Danielle Steel

Blaire asintió con la cabeza. Aún tenía los ojos humedecidos por las lágrimas vertidas por Simon. Había sido una noche muy importante para Simon. Estaba tan orgullosa de él que casi olvidó su propia decepción.

—Bueno, el año que viene tendré que hacerlo mejor —dijo Blaire con fingido desenfado.

Pero Allie vio algo en sus ojos que no le gustó, y al acercarse a su padre reparó en que ella lo miraba nerviosa al verlo hablar con Elizabeth Coleson, una directora que había trabajado con él. Era una inglesa de gran talento a la que, pese a su juventud, ya habían concedido el título de lady por su excepcional labor.

Estaban muy enfrascados charlando. Su padre reía. Se notaba una gran confianza entre ambos. No es que Allie viese nada malo en ello, pero intuyó algo más. Antes de que Allie pudiera comprenderlo, su padre se alejó de Elizabeth y la miró a ella.

Le indicó por señas que se acercase y la presentó como la única persona de la familia que tenía un trabajo respetable. Elizabeth Coleson rió con ganas al estrecharle la mano a Allie y le dijo cuánto se alegraba de conocerla. Elizabeth era sólo cinco años mayor que Allie. Como muchas inglesas, parecía distante e indiferente a su propio aspecto, pero precisamente por ello resultaba más atractiva.

Allie pensó que irradiaba sensualidad y talento. Tenía esa rara virtud de algunas mujeres de dar la impresión de acabar de levantarse de la cama, como si no llevase nada debajo de su traje de noche azul marino, pasado de moda. Era obvio que su padre se sentía atraído por ella, pensó Allie.

Charlaron unos minutos y Allie le dijo a su padre lo orgullosa que estaba de él, que la abrazó y le dio un beso. Pero, al despedirse de ellos, Allie sintió un cosquilleo de inquietud por Elizabeth Coleson. Regresó entonces a su mesa y, al volver a mirarlos, vio que su madre se les había acercado. Allie comprendió que la velada debía de haber sido difícil para su madre, aunque jamás querría reconocerlo ante nadie, y menos ante su hija mayor. Además, estaba muy preocupada por la suerte que pudiera correr su serie. Después de nueve años era bastante difícil mantener el interés y el nivel de audiencia. En los últimos tiempos habían perdido a algunos de los anunciantes más importantes. Y el hecho de no haber ganado ningún premio podía hacer que la audiencia cayese en picado.

Sin embargo, Allie notaba otra clase de preocupación en su madre. Se preguntaba si tendría algo que ver con Elizabeth Coleson, o si serían figuraciones suyas y lo único que le ocurría era que su madre estaba decepcionada por su fracaso. Nunca era fácil saber lo que pensaba su madre.

Blaire Scott era una profesional y tenía un gran espíritu deportivo. Al salir, La boda

media docena de reporteros le preguntaron cómo se sentía por no haber ganado.

Blaire dijo alegrarse mucho por el éxito de la escritora-productora galardonada.

Expresó su admiración por su serie y, como de costumbre, estuvo encantadora con la prensa. Añadió que estaba feliz por los premios ganados por su esposo, que Simon era una persona maravillosa y que, en cuanto a ella, quizá hubiese llegado el momento de dejar paso a la juventud.

Al dirigirse hacia la salida, Carmen Connors fue de nuevo rodeada por los reporteros, y el enjambre de fans volvió a la carga. Al pasar le lanzaron flores (de todas clases) y una mujer le arrojó un osito de peluche, que casi le dio en la cabeza, y se puso a gritar su nombre como una histérica. Por suerte, Alan se situó enseguida a su altura.

—Aquí hay que abrirse paso como en el rugby, Allie —dijo él sonriéndole.

La verdad era que Alan Carr no esperaba pasarlo tan bien aquella noche. Le propuso a Allie ir a cenar con Carmen y Michael a un restaurante estilo años cincuenta. Tardaron media hora en llegar a su limusina y una vez dentro resoplaron exhaustos. El baño de multitud les había sentado como si les hubiese pasado una apisonadora por encima.

—¡Dios mío! —exclamó Michael desde el asiento del acompañante—. Me parece que acabo de sentir una llamada religiosa. De esta salgo monje.

Hasta el chófer se echó a reír. Cuando Michael oyó que pensaban ir a cenar dijo que estaba extenuado, que tenía rodaje y debía estar en los estudios muy temprano por la mañana; así pues, si no les importaba, prefería volver a casa.

Carmen le aseguró que no le importaba, encantada de ir sólo con Allie y Alan.

Fueron primero a dejar a Michael y luego a Ed Debevic’s en La Ciénaga.

Carmen dijo que habría preferido ir allí con vaqueros y una camiseta.

—Y yo —dijo Alan mirándolas maliciosamente—. Debes de estar impresionante en vaqueros. ¿Por qué no vamos mañana a Malibú para que pueda ver si me gustas más con vaqueros o sin vaqueros.

Eran ya pasadas las doce. Carmen estaba muerta de risa y Allie sonreía mientras se dirigían a una de las mesas con mampara. Varios clientes habituales los siguieron con la mirada. Los guardaespaldas de Carmen ocuparon la mesa contigua.

Alan pidió una hamburguesa doble con queso y un helado de chocolate, que Danielle Steel

a Allie le recordó su adolescencia. Ella pidió una ración de aritos de cebolla y café.

No le apetecía nada más. Los tres sonrieron a la camarera, vestida como un ama de casa de los años cincuenta. Se parecía a la Ethel de I Love Lucy.

—¿Qué desea cenar la mejor actriz del año? —le preguntó Alan a Carmen, que lo miró risueña. Veía a Alan como una mezcla de hermano mayor y príncipe romántico.

Allie tenía que reconocer que Alan era la clase de hombre por el que toda mujer suspiraba. Pero eran demasiado amigos para pensar seriamente en él como hombre. Además, su corazón estaba totalmente ocupado por Brandon.

—Pediré tarta de manzana de la casa y un batido de fresa —dijo Carmen—.

Hoy me toca pecar.

—Por supuesto. Ahora que ya te han premiado... ¡al demonio con las calorías! Yo pediré algo que se pegué al riñón —dijo Alan apretándole la mano y mirándola encandilado—. Has estado extraordinaria esta noche, Carmen. Lo has afrontado mucho mejor de lo que yo hubiese podido a tu edad. Porque la verdad es que tanta fama abruma a cualquiera.

Sólo quienes sufrían las mismas tensiones podían comprenderlo, salvo casos como el de Allie, que convivía con artistas a diario.

—Cada vez que se me acercan fotógrafos o fans siento ganas de echar a correr y no parar hasta Oregón —dijo Carmen suspirando.

—¡Qué me vas a contar a mí! ¡Con los padres que tengo! —exclamó Allie.

Puso los ojos en blanco y luego la miró más seria—. Opino igual que Alan. Has estado sensacional. Me siento muy orgullosa de ti.

—Y yo también —dijo Alan quedamente—. Por un momento temí que fuesen a arrollarte al entrar. La verdad es que la gente de los medios se pasa un pelín.

Eso le recordó a Allie que los guardaespaldas lo habían hecho muy bien y dirigió la mirada hacia ellos, sonriéndoles, apretando los labios y arqueando las cejas, a modo de expresivo gesto de felicitación.

—La prensa me aterra —confesó Carmen.

Lo sabían todos de sobra.

—¿Qué tal lo ha encajado tu madre, Allie? —preguntó Alan.

—Creo que le ha dolido, aunque no lo reconozca. Es demasiado orgullosa La boda

para dejar que nadie vea que sufre. Además, es probable que tenga sentimientos encontrados. Está muy contenta por lo de papá. Pero últimamente ha estado muy preocupada por su serie, y no haber ganado no va a ayudarla precisamente.

Cuando he ido a hablar con ella, estaba felicitando a papá, que está como un niño.

Creo que el premio a los Valores Humanos ha significado más para él que el obtenido por la película.

—La verdad es que ha merecido ambos —dijo Alan.

Carmen miró a Allie con expresión anhelante.

—No sabes cómo me gustaría que me dirigiera.

—Se lo dejaré caer —dijo Allie.

Era probable que también a su padre le interesara trabajar con ella. Era una actriz muy taquillera y, aparte de su atractivo, como intérprete lo hacía cada vez mejor. Tenía talento. Allie se abstuvo de hacerles ningún comentario acerca de Elizabeth Coleson. Era la primera vez que notaba que su padre miraba de aquella manera a otra mujer que no fuese su madre. Puede que sólo fuese admiración profesional y que, a su vez, la mirada de su madre sólo se debiera a las emociones de la velada, que para ella fue como una montaña rusa que oscilaba entre el orgullo y la decepción.

Salieron de Ed Debevic’s a las dos de la madrugada. Allie y Alan sacaron a relucir sus tiempos del instituto de Beverly Hills, y Carmen les habló de su infancia en Portland, que sonaba como más normal que la que ellos tuvieron. Quizá eso fuera lo que le hiciese más difícil adaptarse a la locura de su vida actual, poblada de paparazzi, revistas del corazón, premios y amenazas de muerte.

—Corrientita que es nuestra vida —bromeó Alan de vuelta ya hacia la limusina. Atrajo a Carmen hacia sí y ella no lo rechazó.

—¿Queréis que pare un taxi y me esfume? —dijo Allie. Durante el rato que habían pasado en el restaurante había quedado muy claro que lo del flechazo no eran figuraciones suyas.

—Puedes meterte en el maletero —respondió Alan.

Allie le dio un empujoncito y Carmen los miró risueña. En cierto modo, envidiaba su larga amistad. Ella no tenía amigos así en Hollywood. En realidad, la única persona con quien tenía verdadera amistad era Allie. El resto eran compañeros de trabajo a los que nunca volvía a ver tras el rodaje de una película.

Cada uno iba por su lado. Lo que más le desagradaba de la vida en Los Ángeles Danielle Steel

era lo sola que se sentía. Apenas salía más que para ocasiones como aquella, con una pareja asignada en los estudios y que había resultado un tipo tan aburrido como ella. Y así se lo comentó a ambos durante el trayecto, para asombro de Alan.

—¿Sabes que la mitad de los norteamericanos darían cualquier cosa por salir contigo? Por más que lo digas, nadie creerá que te pasas las noches en casa sola, viendo la televisión —dijo Alan, aunque él sí la creía. Tampoco su vida amorosa era tan apasionante como creía la mayoría. Todo eran aventuras fugaces que acababan en las revistas del corazón—. Tendremos que ponerle remedio a eso — añadió.

Carmen ya había aceptado ir con él a su casa de Malibú al día siguiente. Y

ahora Alan le estaba proponiendo ir a la bolera.

Allie pidió que la dejasen primero a ella. Los besó a ambos al despedirse y volvió a felicitar a Carmen.

Al entrar en casa, Allie se sintió exhausta y se quitó los zapatos de tacón alto con alivio. La velada había sido agotadora.

Carmen y Alan parecían lanzados a toda velocidad por la pista de un flamante romance. Se alegraba por ambos. Sólo la entristecía no estar con Brandon.

Fue a la cocina y pulsó el botón del contestador automático. No creía que Brandon hubiese llamado, pero cabía la posibilidad, aunque sólo fuese para decirle que la quería.

Tres amigas y un compañero del bufete le habían dejado sendos mensajes, aunque ninguno era urgente ni importante. Y sí había uno de Brandon. Le decía que lo había pasado estupendamente con las niñas y que la llamaría el domingo.

De los premios, ni palabra. Ni siquiera parecía haber visto la ceremonia por televisión.

Al escuchar el mensaje, Allie volvió a notar que la invadía una intensa sensación de soledad. Era como si, en realidad, no formase parte de su vida, salvo cuando a él se le antojaba; e incluso entonces, casi de puntillas, sin entregarse nunca de verdad. Era como si estuviese de turista en su mundo. Por más que lo quisiera y por más que durasen sus relaciones, siempre había entre ellos una distancia casi palpable.

Allie apagó el contestador y fue a su dormitorio quitándose las horquillas del pelo. Se lo dejó suelto. Le llegaba casi a la cintura. Sin saber por qué, los ojos se le llenaron de lágrimas al quitarse el vestido y dejarlo en el respaldo de una silla.

Tenía veintinueve años y dudaba que ninguno de los hombres que había habido en La boda

su vida la hubiese querido de verdad. Se sintió muy sola al verse de pie desnuda entre los espejos del tocador. ¿La amaba Brandon? ¿Sería capaz alguna vez de ir más allá de los límites que él mismo se había fijado?; ¿de estar a su lado como intuía que Alan quería estar con Carmen? Era así de sencillo: Alan y Carmen acababan de conocerse hacía unas horas y él parecía volcado, sin temores ni titubeos. En cambio, Brandon, pese a llevar dos años de relaciones, parecía un hombre al borde de un barranco, incapaz de saltar o de retroceder.

Allie Steinberg estaba sola. Comprenderlo así era una de esas cosas que producen pánico cuando se piensan en la oscuridad de la noche, hasta casi hacerte gritar. Estaba totalmente sola. Y dondequiera que estuviese en aquellos momentos, Brandon también estaba solo.

 

La boda
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