II.6. Recuerdos intrauterinos

Y aconteció que cuando Isabel oyó el saludo de María, el niño saltó de alegría en su seno.

LUCAS 1, 41

Los circuitos cerebrales necesarios para la memoria maduran en los primeros años de vida y por lo general nuestros recuerdos conscientes empiezan a la edad de cuatro años. Pero hay excepciones. Algunas personas tienen recuerdos muy detallados que se remontan de forma demostrable a una edad anterior a los dos años. Eso no quiere decir que la información sobre el mundo exterior no deje huella en el cerebro del niño antes de esa edad. El feto ya reacciona a los estímulos del mundo exterior en el útero, pero eso no demuestra que conservemos recuerdos de ese período. ¿Nacemos como una hoja en blanco, una tábula rasa, como el filósofo inglés John Locke pensaba, o con un tesoro lleno de recuerdos del mejor momento de nuestra vida, como quería hacernos creer el pintor Salvador Dalí?

No faltan las especulaciones acerca del bagaje mental con el que llegamos al mundo y la influencia que el período intrauterino podría tener en nuestra vida. En Estados Unidos se han creado «universidades prenatales», donde la madre aprende a interactuar con el feto. Efectivamente, la vida intrauterina determina las probabilidades que uno tiene de padecer muchas enfermedades psiquiátricas, como la esquizofrenia y la depresión. Pero algunos terapeutas van demasiado lejos al afirmar que los malos recuerdos del período fetal constituirían la base para otros problemas psiquiátricos muy específicos. Un parto con fórceps o el dolor que el feto experimenta durante el nacimiento serían la causa de un dolor de cabeza en la vida adulta. Los problemas obstétricos y ginecológicos de la mujer tendrían su origen en el sentimiento de no haber sido querida al nacer por el hecho de ser mujer. El deseo de tener relaciones sexuales con las manos esposadas se remontaría, según esas personas, a haber sufrido la estrangulación del cordón umbilical durante el parto, y el miedo a ser destruido sería la consecuencia de un parto lento y doloroso por la estrechez pelviana de la madre. Por fortuna, esos mismos terapeutas afirman que una terapia de regresión encuentra infaliblemente el origen del problema y, según aseguran, en cuanto uno conoce el origen de su problema, éste se soluciona por sí solo. En un estudio judicial se compararon 412 suicidios de alcohólicos y drogadictos con 2.901 controles. Se estableció una relación entre sucesos perinatales y un comportamiento autodestructivo. Los suicidios por ahorcamiento se asociaron a una falta de oxígeno durante el parto, los suicidios violentos tenían su correlato en algún trauma mecánico del nacimiento y la adicción de las víctimas se relacionó con la administración durante el parto de sustancias adictivas, como los analgésicos. En una investigación independiente llevada a cabo recientemente en los Países Bajos no se halló ninguna relación entre las sustancias opiáceas suministradas durante el parto para calmar el dolor y la adicción que el niño pudiera desarrollar de mayor. Siento mucha curiosidad por conocer la confirmación de las otras correlaciones.

Salvador Dalí no necesitaba ningún análisis de regresión ni del psicoestimulante ácido lisérgico (LSD) para acordarse con todo detalle de su vida intrauterina. «El paraíso intrauterino tenía el color del fuego del infierno, es decir, rojo, anaranjado, amarillo y azulado; sobre todo era blando, inmóvil [?], caliente, simétrico, doble, pegajoso. Y la visión más espléndida, más impresionante, era la de un par de huevos fritos con el borde fosforescente en una sartén. Para ello me basta con adoptar la posición característica del feto, cerrar los ojos, apretar mis puños, y vuelvo a verlo todo ante mí». Esos huevos fritos aparecen en diversas pinturas de Dalí. Ciertamente, el feto humano reacciona ante la luz a partir de la vigésimo sexta semana de gestación. Pero aunque la madre de Dalí se hubiese puesto a tomar el sol en biquini durante su embarazo, algo poco probable, el pequeño Salvador no habría podido observar más que un difuso resplandor anaranjado. Los recuerdos visuales detallados parecen, pues, un privilegio surrealista.

No obstante, otras modalidades de memoria fetal se encuentran en diversas especies. Parece útil que el embrión de un pájaro conozca la llamada de sus padres estando aún en el huevo, y en el caso de los seres humanos el lazo entre la madre y el bebé se crea ya durante el embarazo a través de la voz materna. En los humanos se ha constatado la existencia de recuerdos fetales mediante experimentos con tres paradigmas: habituación, condicionamiento clásico y aprendizaje por exposición. La habituación es la forma más simple de memoria, que consiste en la disminución de la respuesta ante un estímulo repetido. La habituación está presente en el feto humano ya desde la semana vigésimo segunda de gestación. El condicionamiento clásico se manifiesta en el feto humano tras treinta semanas de embarazo. Un ejemplo de estímulo condicionado serían las vibraciones, y de estímulo no condicionado, un tono alto. La pregunta que se plantea es en qué nivel del sistema nervioso se produce esta forma de aprendizaje. En vista de que fue posible condicionar así a un feto anencefálico (es decir, que carece de cerebro), cabe pensar que esa forma de aprendizaje se produce en el nivel de la médula oblongada o de la médula espinal. Mucho más interesante fue observar el fenómeno del aprendizaje por exposición, que demostró que cuando una mujer embarazada siempre se relajaba con una determinada música, al cabo de un tiempo el feto empezaba a moverse en cuanto sonaba la melodía. Después del nacimiento, al escuchar la misma música, el bebé dejó de llorar y abrió los ojos. Oír la voz de la madre podría tener un papel en el desarrollo del lenguaje en el feto y en la creación de un lazo entre madre e hijo. Los recién nacidos prefieren la voz de la madre, sobre todo si se oye deformada, como sonaba cuando estaba en el seno materno. Además, el bebé es capaz de reconocer un cuento que la madre le hubiese leído repetidamente durante el embarazo. Esa memoria fetal para los sonidos no carece de peligros. Los recién nacidos reaccionan claramente al oír la melodía de la telenovela que la madre solía ver durante el embarazo. Cesan de llorar y escuchan atentamente la conocida música del serial al que estaba enganchada su madre durante la gestación, y cabe preguntarse si de mayor tampoco podrá vivir sin esa clase de programas. La gran sensibilidad que el niño demuestra hacia las melodías ya en el útero explicaría por qué los bebés franceses lloran con un tono más agudo, mientras que los alemanes adoptan un tono más grave, imitando la entonación estándar de ambas lenguas. ¿Podría ser la primera manifestación de una inclinación por la música?

El niño también tiene recuerdos prenatales de estímulos olfativos y gustativos. El olor de la madre es reconocido de inmediato después del nacimiento, lo que posiblemente sea importante para que se produzca la lactancia con éxito. En términos generales, un recién nacido manifestará aversión hacia el olor del ajo, pero, si la madre solía tomar ajos durante el embarazo, la aversión del niño desaparece. ¡Por lo visto, las diferencias culinarias entre franceses y holandeses tienen una base intrauterina!

En conclusión: existe una memoria fetal para los sonidos, las vibraciones, los sabores y los olores. Así que en principio parece posible estropear el cerebro de nuestros hijos no sólo fumando, bebiendo y exponiéndolos a medicamentos y drogas, sino también viendo malos programas televisivos. No estaría mal tomar un buen libro de vez en cuando y leérselo al feto en voz alta con la esperanza de que al menos la próxima generación recupere el gusto por la lectura. Una idea que, por otra parte, no es nueva: en el Talmud ya se hablaba en el 200-600 d. C. de programas de estimulación prenatal. En suma, quedan muchas tareas que pensar para la «clase más pequeña», la del seno materno. Con todo, los recuerdos intrauterinos no son detallados y por lo que sabemos hasta ahora sólo se conservan durante varias semanas y no durante toda la vida, como algunos terapeutas y Salvador Dalí pretenden hacernos creer.

Somos nuestro cerebro
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