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El tráfico avanzaba por la autopista de Santa Mónica a paso de tortuga. Allie Steinberg apoyaba la cabeza en el respaldo del asiento de su Mercedes 300 azul marino. A aquella velocidad no iba a llegar nunca. No tenía nada especial que hacer de camino a casa, pero le exasperaba perder el tiempo por culpa del tráfico.

Estiró sus largas piernas, suspiró y puso la radio. Sonrió al oír el éxito más reciente de Bram Morrison, uno de los clientes de su bufete. Hacía más de un año que lo representaba. A sus veintinueve años, Allegra Steinberg tenía muchos clientes importantes y, cuatro años después de licenciarse en derecho por la Universidad de Yale, era uno de los socios más jóvenes del bufete Fisch, Herzog & Freeman, uno de los más importantes de Los Ángeles. Le gustaba el trabajo, porque las cuestiones jurídicas del mundo del espectáculo siempre la habían apasionado.

Desde muy jovencita Allie había querido ser abogada. Sólo durante una breve etapa pensó en que tal vez podría ser actriz (tras tener que empollar dos veranos en New Haven, durante el curso preparatorio y el primero de facultad en Yale). No habría sorprendido a nadie de su familia, aunque tampoco podía estar segura de que les hubiese gustado. Su madre, Blaire Scott, había escrito y producido uno de los seriales de televisión de mayor éxito durante nueve años. Era una comedia, bien aderezada con momentos serios y salpicada de hechos dramáticos de la vida real. Había conseguido uno de los más altos niveles de audiencia; durante siete de los nueve años que estuvo en antena, la comedia fue galardonada con siete premios Emmy.

Su padre, Simon Steinberg, era uno de los más destacados productores cinematográficos, y había producido algunas de las más importantes películas de Hollywood. A lo largo de su carrera había ganado tres Oscars y su reputación de Danielle Steel

productor «taquillero» era legendaria. Pero, sobre todo, era algo que escaseaba mucho en Hollywood: un hombre bueno, un caballero, una persona muy decente.

Él y Blaire figuraban entre los matrimonios más atípicos y respetados del mundillo cinematográfico. Trabajaban mucho y dedicaban el resto de su tiempo a la familia.

Allie tenía una hermana de diecisiete años, Samantha, Sam, que cursaba el último año del bachillerato y trabajaba como modelo y que, a diferencia de Allie, quería ser actriz. Sólo su hermano Scott, que cursaba primer año en Stanford, parecía haberse desmarcado de la tradición familiar de vincularse al mundo del espectáculo. Se preparaba para ingresar en la facultad de medicina. Tenía verdadera vocación, y Hollywood y su supuesta magia no lo seducían en absoluto.

A sus veinte años, Scott ya había visto suficiente del mundo del espectáculo.

Pensaba que Allie estaba loca por especializarse en las cuestiones jurídicas de semejante mundillo. No quería pasar el resto de su vida preocupado por el taquillaje, la imagen, la comercialidad, los niveles de audiencia y las cuotas de pantalla. Quería especializarse en medicina deportiva y ser cirujano ortopeda. Era un joven amable, sensato y con los pies en la tierra. Alguien tenía que velar por la salud de los demás. No quería tener los mismos quebraderos de cabeza que el resto de su familia, agobiada por estrellas inestables y caprichosas, actores desleales, arribistas de todo tipo e inversionistas temerarios. Aquel mundillo tenía sus compensaciones y muchos privilegios; y a todos sus «habitantes» parecía entusiasmarles. Su madre disfrutaba de verdad con su show, su padre había producido algunas películas extraordinarias, a su hermana mayor le gustaba ejercer la abogacía para las estrellas, y la pequeña quería ser actriz. Pero a él no le interesaba.

Allie sonrió al pensar en su hermano mientras escuchaba el último éxito de Bram. Incluso Scott se había impresionado cuando le comunicó que Bram era uno de sus clientes. Era un ídolo. Allie nunca decía quiénes eran sus clientes, pero Bram la había mencionado en un programa especial con Barbara Walters. Carmen Connors era también una de sus clientes. Se parecía mucho a Marilyn Monroe y era toda una revelación. Tenía veintitrés años, era de una aldea de Oregón y una ardiente cristiana. Había empezado como cantante. Pero recientemente había intervenido en dos películas casi seguidas, y demostrado unas magníficas dotes de actriz. La Asociación Californiana de Actores le había aconsejado que contratase al bufete en el que trabajaba Allie, y se la asignaron a ella. Simpatizaron enseguida y, aunque a veces tenía que cuidar de ella como si fuese un bebé, no le importaba.

A diferencia de Bram, que tenía casi cuarenta años y llevaba veinte en el mundo de la música, Carmen era todavía una novedad en Hollywood y parecía La boda

estar siempre acuciada por problemas. Problemas con sus novios, con hombres que estaban enamorados de ella y a quienes ella aseguraba no conocer apenas, tipos que la acosaban, publicistas, peluqueros, reporteros, paparazzi y agentes que aspiraban a representarla. No sabía cómo tratarlos y Allie solía recibir muchas llamadas suyas, de día y de noche. A menudo, la joven belleza tenía terrores nocturnos como los niños, siempre temerosa de que alguien entrase en su casa y la atacase. Allie había conseguido disipar parte de sus temores contratando a una empresa de seguridad que vigilaba su casa a todas horas. Además, había hecho instalar un moderno sistema de alarma y le había comprado dos rottweilers de aspecto temible. Carmen les tenía miedo, pero también se lo tendrían los potenciales asaltantes de su casa, o cualquiera que la acosara. Aun así, Carmen seguía llamando a Allie en plena noche para hablar de problemas que hubiese tenido en un rodaje y, a veces, por no sentirse sola. A Allie no le importaba. Estaba acostumbrada. Pero sus amigos decían que más que de abogada le hacía de niñera.

Sin embargo, Allie era consciente de que ese papel era parte de su trabajo como abogada de personajes famosos. Había visto lo que tenían que aguantar sus padres con sus estrellas y ya nada la sorprendía. Pero, pese a todos los inconvenientes, le encantaba ejercer la abogacía en todo lo que afectaba al mundo del espectáculo.

Pensó en Brandon. Pulsó otro botón de la radio y la caravana avanzó un buen trecho. Raro era el día que no tardaba más de una hora en llegar a casa, pese a que el despacho estaba a menos de quince kilómetros de su domicilio. Pero también a eso estaba acostumbrada. Le encantaba vivir en Los Ángeles y casi nunca le importaba el problema del tráfico. Llevaba la capota bajada. Era una calurosa tarde de enero, típica del clima del sur de California. Su larga melena rubia resplandecía con los rayos del sol del invierno. Durante los siete años que pasó en New Haven, primero en la escuela preparatoria y luego en la facultad de Yale, soportando los largos inviernos, había anhelado volver a aquel clima.

Después de terminar el bachillerato en el instituto de Beverly Hills, la mayoría de sus amigos había ido a estudiar a Los Ángeles. Pero su padre quiso que ella fuese a Harvard. Allie optó por Yale, pero nunca le tentó seguir en el Este después de licenciarse. Toda su vida estaba ligada a California.

Tras volver a acelerar, pensó en llamar a Brandon al despacho. Pero se dijo que antes era mejor esperar a llegar a casa y relajarse un rato. También él solía tener una intensa jornada de trabajo. Y a veces tanto más febril a última hora, que era cuando solía reunirse con clientes, con los que debía acudir al juzgado al día siguiente, con otros abogados o fiscales. Estaba especializado en delitos de guante blanco, casi siempre graves y relacionados con la banca, la malversación de fondos Danielle Steel

y el chantaje. Según él, eso era ejercer de verdad el derecho, y no lo que «hacía»

ella, le decía en tono desenfadado. Y lo cierto era que su trabajo tenía muy poco que ver con el de Brandon. También su personalidad era muy distinta. Brandon era algo rígido, serio, y tenía un concepto de la vida mucho más profundo. Los Steinberg decían que Brandon Edwards carecía de sentido del humor, algo que para ellos equivalía a un defecto, pues eran todos muy dados a la ironía rayana en el sarcasmo.

Sin embargo, la hija mayor de los Steinberg veía muchos aspectos positivos en Brandon. Lo consideraba una persona sólida y digna de confianza. Además, consideraba una ventaja que fuese un hombre casado. Brandon llevaba diez años de matrimonio con la mujer con que se casó cuando aún estaba en la facultad de derecho, en la Universidad de California en Berkeley. Joanie se quedó embarazada y Brandon se vio obligado a casarse, aseguraba él. Pero, pese a estar resentido por ello, en algunos aspectos Joanie seguía muy ligada a él, después de diez años de matrimonio y de tener dos hijas. Sin embargo, a veces Brandon aún se lamentaba por haber tenido que casarse «de penalty», y de lo atrapado que se sentía (entre otras cosas porque tenían dos hijas pequeñas).

Después de licenciarse en derecho, Brandon empezó a trabajar en el despacho de abogados más conservador de San Francisco. Fue puramente casual que lo trasladasen a Los Ángeles, justo después de que él y Joanie conviniesen en vivir separados una temporada. Brandon había conocido a Allie tres semanas después de llegar a la ciudad, a través de un amigo mutuo, y ya hacía dos años que mantenían relaciones. Se había enamorado de él, y sus hijas le caían bien.

Como a Joanie no le gustaba que sus hijas fuesen a Los Ángeles, era por lo general Brandon quien iba a San Francisco a verlas, y Allie lo acompañaba siempre que podía. El único problema era que Joanie llevaba dos años sin trabajar, porque argumentaba que sería demasiado traumático para las niñas que no estuviese en casa con ellas. De modo que Joanie dependía totalmente de Brandon. Y aún seguían discutiendo acerca de su casa y de su apartamento de Tahoe. De hecho, en dos años apenas habían resuelto nada. Aún no había pedido oficialmente el divorcio, y no habían llegado a concretar los acuerdos económicos. Allie lo tomaba a broma y le decía a Brandon que tenía «miga» que un abogado fuese incapaz de hacer que su esposa firmase un contrato. Pero no quería presionarlo. Por el momento, eso significaba que su relación se mantendría como estaba, cómoda y sin complicaciones. Pues no podría ir más allá hasta que él y Joanie se pusieran de acuerdo en todo.

La boda

Al tomar la curva hacia Beverly Hills, Allie se preguntó si estaría de humor para salir a cenar con él. Brandon preparaba un juicio y era muy probable que tuviera que quedarse en el despacho hasta tarde. Pero no estaba en condiciones de quejarse, pues también ella tenía que trabajar muchas noches, aunque por lo general no preparando juicios. Sus clientes eran escritores, productores, directores, actores y actrices, y ella se ocupaba de todos sus asuntos, desde concertar contratos a redactar testamentos, negociar acuerdos, administrar su dinero e intervenir o representarlos en sus divorcios. Lo que de verdad le interesaba era el trabajo jurídico. Pero entendía mejor que la mayoría de los abogados que, con los clientes famosos o, por lo menos, con aquellos que trabajan en el mundo del espectáculo, había que estar dispuesto a intervenir en todos los aspectos de sus complicadas vidas, no sólo en sus contratos. Y había ocasiones en las que Brandon no parecía entenderlo así. El mundo del espectáculo seguía siendo un misterio para él, por más que Allie tratase de explicárselo. Brandon prefería ejercer el derecho para «gente normal», representarla en los juzgados, que era donde se movía como pez en el agua. Aspiraba a ser juez federal algún día, una aspiración que, a sus treinta y seis años, no parecía nada descabellada.

Sonó el teléfono. Ojalá sea Brandon, se dijo Allie. Pero era Alice, su secretaria, que llevaba quince años trabajando en el despacho y era una especie de salvavidas para Allie. Tenía mucho sentido común, una mente brillante y un modo sosegado y maternal de tratar a los clientes más irascibles.

—Hola, Alice, ¿qué hay? —preguntó Allie sin apartar la vista del tráfico.

—Acaba de llamar Carmen Connors. He pensado que te interesaría saberlo.

Estaba muy excitada. Ha salido en la portada de Chatter.

Era uno de los periódicos sensacionalistas más «amarillos». Llevaba comiéndose viva a Carmen Connors desde hacía meses, a pesar de las reiteradas advertencias y amenazas de Allie. Pero los redactores de Chatter sabían hasta dónde podían llegar. Eran maestros en el arte de no pasarse de la raya. Se detenían justo en el límite del libelo.

—¿Y qué ocurre ahora? —preguntó Allie frunciendo el entrecejo.

Ya estaba cerca de la casita que sus padres le ayudaron a pagar cuando se licenció. Allie ya les había devuelto el dinero, y estaba encantada con su chalecito de la zona de Doheny.

—El artículo habla de que estuvo en una orgía con uno de sus médicos, el de cirugía estética, me parece.

Danielle Steel

La pobre Carmen cometió la torpeza de salir con él una vez. Cenaron en Chasen’s y, por lo que le contó a Allie, ni siquiera se habían acostado y, menos aun, participado en una orgía.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Allie al enfilar la rampa de acceso a su garaje con cara de contrariedad—. ¿Tienes la revista en el despacho?

—La compraré de camino a casa. ¿Quieres que te la acerque en un momento?

—No, da igual. Ya la veré mañana. Acabo de llegar a casa. Llamaré a Carmen enseguida. Gracias. ¿Algo más?

—Ha llamado tu madre. Quería saber si podrás cenar con ella el viernes y asegurarse de que vas a ir a los Golden Globes el sábado. Dice que espera que vayas.

—Por supuesto que sí —dijo Allie, que se recostó un momento en el asiento, con el coche ya parado—. Ella sabe que iré.

Aquel año la madre y el padre de Allie estaban nominados, y no pensaba perderse el acto por nada del mundo. Había invitado a Brandon hacía más de un mes, antes de Navidad.

—Creo que sólo ha querido asegurarse de que vas a asistir.

—La llamaré. ¿Más cosas?

—No.

Eran las seis y cuarto. Había salido del despacho a las cinco y media, más temprano de lo habitual. Pero se llevaba trabajo a casa y, si no se veía con Brandon, le daría tiempo a terminarlo.

—Hasta mañana entonces, Alice. Buenas noches.

Allie sacó la llave del contacto, asió el maletín con la mano izquierda y abrió la puerta con la derecha. Bajó, cerró el coche y entró en la casa, oscura y vacía. Al llegar al salón dejó el maletín en el sofá, encendió las luces y fue a la cocina.

La casa, situada en un altozano, tenía una espectacular vista de la ciudad. Ya había oscurecido y las luces brillaban como joyas. La joven abogada se sirvió un vaso de agua mineral y le echó un vistazo al correo: unas cuantas facturas; una carta de Jessica Farnsworth, ex compañera de estudios; un montón de catálogos y hojas publicitarias; y una postal de otra amiga, Nancy Towers, que estaba esquiando en Saint Moritz. Lo tiró a la papelera casi todo y, mientras bebía el agua, La boda

reparó en las zapatillas de deporte de Brandon. Sonrió. La casa siempre parecía más viva cuando Brandon dejaba algo por en medio. Brandon tenía apartamento propio pero pasaba mucho tiempo en el de Allie. Le gustaba estar con ella y así se lo había dicho. Aunque tenía igualmente claro que no estaba dispuesto a un compromiso formal. Su experiencia matrimonial ya había sido suficientemente traumática y entorpecedora para él. Tenía miedo de cometer otro error, y esa era acaso la razón de que se prolongase tanto el trámite de divorcio con Joanie. Pero Allie tenía lo que quería. Y así se lo había comentado a su psicóloga y a sus padres.

Además, con veintinueve años no tenía ninguna prisa por casarse.

Allie dejó la correspondencia a un lado, se echó la melena atrás y encendió el contestador automático. Luego se sentó en un taburete frente a la repisa de la inmaculada cocina de mármol blanco y granito negro. El suelo era una retícula de baldosas blancas y negras. Allie lo miraba abstraída mientras escuchaba los mensajes. Como era de prever, el primero era de Carmen. Por su tono parecía que hubiese estado llorando. Dijo algo incoherente acerca del artículo, lamentándose de lo injusto que era y de lo mucho que había enojado a su abuela, que la había llamado aquella tarde desde Portland. No sabía si Allie querría querellarse esta vez, pero pensaba que tenían que hablar del asunto. Le pedía a Allie que la llamase en cuanto llegara a casa o tuviese un momento libre. Por lo visto, Carmen nunca se paraba a pensar que Allie tenía vida privada. Carmen la necesitaba y eso era en lo único que pensaba, lo que no significaba que fuese mala persona.

La madre de Allie había vuelto a llamar, para invitarla a cenar el viernes, tal como Alice le había anticipado, y para recordarle lo de la entrega de los premios Golden Globe, aquel fin de semana. Allie escuchó sonriente el mensaje de su madre, que parecía entusiasmada. Probablemente porque también su marido estaba nominado. Decía que Scott y Sam acudirían también, aunque Scott tenía que desplazarse desde Stanford; y que confiaba en que ella asistiese también.

El siguiente mensaje era de un profesor de tenis a quien venía eludiendo desde hacía semanas. Había tomado varias lecciones, pero nunca tenía tiempo de proseguirlas con regularidad. Anotó su nombre y un recordatorio para llamarlo y explicarle que no podía seguir con las clases.

Uno de los mensajes era de un hombre a quien conoció en vacaciones. Era atractivo y trabajaba para unos importantes estudios cinematográficos, pero no jugaba limpio. Lo conoció estando con Brandon. Allie sonrió mientras, con voz ronca, el pretendiente le dejaba su nombre y le decía que confiaba en que lo llamase. Pero ella no tenía la menor intención de hacerlo, ni el menor interés en Danielle Steel

salir con nadie que no fuese Brandon. Era la tercera relación amorosa importante de su vida. La anterior había durado casi cuatro años, desde el penúltimo curso en la facultad hasta su segundo año en el despacho de abogados de Los Ángeles. Él era también estudiante de derecho en Yale, y en la actualidad tenía un alto cargo.

Pero nunca había querido comprometerse a fondo con ella, y había terminado por marcharse a Londres. Aunque le había pedido que fuese con él, Allie estaba por entonces muy atada por su trabajo en el bufete, y no podía plantarlo todo y trasladarse a vivir con él en Inglaterra. O por lo menos eso le dijo. Pensaba que no tenía sentido renunciar a un gran empleo, y seguirlo al otro lado del charco, a conciencia de que él no quería ni oír hablar del futuro. Roger sólo «vivía el presente». Hablaba mucho de karma y de libertad. Y, después de dos años de acudir al psicólogo, Allie se había afirmado en la sensata decisión de no ir con él a Londres. De modo que se quedó en Los Ángeles y, dos meses después, conoció a Brandon.

Antes de empezar a salir con Roger, Allie tuvo relaciones con un profesor de Yale. Fue una relación desbordante de lujuria y pasión. Nunca había conocido a nadie como él. Pero Tom estaba casado. Terminó por pedir un año sabático y se marchó a Nepal con su esposa y su hijo pequeño. Al regreso, su esposa estaba de nuevo encinta, y Allie ya salía con Roger. Pero siempre que se veían la mutua atracción que sentían hacía que terminasen en la cama. En el fondo, fue un alivio para Allie que lo trasladasen a la Northwestern. Tampoco Tom le habló nunca del futuro que, para él, estaba con su esposa Mithra y su hijo Euclid. El profesor de Yale no era ya para Allie más que un vestigio del pasado. Su psicóloga rara vez sacaba a relucir su nombre, salvo para ilustrar el hecho de que Allie nunca había tenido una relación que incluyese una promesa de futuro.

—No estoy muy segura de que a los veintinueve años haya tenido por qué tenerla —le replicó a su psicóloga en una ocasión—. Lo cierto es que nunca he querido casarme.

Que esa no era la cuestión, le decía siempre la doctora Green con firmeza.

La psicóloga era neoyorquina. Tenía unos grandes ojos negros que a veces acosaban a Allie después de sus sesiones. Aunque de manera intermitente, llevaba cuatro años viéndola. Allie estaba satisfecha con su vida, aunque se sentía muy presionada, porque tanto su familia como sus jefes esperaban mucho de ella.

—¿Nadie te ha propuesto nunca matrimonio?

La doctora Green había sacado a relucir a menudo aquel tema que, según Allie, era irrelevante.

La boda

—¿Y qué importa eso si en definitiva yo no quiero casarme?

—¿Y por qué no? ¿Por qué no querrías casarte aunque te lo pidiera un hombre al que amases? ¿Cuál es la razón? —persistía la doctora.

—Bah... Roger se habría casado conmigo si hubiese ido con él a Londres.

Pero yo no quise. Tenía demasiadas cosas que me ataban aquí.

—¿Y por qué estás tan segura de que se habría casado contigo?

La doctora Green era como un huroncillo que se introducía por todos los resquicios, olfateaba todos los rastros, incluso los menos significativos.

—¿Te dijo él que se casaría contigo si lo acompañabas? —insistió Green.

—Nunca hablamos del asunto.

—¿Y eso no te da que pensar, Allie?

—¿Qué importancia tiene? De eso hace ya dos años —dijo la joven Steinberg, irritada y exasperada por la insistencia de la doctora en seguir con el tema.

Allie se consideraba demasiado joven para casarse, demasiado volcada en su profesión para pensar en el matrimonio.

—¿Y qué me dices de Brandon?

A la doctora Green le encantaba hablar de él. Pero Allie detestaba sincerarse con ella sobre su actual relación. No entendía las motivaciones de Brandon, ni hasta qué punto estaba traumatizado por haber tenido que casarse «de penalty».

—¿Cuándo va a pedir formalmente el divorcio?

—En cuanto se pongan de acuerdo sobre la casa y el dinero.

—¿Y por qué no tratan las cuestiones económicas aparte y piden ya el divorcio? Después, pueden tomarse tanto tiempo como quieran para solventar las cuestiones económicas.

—¿Por qué? ¿Qué sentido tiene separar ambas cuestiones? No nos apremia como si tuviésemos que casarnos.

—No. Pero ¿quiere él casarse? ¿Quieres casarte tú, Allie? ¿Lo habéis hablado?

—No necesitamos hablarlo. Él y yo nos entendemos perfectamente. Los dos tenemos mucho trabajo. Tenemos ambos profesiones muy exigentes. Además, hace sólo dos años que salimos.

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