Danielle Steel

Weissman le pasó la hoja del bloc en la que había anotado una dirección de la Quinta Avenida y el número de teléfono de su casa. Le dijo que, entre las seis y las nueve, podía ir cuando quisiera. Que les encantaría que asistiese.

—Muy amable por su parte —agradeció Allie.

Weissman le había caído bien. Le gustaba su modo de enfocar las cosas. Era un hombre agudo y práctico y, aparte de su encanto europeo, era un inteligente hombre de negocios que sabía muy bien lo que hacía y no perdía el tiempo. A Allie le gustaba eso. Había oído hablar muy bien de él y siempre había llegado a acuerdos positivos con sus autores.

—Procure venir. Podrá tomarle un poco el pulso al mundillo literario neoyorquino. Es divertido.

Ella volvió a darle las gracias y al cabo de unos minutos abandonó su despacho. Había sido una tarde sorprendentemente grata. Al salir a la calle la nieve se había embarrado. Se detuvo junto al bordillo y paró un taxi para volver al hotel.

Eran pasadas las cinco de la tarde cuando terminó de hacer todas las llamadas para empezar las negociaciones con la productora. Una hora después había tomado algunas notas y dudaba entre encargar la cena al servicio de habitaciones o asistir a la fiesta de los Weissman. Fuera hacía un frío terrible y no había traído ropa adecuada. Sólo llevaba en el equipaje dos trajes sastre y dos vestidos de lana. Pero, por otro lado, la perspectiva de conocer a algunos escritores neoyorquinos merecía el sacrificio. Estuvo pensándolo durante media hora mientras veía los informativos y, de pronto, se levantó y fue al armario. Había decidido asistir a la fiesta de los Weissman. Se puso el único vestido más o menos adecuado que tenía (uno largo de lanilla negra). Era de cuello alto y manga larga y se le ceñía al cuerpo de un modo que destacaba sus formas. Se puso zapatos de tacón alto, se cepilló el pelo y se miró complacida en el espejo. Aunque, comparada con las sofisticadas neoyorquinas temía parecer vulgar. No llevaba más joyas que un brazalete de oro regalo de su madre y unos sencillos pendientes, de oro también. Se peinó dejando caer un bucle sobre la frente y se pintó los labios. Luego se puso el abrigo. Lo tenía desde sus tiempos en la facultad pero, con el clima de California, casi no se lo había puesto en los últimos años. No era bonito pero abrigaba.

Bajó al vestíbulo, el portero paró un taxi y a las siete y media estaba en la calle 82, esquina la Quinta Avenida, justo enfrente del Museo Metropolitano. Era un edificio de apartamentos, antiguo pero muy bonito, con portero y dos La boda

ascensores, varios sofás tapizados de terciopelo rojo en el vestíbulo y una alfombra que parecía persa y que amortiguó el ruido de sus tacones.

El portero le indicó que el apartamento de los Weissman estaba en la planta 14. Media docena de personas salieron del ascensor al subir ella. Daban la impresión de salir de la fiesta, y Allie temió haber llegado demasiado tarde. Pero, como Andreas le había dicho que podía ir hasta las nueve, no se preocupó. Se orientó por el bullicio que llegaba del fondo del pasillo. De modo que la fiesta aún proseguía. Pulsó el timbre y salió a abrirle un cincuentón con pinta de mayordomo.

A primera vista parecía haber allí un centenar de personas. Alguien tocaba un piano al fondo.

Allie Steinberg se detuvo un momento en el vestíbulo del elegante dúplex de los Weissman. Se le acercó una joven, que no parecía una empleada, y se ofreció a guardarle el abrigo. Seguramente era una invitada que echaba una mano para recibir a los rezagados. A Allie le llamó la atención el ambiente, plenamente neoyorquino; las mujeres con vestido de cóctel y los hombres con traje gris oscuro.

Todos charlaban animadamente en corrillos. Allí estaban Tom Wolfe, Norman Mailer, Barbara Walters, Dan Rather y Joan Lunden; varios editores, directores literarios, profesores, escritores y el conservador del Museo Metropolitano.

También estaba allí el director de Christie’s y un puñado de famosos pintores. Era la clase de reunión que nunca se producía en Los Ángeles, porque allí no vivían tantas celebridades del mundo de la cultura. En Los Ángeles todo era gente relacionada con la industria del cine, como la llamaban, como si en lugar de producir películas fabricasen automóviles. Pero en Nueva York había de todo: decoradores, actores del teatro independiente de Broadway, directores de grandes almacenes, joyeros y dramaturgos. Era una mezcla fascinante.

Allie aceptó la copa de champán que le ofreció un camarero al pasar con una bandeja. Sintió alivio al ver a Andreas Weissman al fondo. Fue hacia él, que estaba junto a la biblioteca, frente un ventanal con vista a Central Park. Charlaba con su gran competidor: el agente Morton Janklow. Hablaban de un amigo mutuo recientemente fallecido que había sido autor de Weissman. Comentaban la gran pérdida que había significado para el mundo literario.

Al ver a Allie, Weissman se adelantó para saludarla.

Con su vestido negro y su peinado alto parecía mayor que por la tarde.

Estaba preciosa y muy elegante. Se movía de un modo tan grácil que a Weissman le recordó a las modelos de Degas, a las etéreas bailarinas de sus cuadros.

Jason Haverton tenía razón, pensó Andreas Weissman. Lo había llamado Danielle Steel

hacía un rato para decirle que no sólo le parecía una buena abogada sino «deliciosa», que le había encantado almorzar con ella y que, si la hubiese conocido sólo unos años antes, quizá... quién sabe. Weissman lo recordó risueño al estrecharle la mano a Allie, que estaba como para derretir el corazón más frío.

—Me alegro mucho de que haya venido, Allie —dijo Weissman, y le pasó caballerosamente el brazo por los hombros y la condujo a través del salón hacia un corrillo de invitados.

Ella reconoció a varios: un importante galerista, una famosa modelo y un joven pintor. Eso era lo que le encantaba de Nueva York. No le extrañaba que a los neoyorquinos no les gustase moverse de allí. Andreas la presentó a varios invitados como una abogada californiana especializada en el mundo del espectáculo, y a todos pareció caerles bien.

Luego, Andreas se marchó para dejarla con sus nuevos conocidos. Una mujer mayor le comentó que andaba como las bailarinas. Allie le dijo que quizá fuese porque de pequeña había ido a una academia de ballet durante varios años.

Otra invitada le preguntó si era actriz. Dos hombres muy apuestos le comentaron que trabajaban para Lehman Brothers en Wall Street. Había también varios abogados de un bufete en el que estuvo a punto de entrar a trabajar cuando aún estudiaba en Yale. Tal profusión de personajes brillantes la tenía aturdida.

Subió a la segunda planta para ver la espectacular vista del parque. Le presentaron a otros invitados y a las nueve volvió a bajar.

La fiesta seguía muy animada y no parecía que fuese a terminar pronto.

Porque acababa de llegar un grupo con pinta de ejecutivos o empresarios. Sus acompañantes femeninas, de mediana edad la mayoría, iban muy elegantes. Su aspecto era muy distinto al de las mujeres californianas, con sus liftings, su artificiosa pinta juvenil y su pelo rubio. Aquí eran más naturales, aunque no en el vestir, pues llevaban prendas carísimas y muchas joyas. Había excepciones, claro, pero aquellas mujeres daban la impresión de querer mostrarse como eran, de atraer la atención por lo que hacían más que por su imagen. Allie estaba fascinada.

—Interesante, ¿no? —oyó que le decía alguien.

Se dio la vuelta y vio a un hombre alto, delgado y moreno, con el aspecto aristocrático de un verdadero neoyorquino. Vestía como mandaba el protocolo: camisa blanca, traje oscuro y una conservadora corbata de Hermès de dos tonos de azul marino. Pero había algo en él que no cuadraba con su aspecto. No sabía si era su bronceado, el brillo de sus ojos o su amplia sonrisa. Parecía más californiano La boda

que neoyorquino, aunque tampoco encajaba del todo con el aspecto de los hombres de la costa Oeste. Notó que él también sentía curiosidad por ella, que parecía encajar en aquel ambiente pero no pertenecer a él. Le gustaba asistir a las fiestas de los Weissman porque siempre había ocasión de conocer a personajes variopintos. Era interesante alternar con ellos. Pero lo que más le gustaba era practicar un pequeño juego de su cosecha: adivinar a qué se dedicaban. Y eso era justamente lo que hacía en aquellos momentos, sin conseguirlo. Allie podía ser igualmente decoradora que médico.

—¿Qué tal? —saludó él—. Perdone la curiosidad, ¿a qué se dedica usted?

¿Bailarina? ¿Publicista?

—Pues no —dijo ella riendo.

Él se acercó un poco más. Era obvio que tenía sentido del humor. La miró a los ojos con desenvoltura.

—Pertenezco a cierto mundillo en el que se escribe mucho. Soy abogada — dijo ella sosteniéndole la mirada.

—¿Qué especialidad? —persistió él en su juego—. A ver... ¿Mercantil?

¿Fiscal? —propuso, aunque le parecía que no encajaba con su imagen, tan femenina y bonita, y la combinación le encantaba.

Allie se limitó a sonreír. Él la miraba deslumbrado. Tenía una sonrisa radiante, un pelo precioso y un aura de calidez. Adivinó que era muy sociable y había algo en sus ojos que lo intrigaba. Le hablaban. Se notaba enseguida que era una mujer de principios, de convicciones firmes y probablemente de sólidas opiniones. Pero también estaba claro que tenía sentido del humor. Reía mucho y gesticulaba con delicadeza. Además, tenía una boca preciosa.

—¿Y por qué cree que he de dedicarme a especialidades tan prosaicas — preguntó ella sin dejar de sonreír.

Aún no sabían siquiera sus nombres, pero parecían encantados con su charla. Allie sentía curiosidad por saber por qué la imaginaba en mundos tan serios. Él reflexionó unos momentos, ladeó la cabeza y separó los brazos con expresión de impotencia. Allie lo miró risueña.

—Me parece que me he equivocado —se corrigió él con expresión reflexiva—. Es usted una persona seria pero no trabaja en un especialidad tan seria.

Una extraña combinación, ¿no? A lo mejor representa a boxeadores —bromeó.

—¿Y por qué ha llegado a la conclusión de que no me dedico a lo fiscal o a lo Danielle Steel

mercantil?

—Porque no es usted aburrida. Sus ojos ríen. Y en el mundo de las altas finanzas nadie ríe.

Dejó su vaso en una mesita auxiliar y Allie le sonrió. Se sentía cómoda con él.

—Me dedico al derecho del mundo del espectáculo, en Los Ángeles. He venido a ver al agente Weissman para hablar de uno de mis clientes, y ver a otras personas. Represento a profesionales del mundo del espectáculo: escritores, productores, directores y actores.

—Muy interesante —dijo él, y la miró de arriba abajo como para comprobar si la información encajaba con ella—. ¿Y es usted de Los Ángeles?

—Sí. Salvo los siete años que estuve en Yale, he vivido siempre allí.

—Yo estudié en la competencia, en...

—Un momento —lo atajó ella con un ademán—. Ahora me toca a mí.

Aunque esto es fácil de adivinar: Fue a Harvard. Es usted del Este, probablemente neoyorquino o acaso de Connecticut o de Boston. Estuvo en un internado en... en Exeter o en St. Paul.

Él reía mientras ella esbozaba su «perfil» ultraconservador, tan predecible y propio de la alta sociedad de Nueva York. Pensó que quizá se debiera a su traje oscuro, a la corbata de Hermès o a su reciente corte de pelo.

—No se equivoca mucho. Soy neoyorquino. Estuve interno en Andover y luego, efectivamente, estudié en Harvard. Enseñé durante un año en Stanford y ahora...

Ella volvió a atajarlo con otro ademán y lo miró. No tenía pinta de profesor, a menos que enseñase en la facultad de Economía, pero parecía demasiado joven y apuesto para eso. De haber estado en Los Ángeles lo habría tomado por actor, pero también parecía inteligente y no tan egocéntrico como la mayoría de los actores.

—Vuelve a tocarme a mí —dijo ella—. Claro que me ha dado muchas pistas.

Probablemente enseña literatura en Columbia. Aunque, si he de serle sincera, al principio lo he tomado por banquero o agente de bolsa. —La verdad era que tenía pinta de aborigen de Wall Street.

—Debe de ser por el traje —dijo él con una sonrisa que a Allie le resultaba familiar. Le recordaba a su hermano Scott y a su padre—. Me lo compré por La boda

complacer a mi madre. Según ella, debía ponerme algo respetable si iba a volver a Nueva York.

—¿Ha estado fuera? —preguntó ella.

Él seguía sin decirle si era banquero o profesor. Pero estaba visto que a ambos les gustaba aquel juego. Algunos invitados empezaban a desfilar. Se habían reunido casi doscientos en el enorme dúplex de los Weissman y, aunque todavía quedaban casi un centenar, parecía bastante vacío.

—He estado seis meses trabajando fuera, aunque detesto admitir dónde —le dijo él a modo de misteriosa clave.

Le divertía pensar en lo que habían aventurado el uno del otro. Ella parecía muy intrigada.

—¿Profesor en Europa?

—No.

—Pero es profesor, ¿verdad? —persistió ella desconcertada.

Quizá fuese cierto que el traje la había desorientado. Podía ver en sus ojos que tenía imaginación y que le gustaba analizar las cosas.

—Hace mucho que dejé la enseñanza. Pero no anda muy desencaminada.

¿Se lo digo?

—Me rindo. La culpa es de su madre. Creo que me ha liado —bromeó Allie.

Ambos se echaron a reír.

—A mí también me confunde. Al mirarme en el espejo esta tarde no me reconocí. La verdad es que soy escritor... Ya sabe: zapatillas de deporte raídas, pantuflas, albornoces viejos, vaqueros descoloridos y sudaderas de Harvard llenas de agujeros.

—Me lo figuraba —ironizó ella.

Pues muy bien. Estaba guapísimo con traje. Seguro que en su armario ropero había algo más que sudaderas. Debía de tener treinta y pico, pensó.

La joven abogada no se equivocaba mucho. Su rival de Harvard, por así decirlo, tenía treinta y cuatro años y había vendido su primer libro a una productora el año anterior. Su segunda novela acababa de aparecer. Le habían dedicado reseñas muy elogiosas y se estaba vendiendo muy bien. Para él había sido una sorpresa, porque era un libro muy «literario», como decía Andreas Danielle Steel

Weissman, que trataba de convencerlo de que su verdadero talento estaba en la novela comercial. Quizá se lo replantease de cara a su tercer libro.

—Y bien, ¿dónde ha estado durante estos seis meses? ¿Escribiendo en una playa de las Bahamas? —preguntó Allie.

—En una playa sí, pero no de las Bahamas. He estado viviendo en Los Ángeles durante seis meses, en Malibú, adaptando mi primer libro para el cine.

Cometí la locura de aceptar escribir el guión y coproducir la película. Dudo que vuelva a hacerlo, aunque también dudo que nadie vuelva a pedírmelo. El otro coproductor es un amigo mío de Harvard, que también dirigirá la película.

—¿Y acaba de llegar?

Allie se había quedado de una pieza. Se le antojaba un poco rocambolesco que hubiese estado allí seis meses y se hubiesen conocido en Nueva York. También era curioso que, entre tantos invitados, fuesen a coincidir precisamente dos que, de algún modo, estaban vinculados a Malibú; y ambos recién llegados de California.

—Voy a estar aquí sólo una semana, para ver a mi agente —dijo él—. Tengo una idea para mi tercer libro y, si alguna vez consigo terminar el maldito guión en que estoy trabajando, pienso encerrarme un año para escribirlo. Ya me han hecho una oferta para escribir un guión sobre la segunda novela, pero estoy muy decidido. No creo que Hollywood sea lo mío, ni el cine en general. Me estoy planteando quedarme aquí, dedicarme sólo a escribir novelas y olvidarme del cine.

Pero aún no estoy decidido. Hoy por hoy, mi vida es bastante esquizofrénica.

—No veo por qué no puede hacer ambas cosas. Nadie le obliga a escribir los guiones, si no le gusta. Puede limitarse a vender los derechos, y que los guiones los hagan otros. Así tendrá más tiempo para escribir su novela.

Allie se sentía como si asesorase a uno de sus clientes. Él le sonrió al ver su seria mirada.

—¿Y si me destrozan el libro? —dijo él con cara de circunstancia.

—Habla como un escritor, no cabe duda —dijo ella sonriendo—. Lo aterra dejar a sus «hijos» en manos de extraños, ¿no? No voy a decirle que no tenga problemas. Pero se ahorraría mucho estrés si renunciase a escribir los guiones y, por supuesto, a producir las películas.

—Sin duda. La producción es como andar sobre ascuas. Además, la gente del cine no tiene la menor consideración por la literatura. No le interesa más que el reparto de actores y acaso el director. El guión les importa un pito. Para ellos no es La boda

más que un montón de palabras. Te engañan, te mienten, te dicen lo que les conviene con tal de conseguir lo que quieren. Dios me libre de acostumbrarme.

—Me parece que necesita usted un buen abogado en Los Ángeles, o puede que un representante local para que le eche una mano. Debería pedirle a su agente que le recomiende a alguien.

—A lo mejor la contrato a usted —dijo él a la vez que le tendía la mano. No descartaba la idea, que le parecía muy atractiva—. Ni siquiera me he presentado.

Soy Jeff Hamilton.

Allie lo miró a los ojos y le sonrió. ¿Jeff Hamilton? ¡Pero si lo conocía!

—Leí su primer libro. Y me gustó mucho —dijo Allie sinceramente. Era literatura seria, pero con pinceladas de humor. Se había llevado una magnífica impresión. Por eso lo recordaba—. Allegra Steinberg —se presentó—. Pero puede llamarme Allie.

—¿No será pariente del productor? —dijo él risueño.

—Pues sí. Simon Steinberg es mi padre —contestó ella, que se enorgullecía de su familia.

—Pues su padre se «cargó» la primera versión de mi guión. Pero no sólo no se lo tuve en cuenta sino que se lo agradecí. Me tuvo una tarde entera en su despacho diciéndome todo lo que no funcionaba. Y tenía razón. He introducido varios de los cambios que me sugirió. Muchas veces he pensado llamarlo para agradecérselo.

—Mi padre sabe mucho de muchas cosas —dijo ella—. También a mí me ha dado muy buenos consejos.

—Lo imagino.

Jeff Hamilton podía imaginar muchas cosas y una de ellas era volver a verla.

Allie miró en derredor al ver que muchos invitados se habían marchado mientras ellos hablaban.

—Creo que ya es hora de que me vaya —dijo Allie, al reparar en que eran casi las nueve y media.

—¿Dónde se aloja? —preguntó él, deseoso de poder localizarla. Era una mujer que tenía algo muy especial. De buena gana la hubiese atraído hacia sí y la hubiese besado.

—Estoy en el Regency. ¿Y usted?

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