Danielle Steel

Se sentaron en la cama y se besaron. Luego, Allie sacó de la bolsa su estuche del aseo y fue a lavarse los dientes. Después se desnudó y se puso el camisón de blonda que había traído.

Había elegido cuidadosamente la ropa que pensó que convenía llevar para ir a casa de la madre de Jeff: una bata muy discreta de estar por casa; unos pantalones blancos de hilo y una blusa de seda de vivos colores; un traje sastre blanco, y uno negro por si el sábado por la noche hacían algo especial; traje de baño, shorts, camisetas y un vestido con falda-pantalón muy recatado. Le parecía de lo más respetable. No tenía ni idea de los gustos de la señora Hamilton.

Aunque, a juzgar por su fotografía, debía de ser muy anticuada. No se atrevió a decírselo a Jeff, pero estaba muy preocupada.

Al meterse en la cama notaron que las sábanas, de hilo y con flores bordadas, estaban un poco húmedas. Era normal en todas las casas de la costa. Jeff estaba encantado de que Allie estuviese allí con él. Pero no quiso inducirla a hacer el amor. La pobre estaba agotada y, además, el silencio era tan absoluto que él no quiso arriesgarse a que los oyesen. Se limitó a abrazarla hasta que ambos se quedaron dormidos, tan profundamente que no despertaron hasta las nueve y media.

Jeff había pensado levantarse al amanecer pero el propósito quedó sólo en buenas intenciones. Allie seguía como un tronco. Si salía para ir a su dormitorio tenía muchas probabilidades de tropezarse con su madre, pensó Jeff.

Pero decidió arriesgarse. Se asomó al pasillo antes de salir y luego, como un chico travieso, echó a correr pasillo adelante y se metió en su dormitorio como una exhalación. Aunque temía haber hecho ruido suficiente para que toda la casa se enterase. Y en efecto: al cabo de unos segundos se presentó su madre en su habitación. Él acababa de ponerse el batín y de descorrer la cremallera de su bolsa.

—¿Qué tal has dormido, cariño? —le preguntó la señora Hamilton.

Jeff se dio la vuelta y vio a su madre con un vestido floreado y sombrero de playa. La verdad era que para una mujer de su edad tenía muy buen aspecto.

Había sido muy hermosa. Pero de eso hacía ya mucho tiempo y sus ojos carecían de calidez incluso cuando miraba a su hijo. Era una persona distante y no podía evitar que se le notase en todo momento.

—Hola, mamá —la saludó Jeff, y se acercó para abrazarla.

Eran muy distintos. Jeff era cordial y simpático como su padre. Pero su madre era una yanqui de pies a cabeza.

La boda

—Siento que llegásemos tan tarde anoche. Pero con la diferencia horaria es muy difícil llegar antes. Los dos teníamos compromisos inaplazables esa mañana.

—No importa. No os he oído llegar —dijo la señora Hamilton sonriente. Al reparar en que la cama estaba sin deshacer, porque con las prisas Jeff había olvidado alborotarla, lo miró risueña—. Veo que has hecho la cama. Así me gusta que se comporten los invitados —bromeó.

—Gracias, mamá —dijo él haciéndose el tonto, porque sabía perfectamente que su madre no hablaba en serio.

—¿Dónde está tu prometida?

—No sé. Todavía no la he visto —mintió él—. ¿Quieres que vaya a despertarla?

Ya eran casi las diez y Jeff sabía que a su madre no le gustaba que sus invitados se pasasen toda la mañana en la cama.

—Como prefieras —repuso su madre.

Jeff fue a la habitación de Allie y llamó discretamente con los nudillos mientras su madre lo observaba. Y al cabo de unos momentos apareció Allie en bata. Iba descalza pero se había cepillado el pelo. Irradiaba juventud y belleza. Se acercó a saludar a la señora Hamilton. Le estrechó la mano y le sonrió a Jeff.

—Soy Allegra Steinberg —se presentó.

La madre de Jeff permaneció unos instantes en silencio. Luego asintió con la cabeza y examinó a Allie de arriba abajo.

—Has sido muy amable en venir esta vez a verme —dijo la señora Hamilton con perceptible frialdad e ironía. No se abrazaron ni se besaron. Ni hicieron tampoco la menor mención a la inminente boda.

—Sentimos mucho no haber podido venir la otra vez —se excusó Allie, no con tanta frialdad como la señora Hamilton pero con igual distancia—. Nos fue imposible.

—Ya me lo contó Jeff. Bueno... parece que vamos a tener un día caluroso — dijo la mujer mirando hacia el mar. El cielo estaba completamente despejado, y sin duda sería un día caluroso—. Tal vez os apetece ir a jugar al tenis al club antes de que apriete el calor.

A Jeff no le apetecía en absoluto.

—No, mamá. Hemos venido para estar contigo. ¿Quieres que te hagamos Danielle Steel

algún recado esta mañana?

—No, gracias —repuso ella con sequedad—. Almorzaremos a mediodía. O

sea que no creo que te apetezca desayunar a esta hora, Allegra. Pero en la cocina tenéis café y té, cuando os vistáis.

O sea, en otras palabras: abstente de rondar por mi casa en bata.

La señora Hamilton era de esa clase de personas cuyos mensajes se captaban al vuelo. Nada de quedarse en la cama toda la mañana. Nada de dormir con mi hijo bajo mi propio techo. Nada de familiaridades. Había que guardar las formas.

 

Media hora después, cuando ya estaban en el salón, correctamente vestidos, Jeff trató de justificar la actitud de su madre.

—Al principio mi madre es siempre un poco fría —dijo Jeff—. No sé si es por timidez o por su carácter. Pero tarda en intimar con las personas.

Allie llevaba ahora unos shorts rosa con camiseta a juego y zapatillas de deporte.

—Me hago cargo —dijo sonriéndole cariñosamente—. Además, puede que no le haga mucha gracias que te cases, por temor a perderte.

—Yo en su lugar lo consideraría un alivio —bromeó Jeff—. Se ha pasado la vida riñéndome.

Fueron a desayunar a la cocina y encontraron a la señora Hamilton dándole instrucciones a Lizzie, su vieja cocinera irlandesa.

Lizzie llevaba con ella más de cuarenta años y se atenía al pie de la letra a todo lo que ordenaba la señora Hamilton, que había decidido el menú: ensalada de gambas y gelatina de tomate; empanadillas y flan. No podía ser más yanqui.

—Almorzaremos en el comedor del jardín —anunció.

—Pero no te compliques demasiado, mamá —le dijo Jeff cariñosamente—.

Somos de la familia, no invitados.

Su madre no replicó pero le dirigió una mirada glacial.

Después de desayunar un panecillo con mantequilla y café, Jeff le enseñó la casa a Allie. Luego pasearon un rato por la playa.

El paseo le vino bien a Allie para relajar la tensión. Porque la señora La boda

Hamilton no podía haber estado más esquinada. Era de esas personas que crea mal ambiente allá donde esté. Pero Jeff no parecía percatarse de ello, como si considerase que su frialdad y rigor espartano eran lo normal. La única explicación era el puro hábito. Pero Allie no podía comprender que Jeff se mostrase tan cariñoso y solícito con una madre que era como un iceberg.

Al volver a la casa, la señora Hamilton los aguardaba en el porche. Encima de una mesa había dos jarras, una de té helado y la otra de limonada. No había vino, ni rastro de bebida alcohólica, aunque no era eso precisamente lo que Allie podía echar de menos.

Se sentó en uno de los viejos sillones de mimbre y habló con la señora Hamilton acerca de la casa. La madre de Jeff le explicó que la habían heredado hacía cuarenta años de una tía de su esposo. Jeff había ido allí casi todos los veranos desde pequeño, explicó.

—Algún día será suya —añadió—. Pero estoy segura de que la venderá — concluyó con cara de circunstancias.

—¿Por qué? —preguntó él, molesto porque lo considerase desapegado con el patrimonio familiar.

—Porque dudo que vuelvas a vivir en Nueva York —repuso la señora Hamilton—. Vas a casarte con una californiana, ¿no? —añadió en un tono acusatorio que no dejaba lugar a buenos auspicios.

—Todavía no sé dónde vamos a vivir —contestó él diplomáticamente para no herir los sentimientos de su madre.

Allie no salía de su asombro. Aquella mujer parecía embutida en una armadura. Jamás había conocido a una persona semejante. ¡Qué distintos eran sus padres!, pensó.

—Habré terminado la película en septiembre, antes de la boda. Pero empezaré otra enseguida. De modo que no sé adónde iremos —dijo Jeff, que al ver que Allie le dirigía una mirada de perplejidad le sonrió.

¿De qué demonios hablaba Jeff?, se preguntó Allie. Ella tenía su trabajo en Los Ángeles y, prácticamente, la rama del derecho que había escogido sólo la podía ejercer en Hollywood. Jeff lo sabía de sobras. Pero sus comentarios no parecían afectar lo más mínimo al talante de la señora Hamilton.

Minutos después, Lizzie se asomó al porche para anunciar que el almuerzo estaba listo y todos fueron a sentarse a la mesa. Apenas se habló desde el primer Danielle Steel

plato al postre, pese a los intentos de Jeff y Allie para hilvanar una conversación.

La señora Hamilton comía de un modo tan envarado que parecía haberse tragado un paraguas.

 

No hubo sobremesa. Nada más terminar el postre la señora Hamilton se levantó y se retiró a su dormitorio. De modo que ellos optaron por dar un paseo por la playa.

—¿No habrás dicho en serio que aún no sabes dónde vamos a vivir? —dijo Allie.

—No, mujer —la tranquilizó Jeff.

—Es que mi trabajo no es como el tuyo; no puedo llevármelo a cualquier parte —le recordó ella, pese a que intuía que Jeff sólo lo había dicho para animar a su madre.

—No he querido que crea que casarme significa que voy a abandonarla.

Pero lo cierto es que podrías ejercer en Nueva York si quisieras. No faltan actores y actrices en Broadway, ni músicos.

—Ya. Sé realista, Jeff. Mi mundo está entre la gente de cine. Y estoy muy encauzada en Los Ángeles.

—Lo sé. Sólo quiero decir que podrías ampliar tus horizontes —reiteró él en un tono que la alarmó.

—Eso no sería ampliar mis horizontes sino limitarlos —replicó ella—.

Perdería a casi todos mis clientes.

—Y también te librarías de esas llamadas de madrugada. En Nueva York la gente no hace esas cosas. Es más profesional.

Allie estaba confusa. Desde que habían puesto el pie en Southampton Jeff parecía otra persona.

—Mira, Jeff, no estoy muy segura de que hables en serio. Pero, por si acaso, quiero que sepas que adoro mi trabajo y que no tengo la menor intención de dejarlo y venir a vivir a Nueva York. Jamás se ha planteado una cosa así entre nosotros. ¿Por qué lo haces ahora?

Se hizo un largo silencio y él la miró receloso.

—Ya sé que adoras tu trabajo y que eres una gran profesional. Pero yo soy La boda

de aquí, y es natural que me haga la ilusión de que algún día podré vivir aquí contigo. Si ambos estuviésemos de acuerdo, claro.

—¿Es eso lo que deseas? —preguntó Allie, que seguía perpleja—. Pensaba que tenías intención de adaptarte a Los Ángeles cuando nos casemos. Que tenías intención de vivir allí conmigo. ¿Has cambiado de idea? Si es así, quizá convenga que acabemos de hablarlo ahora mismo, antes de que uno de los dos cometa un error irreparable.

Allie estaba casi temblorosa. Lo que prometía ser un fin de semana agradable se había convertido de pronto en un trago amargo.

—Lo entiendo, Allie. Ya sé que estás muy apegada a Los Ángeles —dijo él con tono condescendiente.

—¡A mí no me hables en ese tono, que no soy una cría! —le espetó ella—. No pienso vivir en Nueva York. De modo que si es eso lo que pretendes quizá convenga que lo reconsideremos todo. Quizá sea mejor que nos limitemos a vivir juntos hasta que estés seguro de que podrás adaptarte a California.

—California me encanta —dijo él con visible crispación. Tampoco para él eran fáciles las cosas. Sabía lo intratable que era su madre—. Mira, no se trata de que renuncies a tu profesión, sino de considerar que existen otras posibilidades. Lo único que he pretendido con mis comentarios es tranquilizarla. No he querido que crea que pienso vender la casa de la abuela en cuanto ella falte. Esta casa significa mucho para ella y, quién sabe, a lo mejor podríamos traer a nuestros hijos aquí a pasar los veranos. Eso sí que me gustaría. —La miró sin acritud y ella depuso su actitud agresiva.

—También me gustaría a mí —dijo Allie—. Es que por un momento he creído que pretendías venir a vivir aquí en cuanto nos casemos.

—No; esperaremos un par de meses. ¿Te parece? En noviembre —bromeó él—. Lo siento, cariño. Si llego a saber que ibas a interpretarlo así no lo hubiese dicho. Ya sé que tu trabajo está allí y que te va muy bien. Si te lo propones pronto te harán socia del bufete, a no ser que prefieras establecerte por tu cuenta. Aunque la verdad es que nunca imaginé que iba a vivir en el otro extremo del país. En principio fui sólo para escribir un guión, y me parece que cuando quiera darme cuenta llevaré allí veinte años. Pero es normal que esto me tire. No voy a dejar de ser quien soy de la noche a la mañana.

—Ni tienes por qué —le dijo ella, y lo besó en los labios.

Dieron media vuelta y regresaron a la casa. A Allie le encantaba la idea de Danielle Steel

poder ir allí con sus hijos algún día.

De pronto reparó en que la señora Hamilton los observaba desde el porche con expresión de reproche. Estaba visto que aquella mujer no abandonaba ni un minuto su talante avinagrado. En cuanto la tenían cerca Allie notaba malas vibraciones. Hacía que Jeff estuviese tenso, por creerse obligado a no disgustarla; y la violentaba a ella, por tener que buscar su aprobación en todo momento.

—Ten cuidado con el sol —le advirtió la señora Hamilton a Allie mientras se servían limonada en el porche—. Tienes la piel muy blanca.

—Descuide —dijo Allie—. Siempre me pongo una crema protectora.

La señora Hamilton la miraba escrutadoramente desde la mecedora.

—Tengo entendido que toda tu familia trabaja en el mundo del espectáculo —dijo como si le pareciese insólito.

—Sí, a excepción de mi hermano —confirmó Allie de buen talante—.

Estudia en la escuela preparatoria de medicina en Stanford.

—¿Ah sí? —exclamó la señora Hamilton, y por primera vez le sonrió—. Mi padre era médico. En realidad casi todos los hombres de la familia.

—Scott quiere ser cirujano ortopeda. Pero los demás estamos atrapados en Hollywood. Mi madre escribe, dirige y produce; tiene mucho talento. Mi padre es productor. Y yo ejerzo el derecho, especializada en cuestiones jurídicas del mundo del espectáculo.

—¿Y en qué consiste exactamente tu trabajo? —preguntó la señora Hamilton.

—En la práctica, en prestarles apoyo moral a mis clientes, y contestar llamadas de teléfono a las cuatro de la mañana —bromeó Allie.

—¿Tan desconsiderada es esa gente? —dijo la anfitriona.

—Bastante, sobre todo cuando acaban en la comisaría —repuso Allie. Se complacía en escandalizarla, porque estaba hasta el moño de su acritud. Lo sentía por Jeff, pero la verdad era que su madre no podía ser más desagradable ni menos hospitalaria. Estaba claro que Jeff sólo había heredado los genes de su padre.

—¿Ah, sí? ¿Detienen a menudo a tus clientes? —preguntó su futura suegra con unos ojos como platos.

A Jeff le costó trabajo contener la risa.

La boda

—A algunos sí. Por eso me necesitan. Pago sus fianzas; redacto sus testamentos, sus contratos, les organizo la vida y los ayudo en sus problemas. Es muy interesante, y me gusta.

—Muchos de sus clientes son grandes estrellas de cine, mamá. Te asombrarías —dijo Jeff, aunque se abstuvo de mencionar nombres.

—Ya. Supongo que ha de ser un trabajo interesante. Tienes una hermana, ¿verdad?

Allie asintió con la cabeza. Se entristeció al pensar en que su hermana pronto daría a luz y tendría que renunciar a su hijo.

—Sí —contestó—. Tiene diecisiete años. Está a punto de terminar el bachillerato —añadió—. Irá a la universidad en Los Ángeles para estudiar arte dramático.

—Una curiosa familia —dijo la señora Hamilton—. Dime, ¿sois judíos?

Se hizo un silencio que se podía cortar. Sólo se oía el rítmico crujido de la mecedora de la anfitriona. Jeff se quedó tan perplejo como Allie ante la impertinente actitud de su madre.

—Pues no —contestó Allie con frialdad—. Soy episcopaliana. Pero mi padre sí lo es, y conozco bien el judaísmo. Si le interesa el tema podemos extendernos cuanto quiera —añadió con sarcasmo.

Jeff no sabía dónde meterse.

—Ya me parecía que no eras judía. No tienes pinta.

—Ni usted tampoco —dijo Allie con desenvoltura—. ¿Acaso lo es?

Jeff las miró alarmado. Aquello podía terminar mal. Pero, por otro lado, resultaba divertido. Tuvo que ladear la cabeza para que su madre no lo viese contener la risa. Estaba seguro de que nadie le había hecho nunca aquella pregunta.

—¡Por supuesto que no! ¿Hamilton? ¿Estás loca?

—No lo creo. ¿Qué tendría de malo? —dijo Allie entre desafiante y risueña.

La señora Hamilton ignoró la pregunta.

—Supongo entonces que tu madre no es judía —dijo la mujer, algo aliviada al pensar que, por lo menos, sus posibles nietos no serían del todo judíos.

—Mira, mamá, tampoco el padre de Allie es judío —terció Jeff, que se Danielle Steel

decidió a intervenir para no mortificar más a su madre, aunque con la sensación de traicionar a Allie—. El verdadero padre de Allie es un médico de Boston llamado Charles Stanton.

—¿Y por qué no utilizas entonces su apellido? —exclamó su madre mirando a Allie como si la reconviniese por ello.

—Porque lo odio —contestó ella—. Hace años que no lo veo —añadió sin alterarse.

Allie no recordaba haber tenido jamás una conversación tan desagradable, y estuvo tentada de decirlo así. Pero los cuatro años de terapia con la doctora Green habían fortalecido su carácter—. Y, con franqueza —prosiguió—, después de vivir todos estos años con mi familia, me gustaría criar a mis hijos como judíos. Mis hermanos lo son. Y creo que los judíos son maravillosos.

Jeff temió que a su madre le diese un soponcio. Fulminó con la mirada a Allie, que se la sostuvo. En el fondo, no le reprochaba su actitud sino que más bien le rogaba que no se enzarzase con su madre, que además de ser desagradable era una antisemita contumaz.

—Supongo que bromeas —dijo la señora Hamilton, y optó por cambiar de tema—. En fin... voy a ir a la cocina a ver qué tal va Lizzie con la cena.

Los dejó en el porche y, al cabo de unos momentos, Allie y Jeff subieron a cambiarse de ropa.

Fueron cada uno a su dormitorio. Pero en cuanto Jeff se hubo vestido fue a la habitación de ella.

—Antes de que me tires una silla a la cabeza quiero excusarme. Ya sé que me he pasado tratando de apaciguar a mi madre, pero a veces olvido lo estrecha de miras que es para ciertas cosas. Pertenece a un club en el que desde hace doscientos años no admiten judíos. Para ella eso es importante.

—También lo era para Hitler y sus amigos.

—¡Qué comparaciones! Mi madre es de esas personas que considera «aristocrático» odiar a todo el que no es como ella. Pero no es más que una pose.

Además, sabes perfectamente que yo no pienso igual. Me da igual educar a nuestros hijos en el judaísmo que en el budismo. Te quiero, te llames como te llames. Además, dentro de poco serás «Hamilton». No tenemos que preocuparnos por estas tonterías.

Lo cierto era que la madre de Jeff lo había puesto en una situación La boda

embarazosa. Allie lo sentía por él y quizá por eso no estaba tan furiosa con Jeff como debería estarlo por revelar que no era hija de Simon.

—No sé cómo has soportado vivir aquí, Jeff. Tu madre no es precisamente muy afectuosa ni de fácil trato.

—Lo era —replicó Jeff tratando de defenderla—, o por lo menos más que ahora. Cambió mucho a raíz de la muerte de mi padre. Se quedó amargada.

Pero Allie no podía imaginar que la señora Hamilton hubiese sido amable alguna vez. Era una auténtica víbora.

—¿Y no te sentías solo viviendo con ella? —insistió, porque no concebía que él pudiera soportarla.

—A veces. Uno acaba por acostumbrarse. Por la parte de mi madre, toda la familia es igual. Pero todos han muerto.

—¿Y qué hacían en las reuniones familiares, despellejarse?

—No es para tanto, Allie.

Jeff la ayudó a subirse la cremallera del vestido justo en el momento en que su madre llamada a la puerta. Como sabía que no le iba a gustar verlo allí, Jeff se escondió en el cuarto de baño.

Allie le abrió la puerta a la señora Hamilton que, con el pretexto de decirle que la cena estaba lista, había subido para suavizar la tensión entre ellas. Le dijo que estaba muy bonita con aquel vestido. En el fondo, su cambio de actitud era sincero, pues estaba más tranquila al saber que Allie no era judía.

Ambas bajaron al comedor y al cabo de unos momentos apareció Jeff.

Milagrosamente, la cena transcurrió sin más roces. Optaron por hablar de temas no conflictivos: de pintura, de música y de los viajes a Europa. Pero a Allie le pareció la conversación más tediosa que había tenido. Por suerte, nada más cenar, la señora Hamilton les dio las buenas noches y fue a acostarse.

Ellos fueron a nadar y luego se tumbaron en la arena.

—No te sientes muy cómoda aquí, ¿verdad, cariño? —le dijo él abrazándola.

Allie ladeó el cuerpo y suspiró a la luz de la luna. ¿Quería que fuese sincera o no?

—Esto es distinto —repuso ella. Fue lo más diplomático que se le ocurrió.

—Muy distinto al ambiente de tu familia, ¿no? —dijo él, que lamentaba Danielle Steel

haberla llevado. Pero no tenía más remedio que presentarle a su madre—. Tu familia es muy cariñosa y abierta. Tus padres son alegres. Me encantaron desde el primer momento.

En el fondo, Jeff se avergonzaba del carácter de su madre. Tenía que reconocer que había estado muy desagradable. Allie lo vio tan compungido que decidió quitarle hierro al asunto.

—Tu madre me recuerda a mi padre. Son yanquis de pies a cabeza, envarados y distantes. Mi padre jamás ha aprobado nada de lo que he hecho.

Antes me afectaba mucho, aunque ahora me tiene sin cuidado. Y tu madre es igual.

Aunque me desviviese por complacerla lo más probable es que no lo consiguiera.

—También era dura conmigo de pequeño. Pero la verdad es que nunca la he visto tan agria como hoy —reconoció Jeff sin salir de su desolación por el comportamiento de su madre con su prometida.

—Está claro que para ella soy una amenaza. Primero te alejo de Nueva York y ahora de ella. Y sólo te tiene a ti —añadió pese a que pensaba que, aunque fuese comprensible, no justificaba una actitud tan impresentable—. Pero en fin... a lo mejor más adelante se muestra más cariñosa. —Lo dijo más por animar a Jeff que por creerlo de verdad.

Aquella noche volvieron a dormir en la habitación de invitados. Pero esta vez Jeff puso el despertador a las siete y media.

 

Nada más levantarse, Jeff fue a su dormitorio, se duchó e hizo el equipaje. Luego fue a despertar a Allie.

Había reservado billetes para uno de los primeros vuelos. Bajó con Allie a desayunar y cuando hubieron terminado anunció que se marchaban. Dijo que tenían que embarcar en el vuelo de la una, lo que significaba tener que salir de Southampton a las diez. Lo justificó diciendo que había telefoneado a los estudios y que el director de su película le había dicho que convenía que estuviese allí lo antes posible, porque había problemas.

—¿Qué ocurre? —preguntó Allie, que ignoraba que Jeff hubiese reservado los billetes para aquel vuelo. Había dormido muy bien y volvía a estar en plena forma, por si acaso tenía que encajar más andanadas de la señora Hamilton.

En cuanto su madre se hubo levantado de la mesa, Jeff le susurró que no La boda

ocurría nada, simplemente que ya había cumplido con la obligación de presentarlas, que tampoco él aguantaba allí un momento más.

—¿Estás seguro de que no lo haces por mí? —musitó ella.

Jeff tenía la boca ocupada con una galleta y asintió con la cabeza. Allie no pretendía alejarlo de su madre. Pero el caso era que él estaba más ansioso por marcharse que ella.

La señora Hamilton regresó al cabo de unos momentos seguida de Lizzie.

Jeff le comunicó entonces la fecha de la boda y le dijo que esperaban que asistiese.

Luego le dio un sobre a Lizzie con una gratificación, como tenía por costumbre, y después abrazó a su madre, que correspondió con frialdad.

Allie estuvo a punto de echarse a reír al ver llegar el coche que venía a recogerlos. Jeff había alquilado la limusina más grande del mundo. Era larguísima, blanca, con bar, televisión y Dios sabe cuántas cosas más. La señora Hamilton puso cara de espanto al verla.

—En California las utilizamos continuamente, mamá —dijo Jeff—. Te alquilaremos una para la boda —añadió antes de darle un beso de despedida.

El chófer subió al porche a recoger las bolsas y, al cabo de unos momentos, la limusina arrancó y la señora Hamilton la siguió con la mirada. Resultaba patética. Allie comprendía su soledad y que estuviese amargada, pero eso no justificaba su mezquindad. No pensaba preocuparse por sus opiniones. No merecía la pena. Era natural que Jeff se preocupase por su madre, pero Allie no pensaba hacer nada para propiciar un acercamiento; y estaba segura de que, después de aquel fin de semana, Jeff no iba a presionarla para que se congraciase con su madre. Allie había puesto todo lo que podía de su parte. Había ido a verla. Pero al parecer la señora Hamilton era incorregible.

—¿Qué tal una boda judía? —bromeó Jeff mientras enfilaban la autopista en dirección al aeropuerto Kennedy.

—¡Tu madre te mataría!

De nuevo estaban de buen humor. Él ladeó la cabeza para dejarse besar.

Estaba impaciente por volver a casa y hacer el amor con ella. De no ser por temor a perder el avión, se habrían adentrado por alguna salida de cualquier pueblo, habrían hecho bajar al chófer y se habrían detenido en el arcén para hacer el amor.

—Lo siento, Allie. No sé cómo no intuí que las cosas podían rodar bastante mal —dijo de pronto—. Quizá es que me negaba interiormente a aceptarlo. Puede Danielle Steel

que me convenga a mí también hacerle una visita a la doctora Green.

—Parece un milagro que hayas sobrevivido tantos años a un ambiente así.

—Jamás había conocido a una persona más fría que Mary Hamilton. No se parecía en nada a Jeff.

—La verdad es que siempre he rehuido sus embestidas. Mi padre se parecía mucho a Simon. Era encantador.

—Suerte has tenido.

Enseguida cambiaron de tema, ansiosos por llegar a California.

 

Horas después, nada más entrar por la puerta de la casa de Malibú, se entrelazaron enardecidos y se desnudaron. No llegaron al dormitorio. Hicieron el amor en el sofá con más ardor que nunca. Poco había faltado para que el represivo ambiente en el que habían estado casi dos días los desquiciase.

Allie se sentía profundamente dichosa de volver a estar allí y, al menos por una larga temporada, haber perdido de vista a la señora Hamilton.

 

La boda

 

La boda
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