28
—Ya… ya veo hacia donde va todo esto —dijo Chey. La historia que le contaba Lucie la había horrorizado, y sospechaba que ése era, precisamente, el motivo por el que se la contaba. Lucie quería que se estremeciera. Quería aterrorizarla con lo que le iba a ocurrir a ella—. Cuantas más veces se despertaba y cambiaba de forma, más le costaba liberarse de su loba, ¿verdad? Estaba siempre con ella.
—A veces… parecía tan normal… tan humana… salía a pasear con Tavin y hablaban como dos jóvenes normales —dijo Powell. Una profunda tristeza había impregnado su voz—. A veces comíamos juntos y me corregía en cuestiones de etiqueta… me decía qué cuchara tenía que emplear para la sopa. —Suspiró—. Y, de repente, volvía a sucederle. Su rostro cambiaba. Dejaba de hablar. Parecía que perdiera la capacidad de hablar. Miraba su alrededor, como si no tuviera ni idea de dónde estaba, y fruncía los labios para gruñir. Era como si su cerebro quisiera transformarse, aunque el cuerpo no estuviese preparado.
—Cuando la luna aún se encontraba por debajo del horizonte —apuntó Lucie—. Tú ya sabes lo placentera que es la transformación. Convertirse en esa criatura, tan poderosa, tan segura de sí misma. La vida humana de Élodie no podía compararse con la de la loba. Era un laberinto de confusiones y pequeños dolores. Cada pequeño disgusto, todas las frustraciones que sentía la empujaban a huir en busca del consuelo y la paz que tan sólo conocen nuestros lobos.
Powell se aclaró la garganta. Antes no había querido contar la historia, pero en ese momento parecía que quisiera aligerársela del pecho.
—Lo disimulamos como pudimos. El conde tenía algo muy claro: seríamos bienvenidos en su casa en tanto que ninguno de sus huéspedes pudiera sospechar que su hijo padecía alguna anomalía.
»No fue fácil. En la medida de lo posible, impedimos que Élodie pudiera encontrarse con el conde o con sus criados humanos. Sobre todo a la hora de comer. Élodie no soportaba que nadie le tocara la comida, excepto nosotros dos. Si uno de los criados trataba de retirarle el plato antes de que se tragara el último bocado, enloquecía y le mordía el brazo. Si alguien era tan torpe como para dejar caer un tenedor sobre el enlosado del castillo, el ruido la impulsaba a correr hasta el terreno de caza, y una vez allí se desnudaba y corría a gatas todo lo bien que podía.
»Tavin fue nuestro gran aliado en ese engaño. Cuando su padre le preguntaba por qué Élodie no cenaba con ellos, o por qué la ropa le quedaba tan mal sobre el cuerpo, el muchacho se inventaba mil excusas, o simplemente le decía que la joven prefería pasar el tiempo a solas con él. Creía ciegamente en el amor de Élodie, en el futuro que iban a compartir.
»Pero llegó el momento en el que no pudimos fingir más. Hubo un baile, una ocasión formal. Asistieron invitados de gran importancia. Toda la avant garde a la que el conde pretendía impresionar: herederas millonarias norteamericanas, estrellas de los cabarés de Berlín, un primo del zar de Rusia que pretendía reunir un ejército y recobrar el país de manos de Lenin. Los coches que aparcaban frente al castillo no se parecían a nada que hubiéramos visto: máquinas veloces y elegantes que rezumaban potencia. En ocasiones, el atavío de los invitados era osado, o provocativo, pero siempre chic. Los criados… ¡cuántos criados llevaba consigo aquella gente extraordinaria! ¡Eran tantos que tuvieron que edificar una ciudad de tiendas de campaña para ellos frente a los muros del castillo! Parecía como si una galaxia descomunal, centelleante de luz y color, hubiera descendido sobre nuestro pequeño mundo en el campo. La música sonaba sin cesar. ¡Jazz! Hot jazz, de un tipo que nunca habíamos oído. Nos inflamaba la sangre. Enardecía todas nuestras pasiones.
»Y eso fue un problema —dijo Powell, con una voz que parecía un suave gruñido. Aquella parte de la historia no le gustaba—. El conde les había hablado de nosotros a sus huéspedes. Pero no se lo había contado todo. No tenían ni idea de lo que nos ocurriría en cuanto todos ellos se hubieran marchado y saliera la luna. Pero sí les había insinuado que éramos presa de una maldición misteriosa y ancestral. Un pasado oscuro del que no se podía hablar en voz alta. Y eso implicaba que todos ellos quisieran conocernos y hacernos preguntas. Todos los hombres querían bailar con Lucie y con Élodie. Las mujeres trataban de seducirme. Por ello, no había ya lugar para excusas. Élodie tenía que presentarse en la fiesta, por muy «indispuesta» que se encontrara, por mucho que insistiera en que tenía que descansar.
—Y también estaba obligada a asistir por otro motivo, un motivo que nadie nos había contado. Élodie no había hablado de ello. Con nosotros, no —dijo Lucie.
—Tavin le había pedido en matrimonio. Y ella le había dicho que sí.
—No puedes imaginarte la presión que tuvo que soportar la pobre Élodie —insistió Lucie—. Ella misma sabía que no sería posible. Pero, con todo, no rechazó a su amado. Estaba previsto que se anunciara el compromiso durante el baile, ante Dios y ante todas las personas dignas de saberlo. Élodie y Tavin habían de bailar por primera vez. Sí, tenía que ser una gran noche.
—Me imagino que la cosa no salió bien —dijo Chey.
—No —le confirmó Powell.
—Hicimos cuanto pudimos —le dijo Lucie—. Nos pasamos el día entero con ella. Le calmamos los nervios, apaciguamos sus pequeños miedos. Le dimos ánimos a la criatura humana que aún vivía en su interior. Luego la ayudamos a ponerse un vestido muy lujoso, aunque algo pasado de moda, y un par de zapatos de baile de satén, y la acompañamos hasta el salón. Cuando la anunciaron, hizo una perfecta reverencia y todo el mundo aplaudió su entrada. Mientras un célebre músico interpretaba su composición más reciente al piano, la apartamos de la muchedumbre y le dijimos que lo estaba haciendo muy bien. Que estábamos muy orgullosos de ella y que era una compañera perfecta para nosotros dos. Que muy pronto abandonaríamos el castillo e iniciaríamos una nueva vida en común que sería más fácil para ella.
—Siempre me he preguntado si fue por eso —explicó Powell—. Creo que su parte humana quería quedarse allí. Quería casarse con Tavin.
—Eso es impensable —insistió Lucie—. Élodie era nuestra.
Powell no hizo otra cosa que encogerse de hombros. Chey sabía que, de haber podido, el hombre habría buscado una manera de cortar las ataduras de Élodie y permitirle que fuera feliz.
—Mientras sonaba la música y los sirvientes estaban muy atareados en servir una cena ciertamente lujosa. Había ostras y canapés, y un centenar de variedades de embutidos, y muchos platos de pescado, y, por supuesto, un monumental asado de caza.
»Élodie dijo que la música le dolía en los oídos. A decir verdad, era una composición atonal, en el estilo más avanzado de la época. No tenía melodía de ningún tipo, tan sólo acordes atrevidos y disonantes, y súbitos cambios de tempo. Élodie nos preguntó si le permitiríamos retirarse al excusado.
—Al baño —tradujo Powell, y Chey asintió, agradecida por la aclaración.
Lucie arrugó la nariz, pero prosiguió con su narración.
—Escuchamos el resto de la pieza y aplaudimos cortésmente. Estábamos a punto de ir a buscarla y traerla de nuevo al salón cuando Tavin dijo que tenía algo que anunciar. Ya te puedes imaginar de qué se trataba. Pero no tuvo oportunidad de decir las palabras. Nos preguntó dónde estaba Élodie, y cuando tratamos de frenarle, se echó a reír y nos dijo que se la trajéramos de inmediato. Me volví hacia el conde. Tenía la cara congestionada y me di cuenta de que se había enfurecido. Por supuesto que me preocupé mucho.
»En ese mismo momento, se oyó un ruido en el gran salón. Un sonido tan lúgubre como un toque de campanas por los difuntos.
»Tal vez habríamos podido esconder lo que ocurrió a continuación si hubiéramos actuado con la suficiente rapidez. ¡Ay!, tuvimos que quedarnos donde estábamos, horrorizados, y fingir que no sucedía nada, mientras todos los que se encontraban en el salón oían gruñidos y un crujir de dientes. Todo el mundo corrió hacia allí para ver lo que pasaba. No pudimos detenerlos. Todos los millonarios, pintores, trompetistas de jazz, criados, el conde, Tavin… todos ellos lo presenciaron. Vieron a nuestra Élodie agazapada sobre la mesa como un animal, desgarrando el venado con los dientes. Las manos y el pecho le quedaron cubiertos de grasa y pringue. Su vestido estaba hecho jirones por el suelo. Pero aún llevaba puestos los zapatos de satén.
»Huelga decir que el baile se suspendió. Se ordenó que todo el mundo volviera a casa, los criados abandonaron su ciudad de tiendas de campaña, los intelectuales y artistas se amontonaron en grandes coches. A algunos les pagaron para que no contasen a nadie lo que habían visto. Había otros que lo contarían, pero no era probable que les creyeran del todo. Corría el año 1921, una época de grandes agitaciones en esa parte de Europa, y circulaban muchas historias imposibles de creer. En cuanto a nosotros… el conde nos lo dijo bien claro.
»Habíamos deshonrado su casa. Habíamos abusado de su generosidad. Y lo peor de todo: le habíamos roto el corazón a su amado hijo. Tavin había huido a su habitación en la torre y se había encerrado en ella, y pasó varios días sin salir. Los criados que le dejaban la comida a la puerta decían que le oían llorar, y les pareció que gritaba el nombre de Élodie cada cierto tiempo, a veces con desesperación, a veces para maldecirla y condenarla.
»El conde no podía aceptarlo. Al fin, tomó una decisión. Metieron a Élodie en el terreno de caza, desnuda, y la dejaron allí encerrada. No nos permitieron que fuéramos por ella. No se le permitió a nadie.
—Nadie volvió a dirigirle la palabra —explicó Powell—. No volvió a vestirse. Ni se peinó. Ni pudo encender una hoguera cuando hacía frío. —La emoción le ahogaba la voz. Era evidente que, de una u otra manera, Powell había querido a Élodie. ¿Acaso se habría enamorado de ella? Chey no tenía manera de saberlo—. No es de extrañar que, al cabo de una semana, su mente humana hubiera desaparecido. Se hundió en lo más profundo. No quedó nada de ella, salvo una loba, una loba incapaz de comprender por qué se pasaba la mitad de su vida en un cuerpo que odiaba. La oíamos aullar día y noche. Oíamos sus chillidos. —Se volvió para que Chey no le viera el rostro, ni siquiera lo poco que podía ver en la penumbra que reinaba en el cubil.
Lucie se acercaba al final de la historia e iba creciendo la emoción en su voz.
—Al final, no hubo otro remedio que…
—Cállate —le ordenó Powell.
—Pero, cher, déjame…
—¡No! Has terminado. Yo no creo que tengas que oír el resto, Chey. No tiene nada que ver contigo. Y yo no pienso escucharlo.
—¡No! Sigue, quiero saberlo. Tengo que saber cómo terminó la historia —insistió Chey—. A mí me va a pasar lo mismo.
—Al final estaba loca y aullaba sin cesar —dijo Powell—. Lo que sucedió luego no tiene ninguna importancia.
—Al final no quedó otro remedio —dijo Lucie, como si Powell no hubiera abierto la boca— que matarla para poner fin a su sufrimiento.