Danielle Steel
—¿Y cómo sabemos que van a ser buenos con él? ¿Y si no lo son? —dijo Sam llorosa.
—Hay abogados que están especializados en adopciones, Sam —dijo Allie— . No se trata de que tengas que dejarlo en un asilo. Muchos matrimonios, acomodados, que viven en casas tan confortables como las nuestras, recurren a los abogados y están dispuestos a pagarles verdaderas fortunas para que les pongan en contacto con personas que estén en tu caso. Y podrás elegir entre muchos candidatos. Estoy convencida de que cuando lo hagas te alegrarás de haberlo hecho. Ya sé que no es una decisión agradable de tomar pero, como dice papá, es seguro que harás muy feliz a un matrimonio. Tengo una amiga especializada en adopciones. Puedo llamarla mañana mismo, si quieres.
Allie ya se había adelantado a la posible decisión de su hermana y había llamado a su amiga aquella misma mañana.
Se hizo un largo silencio. Luego, Sam asintió con la cabeza. No tenía más remedio que claudicar, entre otras cosas, porque confiaba en ellos. Venía a decirle que tenía la obligación de darle a su hijo una oportunidad, y pensaba que quizá tuviesen razón. Lo más duro para ella era que no tenía a nadie más con quien poder consultar; nadie en quien apoyarse. No quería hablarlo con sus amigas del instituto; tampoco tenía novio en aquellos momentos. Sólo tenía a sus padres y a Allie; y los tres coincidían en que debía dar a su hijo en adopción, y era consciente de que querían lo mejor para ella y para su hijo.
Allie le prometió a Samantha llamar a la abogada al día siguiente. Luego, Sam se excusó y fue a acostarse a su dormitorio. Estaba mareada y agotada.
Cuando Sam se hubo retirado a su habitación Blaire se echó a llorar. Allie se acercó a consolarla. Cualquiera que les hubiese visto la cara a los tres habría pensado que estaban de luto. Aquello parecía un funeral.
—Pobre cría —dijo Simon meneando la cabeza contristado—. ¿Cómo ha podido ser tan tonta?
—De buena gana mataría al cabrón que le ha hecho esto —dijo Blaire—. A él... ya pueden echarle un galgo. En Japón... seduciendo a cualquier otra ingenua.
Ese hijo de puta le ha destrozado la vida a mi niña.
—No tiene por qué ser así, mamá —dijo Allie, a sabiendas de que sus palabras no iban a servirle de mucho consuelo.
—¿No te das cuenta de que Sam no podrá olvidar nunca esto, Allie? —dijo Blaire—. Nunca podrá olvidar haber tenido un hijo y haber renunciado a él.
La boda
No era lo mismo claro, pero Blaire pensaba en Paddy. Veinticinco años después de su muerte, aún lo añoraba. Y lo añoraría mientras alentase. Tampoco Sam olvidaría haber entregado a su primogénito a unos extraños.
—Pero no hay más remedio —reiteró Blaire.
—¿De verdad lo crees así, mamá? —preguntó Allie con cautela. En su fuero interno no estaba muy convencida de que renunciar a su hijo fuese la mejor solución para Sam. Porque, tal como su hermana había dicho, otras chicas de su edad tenían hijos y sobrevivían. Y algunas incluso llegaban ser muy buenas madres.
—Estoy completamente segura, Allie —contestó Blaire—. Cargar con un hijo no sería más que añadir una estupidez a otra. Y en el mundo actual, con tantas personas decentes que se mueren por adoptar, con tantos problemas de infertilidad, creo que sería un doble error por parte de Sam destrozarse la vida y privar de la felicidad a otras personas. ¿Cómo iba a criar a su hijo? ¿Se lo iba a llevar con ella al colegio mayor? ¿Lo iba a dejar conmigo? ¿Qué iba a hacer yo con una criatura? Ella es demasiado joven y nosotros demasiado viejos.
—Está visto que no lees mucho los periódicos, mamá —dijo Allie, que sonrió tratando de quitarle hierro al asunto—. Muchas mujeres de tu edad tienen hijos; recurren a la implantación de óvulos de donantes, a la fecundación in vitro, y todas las técnicas modernas. Pero el caso es que tienen hijos. De modo que no eres demasiado vieja.
Blaire se estremeció al pensarlo.
—Puede que muchas mujeres lo hagan, pero yo no estoy dispuesta a hacerlo.
Ya he tenido cuatro hijos. Y no pienso criar otro a mi edad. Tendré sesenta y cinco años cuando él tenga diez. Acabaría conmigo en cuatro días.
Sonrieron los tres con amargura. Se reafirmaron en la idea de que la mejor solución para todos era dar el niño en adopción. Samantha necesitaba pasar página cuanto antes. Luego podría ingresar en la universidad en otoño y empezar de nuevo. Era una pena que no pudiese seguir en el instituto ni asistir a su graduación. De acuerdo al reglamento académico tendría que continuar como alumna libre. Blaire dijo que iría a hablar con la directora para exponerle discretamente la situación. No era la primera vez que ocurría algo así. Sam era una buena estudiante y, por suerte, el curso estaba casi terminado.
—Llamaré a Suzanne Pearlman mañana. Es la abogada a la que me he referido antes. Fuimos compañeras en la facultad de derecho y nos hemos visto Danielle Steel
alguna que otra vez. Es una buena profesional y muy meticulosa. Yo siempre le tomaba el pelo por esa especie de fábrica de bebés que dirige. Qué poco imaginaba yo que tendría que recurrir a ella. Le he dejado un mensaje en el contestador.
Volveré a llamarla mañana.
—Gracias, Allie —dijo Simon—. Cuanto antes solucionemos esto mejor.
Puede que sea una ventaja que esté en tan avanzado estado de gestación. Dentro de cuatro meses podremos olvidarnos del asunto. Aunque dudo que ella llegue a olvidarlo nunca, añadió para sí entristecido.
Allie salió de casa de sus padres pasadas las nueve de la noche. Regresó en el coche a Malibú, donde Jeff aguardaba impaciente por saber cómo había ido todo. Estaba muy apenado por Sam y se apenó aun más tras contarle Allie a qué conclusión habían llegado.
—Pobre chica. Debe de estar desesperada. A eso se le llama empezar mal. Yo dejé una vez embarazada a una compañera de facultad —explicó Jeff entristecido al recordarlo quince años después—. Abortó, y fue muy traumático. Era católica, de Boston, y sus padres no sabían nada, por supuesto. Pasó por una grave crisis nerviosa. Tuvimos que acudir los dos al psicólogo y, ni que decir tiene que la relación no sobrevivió y, por poco, nosotros tampoco. Quizá sea mejor la solución que le habéis propuesto a Sam. No creo que la chica de quien te hablo haya llegado a perdonarse nunca por haber abortado.
—Dudo de que esto sea mucho mejor —dijo Allie. Había algo en su interior que le decía que era casi peor o, por lo menos, que ambas soluciones significaban pagar un alto precio por un error. Hiciese lo que hiciese una chica en tales circunstancias lo pagaría caro—. No sabes cuánto lo siento por Sam.
Jeff asintió con la cabeza.
Allie llamó luego a su hermana por teléfono. Sam seguía muy abatida. Le dijo que había tenido náuseas desde que subió a su dormitorio y que ni siquiera había cenado. Allie le recomendó que pensara en ella y tratara de serenarse.
Su madre había dicho que, por la mañana, la llevaría a que la viese su médico, para asegurarse de que estuviese bien. Tenían que afrontar todos los aspectos del problema y, por lo pronto, Sam debía mentalizarse sobre el hecho de que iba a tener un hijo; de que tenía que culminar su gestación, dar a luz y prepararse para renunciar a su hijo. En definitiva, tenía que mentalizarse para La boda
hacer lo que todos consideraban que era lo acertado, y lo mejor para ella.
Samantha Steinberg se sentía como si acabara de poner su vida en manos de los demás, pero no quería ser injusta con sus padres y con su hermana expresándolo así. Sabía que, tanto sus padres como Allie, la habían aconsejado con su mejor intención. No podía tener queja de ellos, pues aunque la solución no le gustaba la apoyaban.
Por la mañana a las ocho, Allie llamó a su amiga abogada y quedó en verse con ella a las nueve, antes de que llegase su primera visita.
—¿No irás a decirme que quieres adoptar a un niño? —dijo Suzanne, sorprendida, nada más llegar Allie a su despacho.
Que Suzanne supiera, Allie seguía soltera; a no ser que se hubiese casado en secreto. Nunca se sabía.
—No, me temo que es a la inversa —contestó Allie con deliberada ambigüedad y un dejo humorístico.
Pero no había más que verle la cara para adivinar que la procesión iba por dentro.
Suzanne era una mujer menuda y delgadita, morena y risueña. Era muy eficaz en su profesión. Allie fue derecha al grano.
—Mi hermana Samantha, que tiene diecisiete años, está encinta.
—Oh, Dios, cuánto lo siento —exclamó Suzanne—. Cuánto lo siento. Y es demasiado tarde para abortar, ¿acierto?
—Ya lo creo que es demasiado tarde. No se ha dado cuenta de que estaba embarazada hasta hace una semana ¡y está de cinco meses!
—Pues, la verdad... No es muy normal —dijo Suzanne meneando la cabeza—. Pero, la verdad es que a estas edades suelen tener períodos muy irregulares. No es infrecuente que no reparen en que están encintas hasta que es demasiado tarde. No es el primer caso similar con que me encuentro. Aunque también influye el subconsciente: «¿cómo va a sucederme esto a mí, de buenas a primeras?»
Suzanne suspiró. En su trabajo se entremezclaban siempre la desdicha y la alegría; la desdicha de la madre que renunciaba a un hijo, y la alegría de la pareja que conseguía adoptarlo.
—¿Quiere darlo en adopción? —preguntó Suzanne sin rodeos.