XXII. Conclusiones
Es posible encauzar ríos y mover montañas. Más difícil es cambiar el carácter de un hombre.
PROVERBIO CHINO
La combinación de nuestra herencia genética y la programación que tiene lugar a lo largo de nuestro desarrollo intrauterino hace que vengamos al mundo con un cerebro único donde ya están determinados en gran medida nuestros talentos, características y limitaciones. Eso no sólo afecta nuestro CI, al hecho de ser madrugadores o noctámbulos, a nuestro nivel de espiritualidad, a nuestro comportamiento neurótico, psicótico, agresivo, antisocial e inconformista, sino también a la probabilidad de desarrollar enfermedades mentales como la esquizofrenia, el autismo, la depresión y las adicciones. Una vez convertidos en adultos, existen muchas limitaciones para moldear nuestro cerebro y nuestras características ya están fijadas. La estructura de nuestro cerebro que ha ido evolucionando de ese modo determina su función: somos nuestro cerebro.
A causa de nuestro legado genético y de todos los factores que han ejercido su efecto permanente sobre el temprano desarrollo de nuestro cerebro estamos llenos de «limitaciones internas» y, por lo tanto, no somos libres para decidir cambiar de identidad de género, de orientación sexual, el nivel de agresividad, el carácter, la religión o la lengua materna. No se trata de un concepto nuevo, ahí me hallo en buena compañía. Spinoza ya lo defendió en su Ética (parte III, proposición 2): «Así el niño cree que le apetece libremente la leche, el muchacho irritado, que quiere libremente la venganza, y el tímido, la fuga. […] Y asimismo el que delira, la charlatana, el niño y otros muchos de esta laya creen hablar por libre decisión del alma, siendo así que no pueden reprimir el impulso que les hace hablar». Esas características no pueden cambiarse. Darwin llega a esa misma conclusión en su autobiografía, donde afirma: «[…] que la educación y el entorno producen un pequeño efecto sobre la mente de cualquiera, y que la mayoría de nuestras cualidades son innatas».
Esa visión contrasta con la creencia de los años sesenta y setenta del siglo pasado en la posibilidad de moldear el mundo. Las diferencias sexuales que se manifiestan en el comportamiento se atribuían entonces a la sociedad machista imperante, y al hecho de que las mujeres tuviesen el doble de probabilidades de padecer depresiones se explicaba porque tenían una vida más dura. Dado que era el entorno social el que causaba esos problemas, había esperanzas de poder cambiarlos. Pero la fe en el progreso y la importancia que se atribuía al entorno social en ese período también tenía su lado oscuro. Si algo iba mal, las culpas solían recaer en la educación y sobre todo en las madres. Una madre dominante era la responsable de la homosexualidad de su hijo, una madre fría tenía un hijo autista y los mensajes contradictorios podían provocar la esquizofrenia en el niño, que «debía ser salvado de las garras de esa familia perniciosa». Los transexuales eran psicóticos, la criminalidad se debía a las malas influencias, las modelos delgadas desataban una epidemia de anorexia nerviosa entre las jóvenes, y los abusos y el abandono infantil causaban trastornos límite de la personalidad. Hoy en día casi ninguna de esas ideas ha quedado en pie.
El hecho de que muchas de nuestras características, posibilidades y limitaciones estén fijadas en nuestro cerebro cuando aún estamos en el útero materno no significa naturalmente que nuestro cerebro esté «acabado» al nacer. Éste sigue desarrollándose en el bebé bajo la influencia de un ambiente cálido, seguro y estimulante, durante el aprendizaje continuo, también de la lengua materna, y por el adoctrinamiento de las creencias religiosas del entorno. Y también en este caso, al igual que en el útero, no se trata del cerebro o del entorno, sino de la estrecha interacción entre ambos. Sin embargo, lo esencial es que cuanto más temprana es la influencia del entorno en el desarrollo cerebral, más fuertes y duraderos son sus efectos; cuanto más desarrollado esté el niño, menos características podrán fijarse aún en su cerebro. El carácter, o sea, nuestros rasgos fijos, van manifestándose cada vez con mayor claridad a lo largo del desarrollo. Es evidente que lo que aprendemos lo vamos almacenando en nuestros sistemas de memoria. Ahí sigue habiendo cierta forma de plasticidad. Por otra parte, después de la primera etapa del desarrollo, la sociedad sigue influyendo en nuestro comportamiento, pero no en nuestro carácter. Los cambios de conducta que psicólogos clínicos y psiquiatras logran, a menudo con grandes esfuerzos, no anulan los problemas de carácter fruto de nuestro temprano desarrollo. No en vano el término «carácter» significa «inscrito». Sin embargo, esos cambios sí pueden conseguir que las personas con trastornos de personalidad aprendan a sobrellevarlos.