16

Allie estaba ansiosa. Se había sentido así durante la semana anterior al viaje a Nueva York para conocer a la madre de Jeff. Sabía que él se pondría furioso si no conseguía quedar libre de compromisos. Pero como ya era jueves y no había surgido ningún imprevisto, respiró aliviada al ver que, al fin, podían hacer el equipaje. Pensó que se había angustiado sin razón. Ningún problema grave se interponía en su viaje. Era una estupidez que ir a conocer a su futura suegra la pusiese tan nerviosa. Eso mismo le dijo Jeff, que le aseguraba que su madre acabaría por tomarle cariño.

Ambos estaban muy cansados después de tantas semanas sometidos a una fuerte tensión. Pero todo parecía que iba a salir bien para ellos y para los clientes de Allie. Incluso Carmen estaba un poco mejor aquella semana. Por lo menos, desde que habían empezado a rodar la película tenía la mente ocupada. Se sentía muy sola sin Alan, pero hablaba con él de continuo con su móvil, del que no se separaba ni un instante. Lo llamaba a todas horas, de día y de noche. Más aun de lo que llamaba a Allie, que al fin se había decidido a pedirle que, por lo menos de madrugada, no la llamase de no ser algo muy importante. Carmen le había prometido que así lo haría pero, como su compulsión por llamar a alguien no era nada fácil de dominar, llamaba a Alan con más frecuencia.

—Me parece increíble que hayamos conseguido un fin de semana libre — dijo Jeff al dejar junto a la puerta de la entrada las dos bolsas del equipaje.

Ambos tenían entrevistas a primera hora de la mañana. Pero contaban con haber terminado a mediodía y salir enseguida hacia el aeropuerto.

—En esta época del año Southampton está precioso —le dijo Jeff.

Tanto mejor, pensaba Allie. Estaba contenta de poder pasar un fin de semana con Jeff, lejos de las obligaciones de ambos. Pero ir a conocer a la madre de La boda

Jeff la tenía inquieta, por más que Jeff tratase de tranquilizarla.

Allie pensaba ponerse un traje sastre azul marino de Givenchy. Quería darle impresión de respetabilidad a su futura suegra. Incluso había pensado recogerse el pelo. Al acostarse, Jeff le comentó lo bien que lo pasaba de pequeño en Southampton, durante las vacaciones de verano, cuando aún vivía su abuela.

Estaban tan agotados que, mientras hablaban, les fue bajando el tono y se quedaron dormidos casi a la vez.

Al poco, Allie creyó oír un lejano campanilleo. Quizá fuesen las campanas de una iglesia de Vermont, fantaseó mientras escuchaba entre las brumas del sueño. Hasta que de pronto reparó en que lo que sonaba era el teléfono. Brincó de la cama como siempre hacía, para que Jeff no la oyese. Pero, como de costumbre, él se había despertado antes que ella.

Al ponerse al teléfono, Allie vio en el reloj de la mesilla de noche que eran las cuatro y media.

—Si es Carmen, dile que planeo asesinarla —dijo Jeff dándose la vuelta para el otro lado—. Es absolutamente imposible dormir en esta casa... por lo menos cuando estás tú.

Jeff estaba enojado de verdad.

—Hola, ¿quién es? —dijo Allie en voz baja para no irritarlo más, furiosa por la nueva intrusión en su intimidad, y aterrada al pensar que pudiera tratarse de algo que les impidiese viajar a Nueva York.

—Soy Malachi, cariño —dijo O’Donovan con un tono que no dejaba lugar a dudas: estaba borracho.

—Haz el favor de no llamarme a estas horas, Malachi. ¿No sabes que son las cuatro y media de la madrugada?

—¿Madrugada? Para ti eso es media mañana.

Encima bromitas, pensó Allie crispada.

—Es que estoy en una bonita comisaría —añadió Malachi—. Me han dicho que puedo llamar a mi abogado. Y eso he hecho. Así que sé buena y ven a sacarme de aquí. Sólo tienes que pagar la fianza.

—¡Por el amor de Dios! —clamó Allie—. Seguro que ha sido un control de alcoholemia.

—¡Claro! Les he dicho que ya había soplado bastante, pero han insistido en Danielle Steel

que repitiera —siguió él en plan bromista.

Malachi O’Donovan coleccionaba multas por conducir bajo los efectos del alcohol igual que otros coleccionaban multas de aparcamiento. Allie le había advertido que, cualquier día, no podría salir bajo fianza, o que le retirarían el carnet. Pero, hasta la fecha, Malachi había tenido suerte. Sus frecuentes estancias en clínicas de desintoxicación lo habían librado muchas veces. Pero Allie estaba segura de que en esta ocasión le retirarían el carnet de conducir.

—Pues me haces una verdadera putada, ¿sabes? —se quejó Allie, que solía moderar su lenguaje. Pero estaba hasta el moño.

—Ya lo sé. Perdona —se excusó Malachi, que parecía sentirlo de verdad, lo que no era obstáculo para que quisiera que Allie fuese a sacarlo de la comisaría. Al fin y al cabo era su abogada.

—¿Y no puede ir otra persona a pagar la fianza? Es que estoy en Malibú... y son las cuatro y media.

Jeff tenía razón. Si no hubiese contestado al teléfono, Malachi habría tenido que aguardar unas horas y llamar a su despacho. Pero como había contestado, Malachi esperaba que ella corriese a rescatarlo. No era fácil decirle que no. Malachi era muy insistente.

—Está bien —cedió al fin Allie—. ¿Dónde estás?

Estaba en Beverly Hills. Lo habían parado por conducir en dirección contraria por Beverly Avenue. Al pedirle la documentación, vieron que llevaba un botellín de Jack Daniel’s entre las piernas y un paquetito de marihuana en la guantera. Había tenido suerte de no llevar más y de que los agentes no se mostrasen demasiado duros con él. Lo habían reconocido.

—Estaré ahí dentro de media hora —le dijo Allie, y colgó sin despedirse.

Allie miró a Jeff. Fingía estar dormido pero no lo estaba. Al ir de puntillas hacia la puerta la detuvo en seco su voz: —Si pierdes el avión y le damos otro plantón a mi madre, Allie, no hay boda —dijo con tono sereno pero firme.

—No me amenaces, Jeff. Hago lo que puedo. Pero no te preocupes, no perderé el avión.

—Procúralo —dijo él con un laconismo que revelaba lo enfadado que estaba.

Allie salió del dormitorio, se puso unos vaqueros y una blusa blanca en el La boda

salón y se marchó.

 

Ya en la autopista, iba despotricando contra todos. Estaba furiosa con Malachi O’Donovan, que se creía con derecho a hacer lo que se le antojase y que luego fuese ella a sacar las castañas del fuego. Estaba furiosa con Carmen, que la utilizaba como paño de lágrimas un día sí y otro también. Furiosa con Alan, que no hacía más que llamarla para pedirle que cuidase de su esposa. Y con Jeff por enfurecerse con ella, como si él no tuviese también unos horarios impresentables, que lo obligaban a levantarse a las cuatro para estar en los estudios a las cinco. Todo el mundo esperaba comprensión de ella. Si las cosas seguían así terminaría loca. Pero con quien más furiosa estaba era con Jeff. ¡Claro que estaría en el aeropuerto con tiempo! (eso esperaba), a menos que Malachi la hubiese armado muy gorda esta vez. Además, estaba segura de encontrar reporteros en la puerta de la comisaría.

Aparte de que día y noche estaban a la escucha en la frecuencia de la policía, siempre había filtraciones. Empezaba a estar harta. Por lo visto, todo el mundo creía que su misión en este mundo era solucionar los problemas de los demás.

Al detener el coche delante de la comisaría de Beverly Hills bajó y cerró de un portazo.

Se dirigió a la agente que atendía tras el mostrador de recepción, se identificó y añadió que era la abogada de Malachi O’Donovan. La agente la anunció al comisario y le dijo que aguardase.

Al cabo de unos minutos vio aparecer a O’Donovan acompañado por un agente. Tal como Malachi le había dicho, podía salir pagando la fianza. Pero en esta ocasión se le quedaban el carnet de conducir. Además, tendría que comparecer en el juzgado en la fecha que indicaba una cédula de citación que le dio el agente.

Allie vio con alivio que la comparecencia estaba fijada para dentro de un mes.

Después de cumplir con el trámite de la fianza, Allie lo llevó a casa. El incorregible roquero apestaba a whisky. Estaba empeñado en besarla para darle las gracias por sacarlo de la comisaría. Allie tuvo que ponerse seria y exigirle que se comportase.

La esposa de Malachi estaba dormida cuando llegaron a su casa y Allie se preguntó por qué no la había llamado a ella. Pero, en cuanto vio el recibimiento que le dispensó Arcoiris, que se puso a chillar como una histérica al despertarla Malachi y contarle lo ocurrido, comprendió por qué. Faltó poco para que llegasen a Danielle Steel

las manos.

 

Al llegar Allie a casa a las siete, Jeff estaba en la ducha. Había preparado café. Allie se sirvió una taza y se sentó en la cama. Estaba derrengada, como tantas otras noches a causa de los demás. De eso era precisamente de lo que se quejaba Jeff, no sin motivo. Pero poco podía hacer ella para evitarlo.

Jeff salió del cuarto de baño secándose el pelo con una toalla y se sobresaltó al verla. No la había oído entrar. No había más que verla para comprender que estaba agotada.

—¿Cómo ha ido?

—Le han retirado el carnet de conducir —contestó ella con abatimiento. Se recostó en el cabecero y él fue a sentarse a su lado.

—Siento haberme enfadado anoche, pero es que estoy harto de ver cómo abusan de ti. No es justo que se aprovechen de tu bondad de esa manera.

—Tampoco es justo que tú sufras las consecuencias —dijo ella con tono apaciguador—. Voy a tener que imponerme unas normas. Mientras íbamos en el coche he pensado que Malachi podía haber llamado a su esposa. Pero creo que le tiene miedo.

—Pues... haz que te lo tengan a ti —propuso Jeff, y se inclinó para besarla.

No podía entretenerse: tenía que estar en los estudios dentro de una hora—.

Descansa un poco —le dijo.

—Sí, lo necesito de verdad.

—Iré a recogerte a las doce.

—Estaré lista —prometió ella.

 

Allie dio una cabezada y llegó a su despacho a las nueve, con las bolsas de ambos en el coche. Alice tenía un montón de mensajes para ella, además de una bandeja repleta de papeles por despachar. Mientras le echaba un vistazo a todo entró Alice con un ejemplar de Chatter.

—Por favor... No me lo enseñes. Me importa un pito lo que diga esa gente — La boda

la atajó Allie crispada. Si se trata de algo que afectase mucho a alguno de mis clientes no podría salir de Los Ángeles...

Alice dejó la revista encima de la mesa como si le quemase las manos. Allie comprendió enseguida por qué. Las fotografías eran horribles y los titulares no tenían desperdicio. A Carmen le iba a dar un ataque de nervios cuando lo viese.

—¡Mierda! —exclamó Allie mirando a su secretaria con cara de espanto—.

Será mejor que la llame.

No le dio tiempo. Sonó el teléfono.

—Acabo de verlo —dijo Carmen lacónicamente—. Quiero que les pongas una querella.

—No creo que sea conveniente —repuso Allie, aunque entendía perfectamente cómo se sentía Carmen, e imaginaba que Alan no reaccionaría mucho mejor.

Chatter publicaba que Carmen Connors, esposa de Alan Carr, había ido a Europa para abortar. Incluían fotografías de Carmen saliendo de una clínica en actitud furtiva. Pero no era ella sino una doble.

—Me van a destrozar. ¿Cómo pueden decir algo semejante? —se lamentó Carmen sollozando.

Allie no sabía qué decirle. Pero de lo que estaba segura era de que querellarse contra publicaciones como Chatter no hacía sino empeorar las cosas.

Eran la hez de la tierra, pero tenían buenos abogados que las asesoraban para protegerse, y rara vez fallaban.

—¿Por qué me hacen esto? —gimió Carmen.

Allie se sentía impotente. Nada podía hacer para evitar el daño que el reportaje pudiera hacerle a Carmen.

—Porque eso vende. Deberías saberlo. Cuanta más basura echan sobre la gente más venden.

—¿Y si lo ve mi abuela?

—Lo entenderá. Nadie cree en lo que publica esa gentuza.

—Ella sí —replicó Carmen entre risas y lágrimas—. Es capaz de creer que una octogenaria ha dado a luz quintillizos.

—Pues dile que son una pandilla de embusteros —dijo Allie—. Lo siento, Danielle Steel

Carmen, de verdad que lo siento —añadió, y lo decía de corazón. No le resultaba difícil imaginar lo que tenía que ser chocarse de continuo con infundios. Era muy doloroso.

Un periódico local publicaba en su portada la noticia de la detención de Malachi O’Donovan. Por lo visto, sus clientes no tenían su día.

—Será mejor que llames a Alan y se lo expliques antes de que lo vea él —le aconsejó Allie—. También en Europa leen esta basura.

Pero, nada más colgar, llamó Alan desde Suiza. Su agente lo había informado.

—Voy a querellarme contra esos cabrones —tronó Alan—. La pobre Carmen estuvo a punto de desangrarse en la ambulancia. Y lleva seis semanas sin parar de llorar por haber abortado. ¡Es para matarlos! ¿Lo ha visto Carmen ya?

—Acabo de hablar con ella —dijo Allie, tan exasperada como él. Sólo había dormido cuatro horas y no había parado en toda la mañana—. Carmen también quiere querellarse. Pero te diré lo mismo que a ella: no vale la pena. Lo único que conseguiréis es aumentar sus ventas. Que les den por el culo. —Era rarísimo oírle esas expresiones a Allie, pero estaba fuera de sí—. Ni caso, Alan —añadió—. No os gastéis el dinero en abogados —ironizó.

—Oh, Allie, ¡si todos fuesen como tú! —exclamó él algo más calmado—.

¿Cómo estás?

—Mejor no te lo cuento. Me han vuelto loca estos días. Pero, en fin... dentro de dos horas he de estar en el aeropuerto para embarcar. Voy a Southampton a conocer a mi futura suegra.

—¡Que la fuerza te acompañe! —bromeó él.

—¿Cuándo regresas?

—Va todo muy bien pero no podré regresar hasta agosto —contestó él con un dejo de preocupación—. ¿Cómo está Carmen? Hablamos con mucha frecuencia y se la nota muy abatida. No consigo animarla.

—Ya lo sé. Yo tampoco. Y menos mal que el rodaje la tiene ocupada. En el fondo, lo único que le ocurre es que te echa de menos.

Allie había necesitado desplegar toda su capacidad de persuasión para evitar que Carmen lo plantase todo y se marchase a Suiza. Y el reportaje de Chatter no iba a contribuir precisamente a tranquilizarla. Allie lamentaba tener que dejarla La boda

sola aquel fin de semana, pero no podía hacer otra cosa.

—Ya también la echo de menos —dijo Alan.

—¿Qué tal la película?

—Ya te lo he dicho. Estupendamente. Al final me he salido con la mía y no me van a doblar prácticamente en ninguna escena.

—Pues... no se te ocurra decírselo a Carmen, porque es capaz de presentarse ahí con un botiquín.

Se echaron a reír. Alan le dijo que en agosto se verían, aunque Allie estaba convencida de que hablaría con él muchas veces antes de verse de nuevo.

Nada más despedirse y colgar, llegó Jeff.

—¿Lista? —le preguntó como si, al verla junto al teléfono, temiese nuevos contratiempos.

Pero no. En esta ocasión Allie no pensaba dar lugar al menor retraso.

—Lista —contestó, y se levantó mirando de reojo el ejemplar de Chatter.

—Bonito —bromeó él. Estaba visto que la prensa amarilla no se detenía ante nada. Incluso habían recurrido a entrevistar a dos enfermeras, a las que sin duda habían pagado, y habían distorsionado todo lo que ellas dijeron—. ¿Lo han visto ellos?

—He hablado por teléfono con los dos y están que se suben por las paredes.

Quieren querellarse. Pero les he dicho que no merece la pena, que lo único que conseguirán es que Chatter venda más ejemplares.

—Los compadezco. Yo no podría soportar vivir así.

—Tienen sus compensaciones —dijo Allie, aunque no estaba muy segura de que mereciesen la pena. La fama tenía un precio excesivo.

Dejaron los coches en el aparcamiento del bufete y fueron en taxi al aeropuerto. Jeff no podía creer que en esta ocasión no hubiese ocurrido nada que entorpeciese sus planes.

 

Dos horas después habían embarcado.

Jeff miró a Allie muy sonriente al despegar el avión. Se habían permitido el Danielle Steel

capricho de viajar en primera clase. Se recostaron en el respaldo muy risueños y pidieron champán.

—¡Lo conseguimos! —exclamó él besándola—. Mi madre estará contentísima.

También lo estaba Allie, por el solo hecho de viajar con él y olvidarse durante un par de días del agobio del trabajo. Aún no habían decidido dónde iban a pasar la luna de miel. Pensaban tomarse tres semanas de vacaciones y, aunque aún no lo habían concretado, tenían intención de ir a Europa. En otoño Italia estaba maravillosa, sobre todo Venecia. Luego irían a París y quizá a Londres, donde aprovecharían para ver a unos amigos. Pero a Jeff también le seducía la idea de ir a alguna playa paradisíaca, a las Bahamas o Bora Bora, como hicieron Carmen y Alan. Pero a Allie no acababa de convencerle ir tan lejos.

Charlaron animadamente durante casi una hora acerca de la proyectada luna de miel. El solo hecho de hablarlo se les antojaba un verdadero lujo. También hablaron de la boda. Jeff pensaba pedirle a Alan que fuese su padrino y que el hermano de Allie, Tony Jacobson y el director de la película fuesen sus testigos.

Allie tenía decidido quiénes serían sus damas de honor: su hermana Samantha y Carmen. También pensaba pedírselo a una compañera del colegio mayor, Nancy Towers. Pero vivía en Londres y hacía cinco años que no se veían.

—A lo mejor para ella no es problema desplazarse —le dijo Jeff.

Allie también pensaba en otra vieja amiga, del instituto, Jessica Farnsworth, que vivía en Nueva Inglaterra desde hacía años. Desde entonces no se habían visto pero, de pequeñas habían sido como hermanas. Jeff estuvo de acuerdo en proponérselo. También repasaron la lista provisional de invitados. Contaban con los Weissman, por supuesto, y con muchos de sus amigos y compañeros de trabajo. Allie pensaba que Jeff debía invitar a algunos de sus amigos de Nueva York y Nueva Inglaterra. Pero él le comentó que difícilmente se desplazarían, porque o eran demasiado pobres o no podrían a causa del trabajo. De todas maneras, accedió a invitarlos.

Fue un vuelo plácido. Jeff incluso pudo tomar notas para el guión y ella releer algunos documentos que llevaba en el maletín. Luego, Allie sacó una novela, pero antes de acabar la primera página se quedó medio adormilada, con la cabeza recostada en el hombro de Jeff, que la miró con ternura y la tapó con la manta.

—Te quiero —le susurró, y le acarició la mejilla y la besó en los labios.

—Yo también —musitó ella.

La boda

Se quedó dormida enseguida y no despertó hasta que aterrizaron. Jeff tuvo que zarandearla un poco para sacarla de su profundo sueño. No era de extrañar, después de la paliza que se había dado durante los últimos días y de apenas haber dormido la noche anterior.

—Te has quedado como un tronco —le dijo él.

Una vez en la terminal fueron a la sección de recogida de equipajes y aguardaron junto a la cinta transportadora. Jeff había alquilado por teléfono una limusina, para que los esperase en el aeropuerto y los llevase a Southampton. Jeff quería que aquel fin de semana fuese lo más agradable posible para Allie, un buen recuerdo de los preparativos de su boda. También en la limusina había champán, una botella de espumoso francés. Era una limusina antigua pero muy lujosa.

—¿También tenéis estos trastos en Nueva York? —se burló Allie—. Yo creía que sólo los alquilaban actores y roqueros.

—Bueno... también los alquilan los narcos, ¿no? —bromeó él.

Jeff le recordó que se habían conocido allí hacía cinco meses y que ahora estaban a punto de casarse. Sólo faltaban dos meses y medio para la boda. Parecía increíble.

El trayecto hasta Southampton duró casi exactamente las dos horas que él había calculado. Hacía calor, porque estaban ya en junio, pero con el aire acondicionado no lo notaban. De todas maneras, Jeff se había quitado la chaqueta y la corbata y se había remangado su impecable camisa azul. Pero incluso en mangas de camisa estaba elegante.

—Yo debo de tener un aspecto horrible —dijo Allie, y se soltó el pelo, se lo cepilló y volvió a recogerlo. La verdad era que estaba preciosa con su traje sastre azul de Givenchy, aunque se le había arrugado un poco durante el vuelo—. Tenía que haberme quitado la falda —añadió dirigiéndole a Jeff una maliciosa sonrisa.

—¡Menudo espectáculo! —exclamó él, y le sirvió más champán y la besó.

—Me va a venir estupendamente. Si me presento en casa de tu madre dando tumbos le causaré una gran impresión.

—Se la causarás aunque estés sobria. Ya te lo dije: te tomará cariño —le aseguró él.

Jeff tenía el convencimiento de que Allie sabría ganársela. Le sonrió cariñosamente y ella le mostró el anillo y lo miró a los ojos, más radiante que la esmeralda.

La boda
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