cambiando a menudo de aspecto durante el descenso. En algunos lugares el techo era tan bajo que Powell y Chey tenían que arrastrarse. En otros se ensanchaba hasta el punto de que cuatro personas habrían podido caminar codo con codo. Era lo bastante recta como para que la luz que entraba desde fuera llegase hasta muy adentro, lo cual estaba bien, ya que, si no, habría reinado la oscuridad más absoluta.
Powell no dijo palabra mientras descendía hacia las entrañas de la tierra. De vez en cuando le hacía algún gesto a Chey para avisarla de que tuviera cuidado con la cabeza, o para instarla a caminar más rápido. Chey trató de mantener el silencio igual que él. Al fin y al cabo, se hallaban en un lugar sacro, y tenía la impresión de que cualquier palabra que dijese perturbaría su antigua y tristísima paz. Pero en un momento dado tropezó con algo y, al caerse, se hizo un doloroso arañazo en la mano con una roca.
—¡Coño! —gritó.
La obscenidad resonó por toda la galería, recorrió el techo y halló respuesta en ecos aún más fuertes que la palabrota original. Powell se volvió y clavó los ojos en la joven. Chey se mordió el labio y miró al suelo para ver con qué había tropezado.
—Oh, Dios mío —dijo, y se apartó de un salto. Había una calavera medio enterrada en el suelo. Descubrió otra pocos metros más allá y se metió el nudillo del dedo índice en la boca para evitar más procacidades.
Si uno prestaba con atención, descubría huesos por todas partes. No sólo calaveras. Costillares, y pelvis, y huesos de los brazos, y buena parte del esqueleto de una mano. Algunos de ellos estaban rotos y desgastados por el tiempo. Otros se deshacían en polvo tan sólo con tocarlos. Los había que parecían recientes. Vio una calavera con mechones de pelo en el cráneo.
—¿Quién… esto no puede ser… esto son los huesos de los últimos sivullir? —preguntó.
Powell frunció el ceño. Agarró una de las calaveras y la examinó con detenimiento.
—No —contestó—. Estos huesos son de hombre lobo.
Chey se quedó mirándole.
Powell se le acercó y le enseñó la calavera que tenía en la mano. La mandíbula se había alargado y los dientes eran puntiagudos y feroces. Pero las cuencas de los ojos parecían humanas y el cráneo era redondo como el de un humano. Era mitad lobo y mitad humano.
—No, eso no es posible —dijo Chey, negando con la cabeza.
Powell enarcó una ceja y le acercó la calavera a los ojos.
—Cuando nos transformamos, pasamos directamente de la forma humana a la de lobo —dijo Chey—. No existe una forma intermedia. Se produce un destello de luz y nos transformamos en un instante.
Powell asintió.
—Lo sé.
—Pues entonces, ¿qué es esa cosa? —preguntó la joven.
Powell colocó la calavera en el suelo, exactamente en el mismo lugar donde la había encontrado.
—Creo que no somos los primeros hombres lobo que han venido hasta aquí para tratar de curarse. Me sorprendería si lo fuéramos. Pero ninguno de ellos lo consiguió. Debe de ser que… esto es lo que te ocurre si lo haces mal.
Entonces, Powell miró con ojos desorbitados, y Chey se sobresaltó. ¿Habría visto algo a espaldas de la joven? ¿Acaso una de las híbridas abominaciones acechaba más atrás con la intención de capturarla, o quizá…?
En ese momento sintió lo mismo que había sentido él. Sintió que Amuruq caminaba desesperadamente una y otra vez de un extremo a otro de su cráneo. Como un animal atrapado en una jaula.
«Hazlo bien —dijo la espíritu del lobo—. Hazlo ahora mismo —le exigía».
Y luego desapareció.
Chey se cubrió el rostro con ambas manos.
—¿Tú también lo has oído?
—Sí —le dijo Powell.
—Está bien.
Sin decir nada más, reanudaron el descenso por el túnel. Cuando llegaron al fondo, la luz escaseaba, pero, por lo menos, un rayo solar extraviado alcanzaba a iluminarlo.
El lugar no era tan grande como Chey había esperado. Tendría unos cinco metros de anchura, con un techo abovedado que le inspiraba una fuerte sensación de encierro y claustrofobia. La bóveda entera estaba pintada con figuras de animales y seres humanos, pero el tiempo y la humedad habían dañado la pintura hasta tal extremo que no se veía nada con nitidez.
El suelo estaba cubierto de huesos. Crujieron bajo los pies de Chey en cuanto ésta entró en el interior. La joven se había visto incapaz de adivinar cuántos esqueletos había esparcidos por tierra. Eran lo único que quedaba en la cueva. No se veían indicios de la magia sivullir. Ni restos de antiguas fogatas, ni siquiera marmitas viejas y rotas. No se veía por ninguna parte el ulu de plata.
—Tiene que estar aquí —dijo Powell—. Eso es lo que dijo Cuervo.
—Es famoso por mentir siempre que tiene la oportunidad —apuntó Chey.
Powell negó con la cabeza.
—Eso ya lo sé, pero miente tergiversando la verdad, no inventándose cosas. El ulu debe de estar por alguna parte. También tendría que haber otra cosa, un zurrón de cuero. —Empezó a remover los huesos, porque si los objetos que había dicho se encontraban allí, debían de estar debajo de éstos—. ¡Ayúdame a encontrarlo todo! No nos queda mucho tiempo.
Chey no quería tocar los extraños y deformes huesos. Se sentía mal tan sólo con mirarlos. Pero Powell tenía razón, buscaban a contrarreloj… la luna no tardaría en salir. Y los soldados acabarían por darles alcance.
Se puso de rodillas y empezó a buscar.