Danielle Steel

Allie se habría sentido muy vulnerable si reconocía que tenía serios problemas con Brandon. Quizá porque sus padres habían tenido siempre una relación perfecta.

—Iré con Alan —dijo Allie.

—Muy amable por su parte —dijo Blaire, y se sentó en una silla junto a la cama con expresión ceñuda.

Allie la miró. Sabía que la conversación no iba a quedar así, que le harían las inevitables preguntas. ¿Por qué no se divorciaba Brandon? ¿Por qué iba tan a menudo a San Francisco a ver a su ex esposa? ¿Creía que sus relaciones tenían futuro? ¿Era consciente de que estaba a punto de cumplir los treinta años?

—¿No te afecta que no esté contigo en momentos importantes para ti? —le preguntó su madre. Sus intensos ojos azules la miraban de un modo que le llegaba a lo más profundo del corazón.

—A veces. Pero, como dice él, ya somos mayorcitos, tenemos una profesión absorbente y muchas obligaciones, no siempre podemos estar juntos y debemos hacernos cargo. No creo que haya que darle mayor importancia. Tiene dos hijas que viven en otra ciudad y necesita verlas.

—Pero podría organizarse mejor, ser más oportuno, ¿no crees?

Allie sintió ganas de llorar. Lo último que deseaba aquella noche era defender a Brandon. Ya estaba bastante disgustada, sólo le faltaba tener que justificar su comportamiento. Pero, mientras se sostenían la mirada, un tanto violentas, un joven alto y moreno se asomó por la puerta.

—¿A quién estáis despellejando? A Brandon, seguro; o ¿hay alguien más en el horizonte? —dijo su hermano Scott, que acababa de llegar desde el aeropuerto.

Allie se incorporó en la cama y lo miró risueña al verlo acercarse, sentarse a su lado y abrazarla.

—¡Dios mío! ¡Menudo estirón has vuelto a dar! —exclamó Allie.

Blaire los miró sonriente. Scott se parecía mucho a su padre. Medía ya un metro noventa y cinco, aunque no era probable que pasara de ahí. Jugaba al baloncesto en Stanford.

—¿Y qué número calzas? —le preguntó Allie por chinchar. Porque una de las bromas de la familia era decirle a Scott que podía dormir de pie.

—El cuarenta y cinco. ¿Qué pasa? —repuso Scott, y abrazó a su madre y La boda

luego se sentó en el suelo a charlar con ellas—. ¿Y papá?

—Debe de estar al llegar. Lo han entretenido un poco en el despacho. Sam está arriba y la cena estará dentro de diez minutos.

—Me muero de hambre —dijo Scott, que tenía un aspecto magnífico. No había más que mirar a su madre para reparar en lo orgullosa que estaba de él.

Todos lo estaban. Sería un buen médico—. ¿Qué se cuece en los Golden, mamá?

¿Vais a ganar o, por una vez, nos vais a decepcionar?

—Me temo que vamos a decepcionaros —repuso Blaire riendo. Prefería no pensar en los premios. Pese a los muchos años que llevaba escribiendo y produciendo series para televisión, las nominaciones siempre la ponían nerviosa—.

Me parece que con el premio de tu padre sí podemos contar —añadió en tono críptico, sin extenderse en más explicaciones.

Cinco minutos después, Simon Steinberg subía con su coche por la rampa de acceso. Todos corrieron escaleras abajo y Blaire le gritó a Samantha que colgase el teléfono y bajase a cenar.

Fue una cena muy animada. Padre e hijo hicieron causa común para compensar su inferioridad numérica y comentaron los premios. Samantha hizo una serie de preguntas acerca de Carmen: cómo era, cómo iba a ir vestida, con quién iría. En plena conversación, Blaire se reclinó en la silla y los miró. Allí estaban sus tres hijos y el esposo a quien amaba desde hacía tantos años. Era aún casi tan alto como Scott y muy apuesto. Tenía las sienes ligeramente plateadas y algunas patas de gallo, pero tales muestras del paso del tiempo no hacían sino añadirle encanto. Era un hombre extraordinariamente atractivo. Blaire aún sentía un cosquilleo con sólo mirarlo. Aunque a veces eso implicara también cierto dolor, al comprender lo mucho que ella estaba cambiando. Él parecía incombustible. Es más, daba la impresión de estar mejor a cada año que pasaba. Pero ella se sentía ahora distinta. Estaba más preocupada por él y los niños que antes, y más inquieta también por su profesión. Temía quedar anticuada; que el descenso en el nivel de audiencia registrado a lo largo del año anticipase una caída en picado. También le preocupaba que Samantha fuese a ingresar en la universidad. ¿Y si optaba por estudiar en el Este, o por vivir en la residencia de estudiantes, aunque fuese a Los Ángeles? ¿Qué iba a hacer cuando ya no le quedase ningún hijo en casa? ¿Y si ya no la necesitaban más? ¿Y si dejaban de contratarla en televisión? ¿Qué sería de ella cuando todo eso hubiese terminado? ¿Y si, pese a todo, las cosas cambiaban con Simon? Pero pensaba que eran aprensiones injustificadas.

A menudo trataba de hablar de ello con Simon, de decirle que a veces la Danielle Steel

embargaban temores acerca de su vida, de su aspecto físico. Temía «el cambio». Se había producido a lo largo de los dos últimos años, y sabía que su aspecto había cambiado, por más que todos le dijesen que estaba «igual». Envejecía. Y le resultaba doloroso comprobar haber cambiado más que Simon. Le parecía asombroso que todo se hubiese producido tan rápidamente, haber llegado tan pronto a los cincuenta y cuatro. No tardaría en cumplir los cincuenta y cinco... y luego los sesenta. Sentía ganas de gritar «Oh no, Dios mío, detén el reloj. Necesito un poco más de tiempo». Se le hacía extraño que Simon no lo entendiese. Porque los hombres tenían más tiempo; sus hormonas no empezaban súbitamente a cambiar a los cincuenta; su aspecto se modificaba de un modo más sutil; y siempre tenían la opción de encontrar una esposa a la que doblasen en edad y tener otra media docena de hijos. Aunque no los quisieran, como decía siempre Simon cuando Blaire le recordaba que él podía tener más hijos y ella no, que aunque no tuviese ningún interés en tener más podía tenerlos y que eso marcaba una gran diferencia entre ambos. Pero él le restaba importancia diciéndole que estaba estresada por el trabajo y eso le hacía decir tonterías.

—Por el amor de Dios, Blaire, lo último que desearía yo sería tener más hijos. Adoro a los que tengo. Pero si Samantha no se hace pronto mayor y se va a vivir a su propio apartamento con su maldita cadena, creo que me volveré loco o me quedaré sordo.

Blaire sabía que Simon fanfarroneaba. Tampoco él quería que Samantha se marchase. Samantha era la niñita de sus ojos. ¿Por qué tenía que ser todo más fácil para él?, se preguntaba Blaire. ¿Por qué encajaba mejor los problemas? ¿Por qué se preocupaba menos que ella por las notas de Scott, y por el hecho de que Allie siguiese con Brandon después de dos años, pese a que él seguía casado?

Pero nada de todo esto salió a relucir durante la cena. Hablaron de otras cosas. Simon y Scott de béisbol, de Stanford y de un posible viaje a China. Y luego hablaron todos de los Golden Globes. Scott se estuvo metiendo con Sam acerca del último chico con que había salido. Le dijo que era un patán y Samantha lo defendió vehementemente, aunque insistiendo en que el chico no le gustaba. Por su parte, Blaire anunció que sus niveles de audiencia habían vuelto a subir después de un breve descenso el mes anterior, y que pensaba reformar el jardín y la cocina el verano siguiente.

—¡Menuda novedad! —exclamó Simon mirándola risueño—. ¿Desde cuándo no te lías a hacer reformas? A mí me gusta el jardín como está. ¿Para qué cambiarlo?

La boda

—He encontrado un fabuloso jardinero inglés. Dice que puede cambiarlo todo de arriba abajo en dos meses. Lo de la cocina es otra historia —explicó Blaire sonriente—. Espero que a todos os guste el restaurante de la carretera. Tendremos que comer allí desde mayo a septiembre.

Se oyó un murmullo de desaprobación y Simon le dirigió a Scott una mirada de resignación.

—Pues... mira, creo que coincide con la temporadita que podríamos pasar nosotros en China —dijo Simon.

—No vais a ir a ninguna parte —replicó Blaire mirándolos con severidad—.

Tenemos rodaje todo el verano y no quiero volver a quedarme aquí sola.

Todos los años padre e hijo hacían un viaje juntos, por lo general a algún lugar donde Blaire no pudiera localizarlos, como Samoa o Botswana.

—Podríais ir a Acapulco a pasar un fin de semana.

Scott se echó a reír y, entre bromas y veras, siguieron de sobremesa hasta las nueve. Allie se levantó entonces y dijo que tenía que volver a su casa a terminar un escrito.

—Trabajas demasiado —la reconvino su madre.

—¿Y tú no? —replicó Allie sonriente. Porque no conocía a nadie que trabajase tanto como ella. Le parecía admirable—. Os veré mañana por la noche en los Golden —añadió al levantarse todos de la mesa.

—¿Quieres que vayamos juntos? —preguntó Blaire.

—No, mamá. Alan nunca es puntual y lo paran continuamente, vaya a donde vaya. Además, probablemente luego querrá que vayamos a tomar algo. Es mejor que nos encontremos allí.

—O sea que vas con Alan en lugar de con Brandon —dijo Samantha mirando con perplejidad a su hermana—. ¿Cómo es eso?

—Ha tenido que ir a San Francisco a ver a sus hijas —respondió Allie, que tenía la sensación de haberlo explicado ya mil veces, y empezaba a estar harta.

—¿Estás segura de que no se acuesta con su ex esposa? —dijo Samantha tan bruscamente que, por un instante, su hermana se quedó sin aliento.

Allie se rehízo enseguida y miró furiosa a Sam.

—¡Eso es una impertinencia, nena! —exclamó Allie—. Podías habértelo Danielle Steel

ahorrado. Calladita estás más guapa —añadió crispada.

—La que se pica ajos come —dijo Samantha con tono malicioso y desafiante.

—Eh, eh, para el carro, Sam —intervino Scott al ver lo alterada que estaba Allie—. La vida sexual de Brandon no es asunto nuestro.

—Gracias —le susurró Allie instantes después, al despedirse de él y darle un beso.

¿Por qué le había afectado tanto el comentario de Samantha? ¿Lo pensaba de verdad? ¿Eso lo temía en el fondo? Por supuesto que no. Joanie era una quejica que dependía totalmente de Brandon, y además había engordado mucho. Brandon le había comentado muchas veces lo poco atractiva que estaba. Pero esa no era la cuestión. Lo que le dolía a Allie era tener que defenderlo. Era obvio que toda su familia pensaba que Brandon debió haberla acompañado; o sea, lo mismo que pensaba ella, y seguía furiosa por que no hubiese cenado con ellos.

Allie volvió a darle vueltas durante el trayecto a casa y, al llegar, estaba aun más furiosa con él. Estuvo cavilando un buen rato, trató en vano de trabajar un poco y, al final, se decidió a llamarlo. Sabía de memoria el número de teléfono del hotel en que se alojaba y lo marcó con dedos temblorosos. Quizá aún pudiera convencerlo de que regresara antes. Pero en tal caso tendría que explicarle a Alan que no podrían ir juntos, y le resultaría violento. Porque, por más amigos que fuesen, no le haría ninguna gracia y tendría que darle explicaciones.

Le pasaron la llamada a la habitación de Brandon y Allie aguardó en vano.

Eran más de las diez pero no contestaba. Le pidió a la telefonista que insistiese, por si acaso se habían equivocado de habitación. Pero no estaba. Probablemente aún seguía en casa de Joanie, hablando del divorcio. Cuando las niñas se acostaban, a veces él y Joanie pasaban horas discutiendo, le había contado Brandon. Pero, al pensarlo ahora, el comentario de Samantha de que acaso se acostase aún con Joanie la descompuso. Estaba furiosa con él por estar allí, y con su hermana por haber dicho aquello. Pero no era cuestión de pasarse la vida pendiente de lo que él hiciera, ni de sentirse insegura por las irreflexivas palabras de una adolescente. Ya tenía la vida bastante complicada. No era cuestión de complicársela más sacando las cosas de quicio. Y, casi nada más colgar, sonó el teléfono. Allie sonrió para sí. Se había puesto histérica por nada. Seguramente era Brandon, recién llegado al hotel.

Pero no lo era. Era Carmen Connors, llorosa.

—¿Qué te pasa?

—Acabo de recibir una amenaza de muerte —dijo Carmen sollozando.

La boda

La asustada actriz añadió que quería volver a Oregón. Pero tenía una profesión de la que no era tan fácil apearse. Debía cumplir con contratos para varias películas. Todo el mundo quería contratar a Carmen Connors.

—¿Cómo te ha llegado? —preguntó Allie frunciendo el entrecejo—.

Tranquilízate y cuéntamelo.

—Por carta. Abrí la correspondencia después de cenar y encontré un anónimo que dice... —Rompió a llorar de nuevo y luego añadió con voz entrecortada—: Dice que soy una zorra y que no merezco vivir ni una hora más; que me burlo de él, que soy una puta y que me va a liquidar.

Oh, Dios, pensó Allie. De esos era de los que más había que guardarse; de los que imaginaban que tenían una relación o algún derecho sobre una y que, por la razón que fuese, se sentían burlados. Eran los más peligrosos. Pero no quería asustar más a Carmen.

—No parece que sea nadie que de verdad conozcas, ¿no, Carmen? Alguien con quien hayas salido y que pueda estar furioso por negarte a volver a salir con él, ¿no?

Por lo menos esa pregunta tenía que hacérsela, aunque sabía que en estas cosas Carmen era muy circunspecta. A pesar de las historias que publicaban los periódicos sensacionalistas, Carmen llevaba una vida más casta que una monja.

—No he salido con nadie desde hace ocho meses —dijo Carmen—, y los dos últimos con que salí se han casado en estos meses.

—Bueno, pues cálmate. Conecta la alarma —dijo Allie como si hablase como una niña.

—Ya lo he hecho.

—Bien. Llama al vigilante de seguridad de la entrada y cuéntale lo de la carta. Yo llamaré a la policía y al FBI y nos entrevistaremos con ellos mañana. No tiene mucho sentido hacer nada esta noche, pero los llamaré para informarlos.

Seguramente la policía ordenará a un coche-patrulla que pase frente a tu casa cada media hora. ¿Por qué no entras uno de los perros? Estarás más segura.

—No puedo... Me dan miedo —dijo Carmen muy nerviosa.

Allie se echó a reír y consiguió atenuar un poco la tensión.

—Claro. Por eso te los compré. Por lo menos tenlos sueltos por el jardín. Es probable que no sea más que una gamberrada. Pero no está de más tener cuidado.

Danielle Steel

—¿Por qué hace la gente cosas así? —se lamentó Carmen.

No era la primera vez que la joven Connors recibía amenazas. La aterraban.

Pero nadie había llegado nunca a atentar contra ella. Era la cruz de la mayoría de las celebridades. Que Allie supiera, rara era la actriz o actor famosos que no hubiesen sido amenazados alguna vez. Eran los gajes desagradables del oficio. Sus propios padres habían sido amenazados varias veces; incluso recibieran una amenaza de secuestro cuando se hermana tenía once años. Su madre contrató un guardaespaldas que, durante seis meses, los tuvo a todos desquiciados. Se pasaba el día y la noche viendo la televisión y derramaba el café sobre las alfombras. Pero si era necesario, Allie contrataría uno para Carmen. En realidad, ya había pensado proporcionarle protección para la ceremonia de los Golden Globes. Había dos guardaespaldas, un hombre y una mujer, que le inspiraban mucha confianza. Los contrataba a menudo.

—Los tipos que hacen eso no son más que unos pobres desgraciados, Carmen. Sólo quieren llamar la atención: creen que si se acercan lo bastante a ti conseguirán un poco de brillo. Es un modo enfermizo de conseguirlo, pero no dejes que esa gente te quite el sueño. Voy a ver si puedo contratarte a un par de guardaespaldas para mañana por la noche. Como son hombre y mujer, pueden pasar por una pareja que asiste al acto. —Allie se lo explicó en tono tranquilizador.

Había afrontado muchas situaciones similares con sus clientes y casi siempre era muy convincente.

—¿Sabes qué te digo? Que a lo mejor no voy —dijo Carmen sin acabar de tranquilizarse—. ¿Y si alguien me pega un tiro durante la ceremonia? Quiero volver a Portland —añadió llorosa.

—Nadie va a pegarte un tiro durante la ceremonia. Además iremos juntas.

¿Quién es tu pareja?

—Un tal Michael Guiness. Los estudios me han emparejado con él. No lo he visto en mi vida —dijo Carmen, contrariada.

—Pues yo sí. Y es un buen tipo —dijo Allie para animarla.

Michael Guiness era homosexual. Pero no era una «loca» y sí en cambio un joven actor que prometía. Probablemente en los estudios habían pensado que ir con Carmen Connors sería bueno para su imagen. Entre otras cosas porque su homosexualidad era conocida en pequeños círculos del mundillo, pero no era del dominio público.

—Me ocuparé de todo. Tú sólo cálmate y duerme bien.

La boda

Allie sabía que muchas noches Carmen no lograba conciliar el sueño. Se quedaba viendo la televisión hasta las tantas, bien porque estaba asustada o porque se sentía sola.

—¿Con quién irás tú? —preguntó Carmen, casi por decir algo, porque daba por sentado que iría con Brandon. Habían coincidido un par de veces y le parecía una persona seria, aunque aburrida. De ahí que la respuesta de Allie le sorprendiese.

—Voy con un ex compañero del instituto, Alan Carr —dijo Allie distraídamente, a la vez que tomaba notas para llamar a la policía y el FBI: —¡Madre mía! —exclamó Carmen estupefacta—. ¿Con Alan Carr? ¿Bromeas?

¿Fuiste al instituto con él?

—Con el mismísimo Alan Carr —dijo Allie, muerta de risa por la reacción de Carmen.

—He visto todas sus películas.

—Y yo también. Y créeme, algunas son una porquería —dijo a sabiendas de que otras eran estupendas—. No paro de decirle que ha de cambiar de representante, pero Alan es muy testarudo.

—Oh, Dios mío... y está... cachas-cachas.

—Aparte de que es una gran persona. Te encantará —dijo Allie, preguntándose si ocurriría lo mismo a la inversa. Quién sabe, a lo mejor surgía un flechazo, lo que no dejaría de tener su gracia—. Después iremos a tomar una copa.

Y podemos llevaros a Michael y a ti en el coche al auditorio de los Golden, si queréis.

—¡Me encantaría!

La perspectiva pareció disipar como por ensalmo todos los temores de Carmen Connors, que se despidió de Allie con voz casi cantarina.

La joven abogada se reclinó en el sillón y permaneció unos momentos mirando por la ventana, pensando en lo sorprendente que era la vida. El mayor sex symbol de América no había tenido un ligue en ocho meses, y la amenazaba de muerte un psicópata que pretendía tener algún derecho sobre ella. Era el mundo del revés. Y, encima, a Carmen le impresionaba que ella conociese a Alan Carr. De locos.

Allie miró el reloj. Habían hablado más de una hora. Eran casi las doce y Danielle Steel

Allie casi no se atrevía a volver a llamar a Brandon. Pero terminó por hacerlo.

Probablemente la habría llamado mientras ella hablaba con Carmen. Pero en el hotel le dijeron que aún no había regresado y le dejó otro mensaje, pidiéndole que la llamase.

Se acostó a la una, sin que Brandon la hubiese llamado. Pero renunció a insistir. Recordar el comentario de su hermana la inquietaba. No sabía qué podía estar haciendo Brandon, aunque estaba segura de que no se acostaba con Joanie.

¿Qué podía estar haciendo a esas horas en San Francisco? Era una ciudad pequeña con escasa vida nocturna. Que a las diez de la noche quitaban las calles, solían decir. Dudaba que hubiese ido a un nightclub. Lo más probable era que aún estuviese discutiendo con Joanie acerca de la casa o del apartamento de Tahoe.

Samantha no tenía ningún derecho a pensar de él lo que pensaba. Se enfurecía al recordar las palabras de su hermana. ¿Por qué se mostraba todo el mundo tan desagradable con él? ¿Y por qué tenía ella siempre que salir en su defensa y contestar preguntas acerca de su comportamiento?

El teléfono siguió sin sonar y, hacia las dos, Allie terminó por quedarse dormida. Sonó a las cuatro de la madrugada. Allie se sobresaltó pensando que era él. Pero era Carmen, que había oído un ruido y se había asustado. Le hablaba en susurros, tan aterrada que no podía articular nada coherente. Allie tardó casi una hora en volver a calmarla. Estuvo tentada de vestirse e ir a su casa. Pero Carmen insistió en que no fuese, que se tranquilizaría. Cuando se despidieron, a las cinco, Carmen se deshizo en excusas.

—No tienes por qué excusarte. Pero duerme, porque de lo contrario tendrás un aspecto horrible esta noche. Es muy probable que ganes. Así que te conviene estar bien guapa. Anda, vuelve a la cama —dijo Allie en plan hermana mayor.

—Te haré caso —dijo Carmen riendo. Se sentía como una niña.

Cinco minutos después de volver a apagar la luz, Allie se quedó dormida.

Estaba exhausta. No movió un músculo hasta las ocho. La despertó el teléfono.

—Hola, soy Brandon. ¿Estabas ya levantada?

Allie apenas había dormido tres horas seguidas. Se le notaba en la voz.

—Levantada... por enésima vez. Carmen ha tenido un pequeño problema.

—¡Vaya por Dios! No sé por qué tienes tanta paciencia con esa loca. Deberías limitarte a que dejen los mensajes en el contestador. O desconectar el teléfono cuando te acuestas.

La boda

Pero eso no iba con el carácter de Allie. Brandon no lo entendía.

—No me importa —dijo ella—. Estoy acostumbrada. Además, la han amenazado de muerte.

Al volver a mirar el reloj, Allie recordó que tenía que llamar a la policía y el FBI para informar de lo ocurrido. Iba a tener una mañana ajetreada.

—¿Dónde estabas anoche? —preguntó, procurando que su tono no resultase acusador e ignorar el comentario de Samantha.

—Salí con unos amigos. ¿Qué era tanta urgencia? ¿Por qué me has llamado dos veces?

—Nada —dijo Allie a la defensiva—. Sólo quería darte las buenas noches.

Pensé que verías a las niñas anoche. —De no ser así, ¿por qué tenía que estar en San Francisco el viernes?

—Y así era. Pero el avión llegó con retraso y Joanie me dijo que las niñas estaban muy cansadas. De modo que llamé a dos ex compañeros de trabajo.

Fuimos de copas.

Allie olvidaba a veces que Brandon había vivido allí.

—Me he alarmado un poco al llegar al hotel y ver que habías dejado dos mensajes. Pero no he querido despertarte de madrugada. Aunque, por lo visto, podría hacer como tus clientes, sin problemas. —Brandon estaba en desacuerdo en que Allie atendiese llamadas a semejantes horas, aunque, ciertamente, los clientes sólo la llamaban si tenían algún problema serio.

—Bueno, por lo menos lo habrás pasado bien —dijo Allie procurando no exteriorizar enojo ni decepción.

—Sí... De vez en cuando me gusta volver por aquí. Anoche lo pasamos estupendamente. No salía de copas con ellos desde hacía siglos.

No es que a ella le hiciese mucha gracia, pero comprendía que le gustase salir con sus amigos. Además, la verdad era que estaba tan desbordado por el trabajo que rara vez salía.

—Iré a recoger a las niñas a las nueve. Les he prometido llevarlas a Sausalito y puede que a Stinson a pasar el día. Lástima que no estés aquí —dijo él en tono cariñoso.

—Voy a hablar con la policía y quizá con el FBI esta mañana a propósito de lo de Carmen. La amenaza le ha llegado en una carta anónima. Y luego... ya sabes, Danielle Steel

he de asistir a la ceremonia de los Golden.

—Puede estar bien —dijo Brandon como si la cosa no fuese con él—. ¿Qué tal la cena anoche?

—Bien. Como siempre. Los Steinberg al completo. Y estuvo Scott. Sam está un poco impertinente. Pero supongo que es cosa de la edad. Con no hacerle caso...

—Eso es porque tu madre la tiene muy consentida. Mala táctica, porque ya empieza a ser demasiado mayorcita para meterla en cintura. Me extraña que tu padre no se imponga.

Allie pensó que Brandon se mostraba un poco duro y, aunque no estaba del todo en desacuerdo con él, le sorprendía que criticase tan a la ligera a su hermana.

Porque ella se guardaba bien de criticar a sus hijas.

—Mi padre la adora. Y últimamente la han llamado varias veces para posar.

Puede que se le esté subiendo un poco a la cabeza y crea que pueda decir todo lo que se le antoje —dijo Allie. Seguía pensando en el comentario de Samantha, que ahora la hacía sentirse doblemente enojada por haberse preocupado en vano. En realidad, si le había dado tanta importancia era a causa de su enfado por el viaje de Brandon.

—Cualquier día tendrá problemas con sus sesiones. Un fotógrafo se la querrá tirar o le ofrecerán drogas. Me parece un ambiente malsano para ella. Me sorprende que tus padres se lo consientan.

Para Brandon, el mundillo del espectáculo era enfermizo. No se recataba en decirlo así, y que nunca dejaría que sus hijas fuesen modelos ni actrices, ni que hiciesen nada que implicara exhibirse en público. Siempre le había dicho a Allie que a su entender era una profesión sórdida y muy poco atrayente, por mejor que les hubiese ido a sus padres, y por más que a ella le gustase.

—Quizá tengas razón —dijo ella diplomáticamente.

Pensaba que acaso sus problemas se debieran a que eran demasiado distintos. Aunque, quizá todo se redujese a la sensación de abandono que la angustiaba cada vez que él la dejaba. Pese a llevar ya dos años de relaciones, a veces Allie dudaba de haber elegido al hombre adecuado. Quería creer que sí. Pero en momentos como ese tenía la sensación de que eran dos extraños.

—He de ir a recoger a las niñas —dijo—. Te llamaré esta noche —añadió.

—Recuerda que voy a la ceremonia de los Golden.

La boda

—Es verdad. Lo olvidaba —dijo él, de un modo que hizo que a Allie le diesen ganas de abofetearlo—. Te llamaré por la mañana.

—Gracias —dijo ella, aunque le fastidiaba dárselas—. Siento mucho que no vayas a estar allí.

—Lo pasarás bien igual. Me parece que Alan Carr es mejor pareja que yo para esa clase de cosas. Por lo menos él sabe con quién habla. Yo no. Pero que se comporte, ¿eh? Recuérdale que eres mi amor. Nada de bromas.

Brandon lo dijo con un tono cariñoso y risueño que consiguió volver a aplacarla. Él lo decía en serio, porque la amaba. Pero no se hacía cargo de lo importante que eran para ella las ceremonias de los premios. Eran parte de su vida, de la de su familia y de su profesión.

—Te echaré de menos. Ah, que conste que preferiría ir contigo que con Alan.

—Iré el año próximo si puedo, nena. Te lo prometo —dijo Brandon, y consiguió que sonase como si lo dijese en serio.

—Bueno —dijo ella.

Allie deseó estar con él en la cama. Por lo menos entre las sábanas nunca notaba lo que los separaba, sólo lo que los unía. Sexualmente se entendían muy bien. Y puede que a la larga lograsen limar sus diferencias. Tenía que hacerse cargo de que los divorcios nunca eran fáciles—. Que lo pases bien con las niñas, cariño. Y

diles que tengo ganas de verlas.

—Se lo diré. Mañana hablamos. A ver si te veo esta noche en el telediario.

Allie se echó a reír. Sería a la última persona que Brandon pudiese ver. No era una nominada, ni presentadora. Para las cámaras, sólo era una más entre el público. Salvo que la captasen de relleno, si ganaban sus padres o Carmen Connors. Pero aun así las cámaras seleccionaban muy bien los planos para destacar sólo a los ganadores. Lo único que podía atraer la atención hacia ella era que iba acompañada por Alan Carr.

Después de colgar, se sintió mejor. Hablar con Brandon le había levantado el ánimo. Estaba claro que él no entendía su mundillo, ni su mundillo a él. Era una lástima que los demás no reparasen en sus virtudes, y tener que estar siempre justificándolo.

Se levantó, encendió la cafetera y luego llamó a la policía, al FBI y a la empresa de seguridad que vigilaba el domicilio de Carmen Connors. Después fue a casa de Carmen para reunirse con todos ellos. Se tranquilizó bastante cuando le Danielle Steel

aseguraron que protegerían a su cliente.

Allie había llamado a su pareja de guardaespaldas favorita, Bill Frank y Gayle Watels, ex miembros de la brigada de rescate de la policía de Los Ángeles.

Ambos estaban libres y aceptaron trabajar para Carmen una temporada. La acompañarían al auditorio del Hilton, donde tendría lugar la entrega de los Golden. También eso tranquilizaba a Allie, que envió a Gayle a Fred Hayman para que le improvisara un vestido (un encargo nada fácil, porque tenía que ocultar los dos revólveres que llevaba durante sus servicios) Pero en la boutique de Hayman estaban acostumbrados a encargos inusuales.

Allie consiguió llegar a casa a las cuatro y cuarto, mientras el peluquero y la maquilladora se ocupaban de Carmen. Apenas le dio tiempo a ducharse, peinarse y ponerse el estilizado traje de noche negro que se había comprado para la ocasión.

Era una prenda elegante y llamativa, con una caída perfecta, un modelo de Ferre, pensado para llevarlo con una chaqueta de organdí blanco. Allie lo realzó con los pendientes de perlas y brillantes que le había regalado su padre por sus veinticinco años. Llevaba la melena, rubia y sedosa, recogida en un peinado alto, con rizos y tirabuzones que cubrían las sienes. Estaba muy atractiva y sensual al llegar Alan Carr que, por su parte, estaba que quitaba el aliento, con un nuevo esmoquin de Armani. Llevaba camisa blanca de seda sin corbata y el pelo negro peinado hacia atrás. Estaba aun mejor que en sus películas más recientes.

—¡Hummm! —exclamó Alan adelantándose a Allie, cuyo vestido tenía una abertura por un lado que dejaba ver una media de blonda negra, realzada por sus zapatos de satén de tacón alto—. ¿Crees que podré comportarme estando como estás? —añadió afectando incredulidad.

Allie se echó a reír y lo besó. Alan aspiró el aroma del perfume que desprendía su cuello y su pelo. Alan volvió a preguntarse por qué no había intentado reavivar la vieja llama en todos aquellos años. Empezaba a pensar que podía tener una nueva oportunidad. Y Brandon Edwards que se fuese al cuerno.

—Gracias, caballero. Estás guapísimo —dijo Allie en tono admirativo y afectuoso—. Estás... impresionante.

—No deberías sorprenderte tanto —bromeó él—, no es de buena educación.

—Es que a veces se me olvida que eres guapísimo. Te veo más como si fueses Scott; como un niño grande, con los vaqueros raídos y unas pringosas zapatillas de deporte.

—Me partes el corazón. Así que cierra la boca. Quiero contemplarte —dijo La boda

él. Su tono se hizo de pronto susurrante. Sus ojos emitieron un fulgor que Allie no había visto desde que tenían catorce años. Pero sabía que no estaba en condiciones de sintonizar con él en esa onda en esos momentos, y fingió no advertirlo—.

¿Vamos?

Allie se colgó del brazo un bolsito negro de noche con cierre de perlas y un brillante de bisutería. Tenía un aspecto impecable. Hacían muy buena pareja. Allie era consciente de que los reporteros los acosarían. Querrían saber quién era ella, a ver si había material para aventurar un romance de Alan Carr.

—Le he dicho a Carmen que la recogeríamos —dijo Allie mientras se dirigían hacia la limusina. Cabían todos de sobras. Alan la alquilaba con chófer y por años. Era parte de su contrato—. ¿Te importa?

—No, en absoluto. No estoy nominado. De modo que no hay prisa por llegar. En realidad... tú y yo podríamos esfumarnos e ir a cualquier parte. Estás demasiado bonita para malgastarte con todos esos patanes y esos memos de la prensa del corazón.

—¡Ah, no! Sé bueno y no me tientes —lo reconvino ella, y lo besó en el cuello con talante juguetón.

—Mira si seré bueno que nunca despeino a las chicas. Me adiestraron expertos —bromeó él a la vez que le abría la puerta de la limusina y subía tras ella.

—¿Sabes que la mitad de las norteamericanas darían su brazo derecho por estar en mi lugar? Soy una mujer realmente afortunada.

Alan se echó a reír con fingido azoramiento.

—Bobadas. Soy yo el afortunado. Estás preciosa, Allie.

—Pues... ya verás cuando veas a Carmen. Es de las que quita el aliento.

—No te llega ni a los talones, jovencita —dijo él en plan galante.

Pero ambos se quedaron boquiabiertos cuando llegaron a casa de Carmen y la vieron acercarse al coche.

La Connors iba flanqueada por la pareja de guardaespaldas. Bill parecía una columna vestida de esmoquin; y Gayle engañosamente frágil, con un bonito traje de lentejuelas doradas que hacían juego con su pelo pajizo, y una chaqueta que ocultaba un Walther PPK 380 y un Derringer 38 especial. Pero fue Carmen quien los dejó sin respiración, y a Alan literalmente sin habla. Llevaba un vestido rojo de felpilla, muy ceñido, con cuello alto y manga larga que realzaba cada centímetro de Danielle Steel

su cuerpo. Al igual que el vestido de Allie, tenía una larga abertura que dejaba ver sus legendarias piernas. Cuando se daba la vuelta, daba la impresión de que el vestido no tuviese espalda y permitía admirar su piel tersa hasta casi las nalgas.

Llevaba el pelo, rubio plateado, recogido en un elegante moño. No sólo estaba increíblemente sensual sino que tenía un porte distinguido. Era como una versión sexy de una Grace Kelly jovencita.

—¡Hummm! —exclamó Allie—. Estáis estupendos.

—¿De verdad estoy bien? —dijo Carmen, y les dirigió una sonrisa infantil.

Incluso se ruborizó cuando Allie le presentó a Alan—. Me siento muy honrada de conocerlo —casi farfulló.

Alan le estrechó la mano y le aseguró que él también deseaba conocerla, que Allie hablaba mucho y bien de ella.

—Más de una mentirijilla te habrá dicho —dijo Carmen mirando con risueña gratitud a su abogada—. A veces soy una majadera.

Todos se echaron a reír.

—Gajes del oficio —dijo Alan, y con un elegante ademán la invitó a subir al coche.

Los guardaespaldas se sentaron frente a ellos, a ambos lados del televisor y el bar. Allie sintonizó el canal que retransmitía el acontecimiento, para ver quiénes iban llegando al auditorio. Justo al avistar el edificio, en la pantalla vieron a sus padres. Su madre llevaba un vestido de terciopelo verde oscuro y sonreía a los reporteros. El presentador los anunció para los telespectadores, justo cuando la limusina se detenía frente a la casa de Michael Guiness, que los estaba aguardando.

El joven actor los saludó y se sentó en el asiento del acompañante. Él y Alan habían trabajado juntos en una película. Allie se lo presentó a Carmen y a sus guardaespaldas.

—Es la primera vez que asisto a la entrega de los Golden Globes —dijo Michael visiblemente entusiasmado. Era un poco mayor que Carmen, menos refinado y mucho menos famoso.

En cierto modo, pensó Allie, era Carmen quien tenía que haber ido como pareja de Alan. Pero, claro, los paparazzi se habrían cebado en ellos.

Ya en las cercanías del Hilton, se situaron en la hilera de limusinas, que aguardaban a que descendieran sus pasajeros, como de deslumbrantes señuelos para atraer a los tiburones. Un ejército de reporteros alargaba los micrófonos y las La boda

grabadoras para captar un atisbo, una palabra, de cualquiera que considerasen importante. En el interior no cabía un alfiler. Los reporteros y los cámaras habían sido autorizados a acotar pequeños espacios para entrevistar a los nominados, o a cualquier actor o actriz ávido de «concederles» unos minutos. En derredor, un ejército de fans no dejaba más que un estrecho pasillo en el enorme vestíbulo, por el que intentaban llegar al gran salón actores y actrices, famosos y menos famosos.

Eran tantas las celebridades que el ejército de fans prorrumpía de continuo en exclamaciones de júbilo al verlas bajar de las limusinas, seguidos por los reporteros y por densas constelaciones de flases.

Carmen Connors se estremeció. Había estado en la entrega de los Golden el año anterior. Pero, como en este estaba nominada, sabía que los reporteros la agobiarían. Y tras el anónimo que recibió la noche anterior amenazándola de muerte, estaba aun más acobardada de verse rodeada de tanta gente.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Allie.

—Sí —le susurró Carmen.

—Déjenos apearnos primero a Bill y a mí —dijo Gayle—. Luego Michael y después ustedes. Nos situaremos entre ustedes y los cámaras, de momento — añadió en un tono reposado y profesional que infundía confianza.

—Nosotros iremos en retaguardia —dijo Allie, aunque era consciente de que la presencia de Alan atraería un enjambre de reporteros. Esto desviaría un poco la atención hacia Carmen pero también aumentaría el número de reporteros que atrajesen en conjunto. No había modo de eludir a la prensa.

—En cuanto entremos en el gran salón estarás a salvo —dijo Allie.

—Te acostumbrarás, nena —dijo Alan tocándole suavemente el brazo a Carmen.

La joven estrella irradiaba una dulzura que le gustaba y una vulnerabilidad que hacía años que no veía, y que le resultaba muy atractiva. La mayoría de las actrices que conocía estaban demasiado endurecidas.

—Dudo que llegue a acostumbrarme nunca —dijo quedamente Carmen, que alzó la vista y lo miró con sus grandes ojos azules.

Alan se sintió tentado de rodearla con los brazos, pero se contuvo para no alarmarla.

—Estarás bien segura —le dijo—. Nada va a ocurrirte. Yo recibo anónimos continuamente. Son chiflados. Nunca cumplen sus amenazas —añadió muy Danielle Steel

convencido.

No era eso precisamente lo que les habían dicho los del FBI aquella tarde.

Según ellos, la mayoría de las amenazas que se cumplían iban precedidas de algún tipo de explicación, como la que Carmen Connors había recibido por correo: el comunicante creía que le estaba engañando con otro, que estaba en deuda con él por algo, aunque Carmen tenía la certeza de que no se trataba de ningún conocido.

Estaba de acuerdo con Alan en que la mayoría de las amenazas no eran más que la expresión de mentes enfermizas y confusas. Pero siempre había que contar con la excepción, aquel que cumplía su amenaza. Tanto la policía como el FBI le habían aconsejado que tuviese cuidado durante una temporada; que no anunciase sus apariciones en público y no frecuentase lugares muy concurridos. Y aparecer allí aquella noche entraba precisamente en lo que le aconsejaban no hacer. Pero asistir a la entrega de los Golden Globes formaba parte de su trabajo. Aunque trataba de sobrellevarlo, la joven estaba asustada, y casi como un acto reflejo buscó la mano de Alan y se la apretó.

—Tranquila —dijo él, correspondiendo a su apretón.

Se apearon detrás de Bill y Gayle, sus guardaespaldas, y de Michael, que aguardaba ya en la acera. El efecto fue casi instantáneo: un enjambre de reporteros se acercó a ella y la gente empezó a corear su nombre a pleno pulmón. Allie nunca había visto nada parecido. Era casi como una ola que los engullía. Ella y Alan se preguntaban cuánto hacía que no surgía en Hollywood una estrella con el carisma de Carmen Connors.

—Pobre chica —dijo Alan, compadeciéndola.

Alan Carr sabía por experiencia lo que era aquello. Pero nunca se había sentido tan agobiado como notaba que se sentía ella. Alan era un poco mayor que Carmen cuando alcanzó el primer éxito importante y, además, la prensa del corazón no presionaba tanto a los hombres.

—Vamos —dijo Alan tomando del brazo a Allie pero sin apartar los ojos de Carmen.

Trataron de abrirse paso entre fans, cámaras y reporteros. Eran ya centenares. La hilera de limusinas estaba bloqueada.

—Echémosles una mano, Allie —dijo Alan, que se abrió paso hasta donde los guardaespaldas forcejeaban por avanzar.

Michael Guiness se había perdido entre la gente y parecía del todo indefenso. En pocos segundos Alan llegó junto a Carmen, con Allie colgada de su La boda

brazo, y rodeó firmemente a Carmen con los suyos.

—Hola, muchachos —les dijo Carr a los reporteros, como para darle a ella un respiro.

En cuanto lo reconocieron, la gente enloqueció y empezó a corear su nombre y el de Carmen.

—Claro, claro... Seguro... Aquí tenemos a una ganadora... En efecto...

Muchas gracias a todos... Estoy encantado de estar aquí... La señorita Connors será una de las triunfadoras de la noche...

Alan Carr les prodigó frases amables y desenfadadas a la vez que con sus hombros de jugador de rugby seguía abriéndose paso. Gayle y Bill avanzaron también (todo un alarde por parte de Gayle, que llevaba tacones de aguja. Más de uno se llevó un buen pisotón «involuntario»). Bill recurrió al codazo sin contemplaciones para abrirle un pasillo a Carmen. Fue lento pero lo consiguieron.

Los enjambres de fans volvieron a prorrumpir en gritos y un nuevo alud de reporteros y cámaras les salió al paso. Por un momento, Carmen sintió el impulso de escabullirse, pero Alan la sujetó a la vez que le hablaba para tranquilizarla y la urgía a seguir adelante.

—No pasa nada, mujer. Sonríe a las cámaras. Todo el mundo te está viendo esta noche —le susurró al oído.

Carmen Connors parecía a punto de echarse a llorar. Pero Alan seguía sujetándola y, al fin, lograron entrar en el salón. A la abogada le habían descosido un bolsillo de la chaqueta, y la abertura del vestido de Carmen se había agrandado.

Un fan había logrado agarrarle la pierna y otro había intentado quitarle un pendiente. Más que una multitudinaria muestra de entusiasmo aquello parecía un linchamiento. Carmen entró en el salón sollozando.

—Trágate las lágrimas —le ordenó Alan—. Si ven lo aterrada que estás, cada vez que aparezcas en público será peor. Debes dar la impresión de que no te molesta en absoluto sino que te gusta.

—Lo odio —dijo Carmen.

Al ver que dos lagrimones surcaban sus mejillas, Alan le dio su pañuelo.

—De verdad. Debes de mostrarte muy fuerte cuando te acosen. Lo aprendí hace años. Si no, te harán pedazos... después de hacerte trizas la ropa.

Allie asentía mirándola. Daba gracias de que Alan estuviese con ellas. Quizá hubiese sido una suerte que Brandon no la acompañase. No les habría servido de Danielle Steel

ninguna ayuda y se habría enfurecido con la prensa.

Michael aún no había logrado entrar en el gran salón.

—Tiene razón —dijo Allie—. Has de dar la impresión de poder afrontar estos baños de multitud con los ojos cerrados.

—¿Y si no puedo? —exclamó Carmen y, todavía muy descompuesta, le dirigió a Alan una mirada de gratitud.

Seguía azorándola mirarlo. Eran tan guapo y tan famoso... La verdad era que ella era tan famosa como él, pero no se lo parecía así. Esa ingenuidad era parte de su encanto.

—Si no puedes afrontar estas cosas —le dijo Alan quedamente—, es que esto no es lo tuyo.

—Puede que no lo sea —repuso Carmen entristecida. Le devolvió el pañuelo. Sólo lo había humedecido un poco con sus lágrimas sin dejar rastro de rímel.

—¡Aaah, amiguita!, pero los americanos dicen que sí es lo tuyo. ¿No irás a dejarlos por mentirosos? —dijo Alan riendo a la vez que se le acercaba un grupo.

Alan se los presentó a todos. Allie ya conocía a la mayoría. Bill y Gayle se alejaron unos pasos discretamente, conscientes de que el peligro había disminuido.

Alan y Carmen estaban ahora con «los suyos», compañeros, productores y directores. Y al cabo de unos minutos se les unieron los padres de Allie.

Blaire besó a Alan y le dijo lo mucho que se alegraba de verlo de nuevo; que su última película le había gustado muchísimo. Simon meneó la cabeza. En su fuero interno deseaba que su hija se enamorase de Alan, que era la clase de hombre que cualquier padre soñaba con tener por yerno. Era apuesto, atlético e inteligente.

Además, tenía buen carácter. Simon y Alan habían jugado al golf y al tenis varias veces; y cuando él y Allie iban al instituto, Alan pasaba más tiempo en su casa que en la propia. Pero había estado muy ocupado durante los últimos años, y Simon no sabía a quién acompañaba Alan, si a Carmen Connors o a Allie. Parecía prestarles la misma atención a las dos.

Michael había logrado al fin entrar, pero se había encontrado con un grupito de amigos con quienes hablaba animadamente, a pocos pasos del grupo de Carmen.

—Hace siglos que no te vemos —se quejó Simon con tono amable—. No seas tan difícil de ver.

La boda

—El año pasado estuve seis meses en Australia, después de haberme pasado ocho en Kenia, rodando una película. Y acabo de regresar de Tailandia. Por culpa de esta insalubre profesión, casi vivo en el aire, o en la carretera. El mes que viene he de ir a Suiza. A veces es divertido pero... sólo a veces. Ya sabes.

Alan no había trabajado nunca para Simon Steinberg. Pero, al igual que todo el mundo en Hollywood, siempre había tenido en gran estima a Simon, un hombre inteligente, caballeroso y, tanto de palabra como de hecho, de una honestidad absoluta. Esas eran las virtudes que Alan valoraba de ella, que en muchos aspectos se parecía a su padre. Le gustaba su carácter y su físico. Porque Allie tenía unas piernas preciosas y un cuerpo que, como en la adolescencia, lo incitaba a pensar en ella como algo más que como una hermana. Se extasiaba al mirarla. Al inicio de la velada había albergado ideas románticas acerca de ella, pero en cuanto apareció Carmen sintió una conmoción desconcertante. Lo único que sabía era que anhelaba abrazar a Carmen, abrirse paso entre la gente e ir a cualquier sitio donde pudiesen estar a solas. Nunca había sentido por Allie lo que ahora sentía por Carmen. No podía apartar los ojos de ella desde que subió a la limusina.

Allie lo había notado y miraba a Alan sonriente. Estaba visto que había sido un flechazo fulminante. Tanto mejor.

—Ya te dije que te gustaría, Alan —dijo con tono de complicidad.

Al verlos dirigirse hacia una mesa, media docena de reporteros los fotografiaron. Carmen y Michael iban entre ellos y el camuflado matrimonio de «armas tomar», por así decirlo. Además, la prensa tenía muchas otras estrellas de las que ocuparse, aunque ninguna de belleza tan arrebatadora como Carmen Connors.

—¿Por qué será que cuando hablas de ese modo me recuerdas a Samantha?

—dijo él, un poco molesto. Porque no quería reconocer haberse colado tan pronto por Carmen Connors.

—¿Me estás llamando mocosa? —bromeó Allie mientras un reportero de Paris Match los fotografiaba.

—No; sólo pelmaza. Pero te quiero de todos modos —repuso él en tono festivo, dirigiéndole una sonrisa por la que millones de mujeres habrían suspirado.

—El problema es que eres escandalosamente guapo —dijo ella, y sintió ganas de darle un cariñoso codazo, pero se abstuvo al pensar que estaban en público—. Creo que Carmen opina igual —añadió como una omnisciente hermana mayor.

La boda
titlepage.xhtml
index_split_000_split_000.html
index_split_000_split_001.html
index_split_000_split_002.html
index_split_001_split_000.html
index_split_001_split_001.html
index_split_001_split_002.html
index_split_002.html
index_split_003_split_000.html
index_split_003_split_001.html
index_split_003_split_002.html
index_split_003_split_003.html
index_split_003_split_004.html
index_split_003_split_005.html
index_split_003_split_006.html
index_split_004.html
index_split_005_split_000.html
index_split_005_split_001.html
index_split_005_split_002.html
index_split_005_split_003.html
index_split_005_split_004.html
index_split_006.html
index_split_007.html
index_split_008.html
index_split_009_split_000.html
index_split_009_split_001.html
index_split_009_split_002.html
index_split_009_split_003.html
index_split_009_split_004.html
index_split_010.html
index_split_011.html
index_split_012_split_000.html
index_split_012_split_001.html
index_split_012_split_002.html
index_split_012_split_003.html
index_split_012_split_004.html
index_split_012_split_005.html
index_split_013.html
index_split_014_split_000.html
index_split_014_split_001.html
index_split_014_split_002.html
index_split_014_split_003.html
index_split_014_split_004.html
index_split_014_split_005.html
index_split_014_split_006.html
index_split_014_split_007.html
index_split_014_split_008.html
index_split_015.html
index_split_016_split_000.html
index_split_016_split_001.html
index_split_016_split_002.html
index_split_017.html
index_split_018.html
index_split_019.html
index_split_020.html
index_split_021.html
index_split_022.html
index_split_023.html