
Sara se sentía feliz. El espejo de su habitación delataba lo ilusionada que se encontraba. Ese vestido le había costado una cifra demasiado escandalosa como para pensar en ella, pero no podía negarse que valía su precio. El corte era sencillo, pero el satén negro se ajustaba a su cuerpo como un guante, y su pelo, recogido en un moño italiano, estilizaba todavía más su figura. Sabía que el escote halter, terminado en una pronunciada V, dejaba al descubierto más piel de su pecho de lo que ella solía mostrar, pero no le importaba. Se sentía especial, femenina, poderosa. Aquella iba a ser su gran noche.
Su reflejo se desvaneció de golpe y en su lugar apareció una barandilla de granito que se interponía entre ella y el cielo de la noche madrileña. Sara se asomó. Desde aquella perspectiva, la visión de los edificios iluminados a sus pies la hacía sentir como una diosa en el Olimpo. La música agradable que deleitaba sus oídos elevaba su alma por encima de las luces de colores que se proyectaban desde la barra instalada a su espalda. La azotea del Círculo de Bellas Artes era un lugar mágico y difícil de olvidar.
Sus dedos sujetaban una copa de champán.
La voz de Marcelo hizo que se diera la vuelta. Ahí estaba él, todo un caballero. Entre sus manos extendidas hacia ella, una pequeña esfera azul, salpicada de manchas terrosas y verdes, levitaba sobre sus palmas con aspecto etéreo. «Ven Sara, esto es para ti. Ya tienes el mundo a tu alcance.»
Su llamada se oyó tan adorable, tan segura, tan real como siempre. Sara sonrió. Dio un paso para aceptar lo que él le ofrecía, pero no se movió de su sitio. Volvió a intentarlo, pero fue inútil. Dirigió su mirada hacia sus pies, pero estos habían desaparecido bajo un lodazal de barro que, poco a poco, trepaba por sus piernas dejándola inmovilizada.
Buscó a Marcelo, pero la imagen de este había comenzado a desaparecer, a evaporarse lentamente. «Adiós, Sara. Tengo que irme. Ahora estás sola». Aquellas palabras le produjeron una angustia desgarradora en el pecho. Sara gritó una y otra vez, sin ningún resultado: «¡No, por favor, Marcelo, no te vayas!». La figura masculina terminó por borrarse. Lo último que vio fueron sus labios esbozando una dulce sonrisa. Impotente ante la situación, comenzó a llorar por la desesperación de verle marchar. Ya no le importaba que el barro le llegase por el pecho ni que la preciosa terraza en la que se encontraba tan solo unos instantes antes se hubiera convertido en un torrente de cenizas que caía en forma de cascada a su alrededor. El polvo gris se mezclaba con el ocre fangoso para formar una gruesa película que envolvía su cuerpo. Casi dejó de respirar.
No sintió miedo, quizás esa fuera la solución a todos sus problemas. Dejar de luchar contra lo inevitable. Cerró los ojos. Oyó unas risas: estridentes, detestables y dañinas. Eran hienas. Carroñeras despiadadas que la rodeaban burlándose de ella. Se fijó en los dientes de una de ellas y en ese momento su rostro se transformó en la cara humana que más aborrecía en el mundo: la de Jorge. Una a una, todas fueron igualando su rostro al de la primera mientras comenzaban a gritar repetidamente: «Y ahora ¿qué vas a hacer? Y ahora ¿qué vas a hacer? Y ahora ¿QUÉ vas a hacer?».
Sintió la bilis en su boca. Rabia, furia y cólera vinieron acompañadas del coraje que nació en sus entrañas. Ya no podía rendirse a su destino sin luchar, no podía consentir que Jorge se saliese con la suya. Pero, a pesar de sus esfuerzos, la mayoría de sus miembros permanecían completamente rígidos. Las lágrimas no le permitían ver nada, la ceniza la estaba ahogando. Sabía que había llegado su final, pero se resistía a aceptarlo.
Al principio pensó que había sido una de las hienas. Enseguida cambió de opinión. La presión que sentía en su hombro era imperiosa, pero de movimientos suaves. Los ojos ya no le servían, por lo que utilizó sus dedos para intentar descubrir qué la estaba tocando. Una mano. Una mano grande y fuerte que tiraba de ella con delicadeza liberándola de su prisión de fango. Continuó la exploración y sus sensibles yemas enviaron a su mente la imagen de un perfecto brazo, musculoso, duro, recio. Lo identificó de inmediato.
Sabía quién había venido a rescatarla. Siempre lo hacía. Lawrence.
Con sus dos manos tanteó el cuerpo masculino hasta encontrar su cabeza y entonces se aferró a él como si le fuera la vida en ello. «Por favor, no me sueltes…, abrázame…, abrázame más fuerte», suplicó en voz alta. Su hermano obedeció y la atrajo hacia él ofreciéndole la seguridad que su poderoso cuerpo transmitía. Sara escondió su rostro en el cuello masculino. Su aroma era diferente, pero familiar. «Sara», oyó cómo le decía en un susurro muy lejano, «Sara, despierta. Sara, tienes que despertar». Estaba tan a gusto que no quería escucharle. Solo deseaba que la abrazase así como lo estaba haciendo. Mientras Lawrence estuviera a su lado, nada ni nadie podría hacerle daño. Sin embargo, su hermano insistía: «Sara, por favor». Tenía que convencerle para que la dejase disfrutar de su protección un poquito más. «Quiero estar contigo…, siempre a tu lado… Lawrence».
Notó cómo el cuerpo que abrazaba se ponía tenso, aunque no le importó. Sentía el calor que salía de él y llegaba a ella inundando todo su ser de la confianza que había perdido.
Abandonando poco a poco el mundo onírico en el que se había sumergido, volvió a escuchar las palabras susurradas en su oído. Pero esta vez, para su consternación y vergüenza, supo que no procedían de su hermano. Al principio, no comprendió. Luego, recordó. Después, quiso morirse.
—Sara, por favor, despierta… Lo siento, pero yo no soy ese… Lawrence.
Si le hubiesen tirado un jarro de lava incandescente por encima, no le hubiese quemado tanto la piel como la proximidad del cuerpo que ahora la acunaba delicadamente entre sus brazos. Jamás, en toda su vida, se había sentido tan avergonzada. ¿Qué es lo que estaba haciendo? En la cama, con un extraño, aferrándose a él como si le fuera la vida en ello. Enredándose en su cuello, reposando en su hombro, sintiendo su pecho.
Obligándose a sí misma a mantener la calma, se fue separando de Alejandro muy lentamente. Necesitaba convencerse a sí misma de que no había pasado nada, pero, sobre todo, necesitaba que él no fuera consciente de lo mucho que le alteraba su proximidad.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, muy bien, gracias. Solo ha sido una pesadilla. —Sara no se atrevía ni a mirarle a la cara. A pesar de la oscuridad, tenía miedo de encontrarse con sus ojos azules.
—¿Quieres un poco de agua?
—Sí, por favor. Te lo agradezco, pero no enciendas la luz.
Si le hubiera ofrecido arsénico, también le hubiese dicho que sí con tal de separarse de él. Era imprescindible que recuperara la compostura. Alejandro abrió la mininevera. La luz iluminó su figura mientras echaba el contenido de la botella de agua en un vaso. Era fácil comprender por qué se había equivocado al pensar que él podía ser su hermano. Hasta el momento, el único hombre que conocía con un físico semejante era Lawrence.
—¿Quieres contarme qué estabas soñando? Dicen que cuando explicas una pesadilla se van los fantasmas que la crearon.
«Fantasmas», pensó Sara. En su caso, esos eran los buenos. De quien se tenía que preocupar era de la escoria viva como Jorge.
—Tranquilo, era una tontería. Ya ni me acuerdo —dijo intentando demostrar que no le había afectado.
Apuró el vaso de agua que Alejandro le había servido y lo dejó encima de la mesilla. El reloj de su móvil marcaba las 3.30 de la mañana.
—¿Estás segura? —Su acompañante no parecía muy convencido.
—De verdad, estoy bien. Ahora lo que necesito es dormir. Muchas gracias por preocuparte —respondió de la manera más formal que pudo para poner distancia entre ellos.
Después se dio la vuelta y simuló que buscaba una postura cómoda para descansar. Sabía que aquella noche iba a ser imposible volver a dormirse.
Vio pasar las horas sin moverse de su posición inicial.
Lo más inquietante fue sentir que, a su lado, Alejandro tampoco dormía.
No esperó a que sonara su despertador. A las 6.30 de la mañana, Sara decidió que ya no podía aguantar más en la cama y, sin hacer ruido, se levantó para meterse en la ducha. Quizás el agua fría consiguiera despejar las nubes negras que se habían instalado en su mente.
Al salir del baño, pequeños retazos de luz se colaban a través de las cortinas. Sutilmente, la claridad comenzaba a ganar la batalla en aquella habitación. Lo suficiente para que Sara pudiese contemplar la figura esbelta del hombre que reposaba boca abajo en la cama, ajeno a su mirada. Solo una pequeña porción de sábana le cubría. Se acercó un poco más a él. Todavía le parecía increíble haber pasado la noche a su lado, y su imaginación volvió a abanderar sus pensamientos. Soñó con dunas paradisíacas al contemplar los músculos de la espalda masculina. Ahora ya sabía lo férreos que eran y sintió la necesidad de volver a tocarlos. Sin moverse de la protección que le garantizaba la distancia que los separaba, fantaseó con colocarse encima de él y acariciarlos uno a uno. Se vio a sí misma acompañando cada roce de sus manos con un sendero rociado por la humedad de sus besos. Utilizar su boca sería un placer. Podría deleitarse despertándole con su lengua, marcando cada poro con su esencia, absorbiendo hasta el último fragmento de su aroma. El cuerpo de aquel hombre invitaba a saborearlo por entero.
Pero el primer paso hacia el objeto de su deseo despertó su conciencia autocrítica.
«¿Se puede saber qué te pasa? ¡Desde que has conocido a este hombre solo piensas en una cosa!» Y era verdad. Aquel matiz sexual era una faceta nueva en ella.
Queriendo escapar de sí misma, se giró rápidamente y terminó de cerrar la maleta que había dejado casi preparada la noche anterior.
Sabía que debería ser educada y despedirse antes de marcharse, pero no pudo. Alejandro le hacía sentir muy extraña. Por un lado, recordó lo excitada que estaba antes de dormirse, y, por el otro, el momento de paz que había vivido en sus brazos durante la pesadilla. El pobre hombre había tenido que aguantar estoicamente a una loca que, en plena noche, se le había tirado encima suplicándole que no la dejara jamás. Mejor dejar las cosas así. Mejor huir.
Sara recogió sus cosas y, tras echar una última mirada hacia la cama, sacó la tarjeta del interruptor y cerró la puerta sin hacer ruido.
Había dejado su maleta en recepción, según indicaban las instrucciones del sobre que le habían entregado a su llegada. Las 7.05 de la mañana No le apetecía desayunar en el hotel, así que hasta las 9.00 tenía tiempo de sobra para disfrutar del amanecer y aprovechar para tomar algo en algún sitio interesante.
Después de andar un buen rato, llegó a un local que le llamó la atención. Desde fuera se veía muy acogedor, con el encanto especial de las cafeterías griegas. Pequeñas mesas redondas, bastante pegadas unas a otras, ocupaban todo el recinto, y no había un solo hueco en las paredes que no estuviera cubierto por una fotografía, una lámina o un dibujo.
Se decidió a entrar y fue a sentarse junto a la ventana mientras sacaba del bolso su móvil; desde el día anterior no había consultado su correo. Pero cambió de opinión. Estaba allí de vacaciones, para desconectar. Si hubiera ocurrido algo importante, Álvaro la hubiera llamado por teléfono. Con un gesto más simbólico que otra cosa, dio la vuelta al móvil y lo dejó encima de la mesa ocultando la pantalla. Nada de trabajo durante esos días.
—Bonito móvil, señorita —dijo una voz en español, aunque con un acento un poco extraño.
Sara levantó la mirada y descubrió a su lado a un hombre que no aparentaba menos de sesenta años y que la sonreía con amabilidad.
—Mi nombre es Kostas y estaré encantado de servirla en lo que necesite. ¿Desea desayunar?
¿Cómo habría adivinado aquel hombre que ella hablaba español? ¿Por su fisonomía? Entonces lo comprendió. Por su móvil. A la vista había quedado la carcasa en la que aparecía la máscara de Darth Vader debajo de su mítica frase: «Yo soy tu padre».
—Un placer, Kostas, mi nombre es Sara —y no se resistió a preguntarle—. Espero que no le importe si le digo que habla usted muy bien español para ser griego.
El hombre se rio con ganas y sus ojos reflejaron una viveza que podría competir con la de cualquier chavalito de veinte años. Era de ese tipo de personas que caen bien nada más verlas, y eso, desde luego, tenía que ser muy rentable para el negocio, pensó Sara.
—Si no lo hiciera, mi Lola no sería hoy en día mi mujer. ¡Me costó aprenderlo a marchas forzadas para pedirle que se casara conmigo!
—¿Su mujer es española? —indagó Sara sorprendida.
—Sí, malagueña. ¡Menudo carácter tiene!
Se notaba que Kostas se encontraba a gusto con Sara, y, afortunadamente, a esa hora todavía no había muchos clientes en el local.
—Menos mal que ya le he pillado el tranquillo. Ahora sé el secreto para que nuestra relación funcione perfectamente… —dejó la frase inacabada como esperando a que Sara le preguntara. Ella picó.
—Y ¿se puede saber cuál es?
—Pues el de todos los matrimonios… ¡Decir que sí a todo lo que te diga tu mujer! —rio con ganas.
—Imagino que llevarán toda la vida juntos, ¿no? —se aventuró a preguntar Sara. Ya se imaginaba a un joven y simpático griego de veraneo en las playas de Marbella en los años setenta, intentando convencer a una guapa andaluza de que él era el hombre de su vida.
—¡Qué va! Ojalá la hubiera conocido antes, pero el destino quiso que la encontrara hace apenas siete años. —Ahora su tono parecía un poco más serio—. A veces, tras una vida difícil, en el momento en que menos te lo esperas, descubres que el cielo te concede el mayor de tus sueños… Aunque tenga fecha de caducidad. Cada día que estamos juntos es un regalo y no lo desperdiciamos.
Sara no entendía muy bien a qué se refería Kostas hasta que se percató de la insignia que llevaba en la camisa. Ella sabía perfectamente qué significaba ese logo con las siglas UICC, Unión Internacional Contra el Cáncer. Entonces comprendió lo que quería decir Kostas. Para ella, una señal más de que no debía desviarse de su meta.
Sin embargo, a él se le veía tan ilusionado con la vida, transmitía tan buenas vibraciones, que nada hacía pensar que aquel hombre pudiera estar viviendo un drama. Probablemente, porque él no contaba los días que les quedaban, sino los que habían aprovechado juntos.
—¡Vaya! Debe de ser maravilloso tener a alguien tan especial a tu lado —comentó Sara.
—Lo es, señorita, lo es… ¡Pero, bueno, dígame qué quiere desayunar antes de que la siga aburriendo con mis cosas!
—¿Qué me recomienda?
—¡En mi local se hace el mejor café griego de Atenas! —dijo con orgullo.
—¿Cómo es el café griego?
—Pues es igual que el turco, pero aquí no nos gusta llamarlo así.
Y Kostas le explicó en detalle cómo se hacía correctamente un verdadero «café griego», a lo que Sara contestó que a ella le parecía igual que el que su abuela llamaba «café de puchero».
—Por cierto, tengo una duda —comentó Sara, para picarle un poco—. Si todos los cafés griegos se hacen igual, ¿por qué el suyo es el mejor de Atenas?
Kostas se rio con ganas mientras retiraba la carta y los adornos de la mesita. Y, justo antes de marcharse para la cocina, le dijo en tono enigmático y con una sonrisa en sus ojos:
—Pruébelo y luego me dice qué le ha parecido. A veces la respuesta no está tras el por qué, sino en el quién.
Y Sara lo comprendió. Al igual que el rey Midas del cuento, que convertía en oro todo lo que tocaba, Sara no tuvo ninguna duda de que Kostas, con su energía positiva, haría exquisito todo lo que pasara por sus manos.
El día estaba empezando mucho mejor de lo que ella hubiera esperado. A las 8.50 de la mañana, entraba de nuevo por la puerta del hotel, con el estómago lleno y una sensación de bienestar producida por haber conocido a una gran persona como lo era Kostas.
Pero entonces cayó en la cuenta de que a lo mejor Alejandro todavía estaba por allí. Dios no lo quisiera, ¡porque se moriría de vergüenza! Miró a su alrededor y al no verle por ninguna parte respiró tranquila. Luego preguntó en recepción cómo podía llegar a la Sala Alkioni.
Sara esperaba que hubiera más gente, no solo las tres chicas sentadas en la primera fila y los dos chicos en la cuarta, sin contar al que parecía ser el organizador que estaba tras una mesa auxiliar al lado del púlpito. Quizá todavía fuera un poco pronto.
Había decidido sentarse en un extremo de la segunda fila, cuando oyó que el hombre se dirigía a ella en español:
—¡Hola! Bienvenida. Mi nombre es Nikos y voy a ser vuestro guía en esta primera parte del viaje. ¿Tu nombre es…?
—Sara. Sara McCarthy —especificó ella para que pudiera encontrarla en la lista que estaba chequeando.
—Perfecto. Ya solo nos quedan dos personas más y podremos empezar.
¿Solo dos más? En ese momento, una chica morena de pelo corto y rizado entraba por la puerta y, al hacer la misma inspección que había hecho Sara unos instantes antes, debió de tomar la decisión de sentarse junto a esta porque, después de que Nikos comprobara que estaba en la lista, la muchacha se dirigió hacia ella muy sonriente.
—¡Hola! Me llamo Montse.
—¿Qué tal? Yo soy Sara.
Aquella chica le cayó bien desde el primer momento. La expresión cordial que lucía en su semblante hizo que Sara ya se imaginara a las dos juntas tumbadas en sendas hamacas, contemplando el mar en cualquiera de las múltiples cubiertas que tendría su barco. Sí, aquellas vacaciones iban mejorando por momentos.
—Ya solo nos falta un pasajero. Esperemos que no se retrase mucho.
Sara pensó que, probablemente, el motivo por el que allí hubiera tan pocos se debiera a que los demás estuvieran alojados en otros hoteles. Seguramente luego se reunirían todos en el barco. Ojalá ese pasajero no se demorase mucho, pensó Sara mientras miraba hacia la puerta.
Y en ese momento se quedó blanca.
La persona que acababa de pasar el umbral no era otro que Alejandro. ¡¿Qué estaba haciendo allí?! Mientras se acercaba a la mesa donde estaba Nikos, Sara notó cómo su estómago subía y bajaba repetidamente, como si del vagón de una montaña rusa se tratase.
Al principio estuvo segura de que él no se había percatado de que ella estaba allí, y por un instante pasó por su mente la posibilidad infantil y ridícula de agacharse para que no la reconociera. Montse le ahorró el bochorno al acercarse a ella para decirle algo al oído:
—¿Has visto a ese que acaba de entrar? ¡Y además viene solo! —dijo casi emocionada.
—Sí, lo he visto. — «¡Claro que lo he visto!», tuvo ganas de gritar.
—¡Estas vacaciones me van a encantar, y mira que yo tenía mis dudas!
Al darse la vuelta para buscar asiento, Alejandro la reconoció. La miró a los ojos, pero no hizo ademán de que la conociese. Se sentó en el otro extremo de la segunda fila, justo detrás del grupo de las tres chicas que por su acento parecían americanas. Simplemente, se limitó a decir en voz alta:
—Lamento el retraso, pero he tenido un pequeño problema con la tarjeta de mi habitación.
En los dos segundos siguientes, Sara pasó del calor más abrasador producido por la vergüenza, al frío paralizante, consecuencia del pánico.
El primero, al ser consciente de que se había llevado la tarjeta que hacía que la habitación «funcionara». No solo había huido como una ladrona sin despedirse siquiera, sino que, encima, había quitado la tarjeta del interruptor. No quería ni imaginar todos los inconvenientes que eso le habría ocasionado.
El segundo, al comprender que algo no encajaba en todo aquello. ¿Qué hacía Alejandro allí? Temerosa contó a los presentes en aquella sala: uno, dos, tres…, siete. Y entonces el recuerdo de unas palabras pronunciadas en el aeropuerto la dejaron inmovilizada, como si todo su cuerpo acabara de ser recubierto por una espesa capa de hielo: «Siete días, con siete desconocidos…».
Cuando fue capaz de reaccionar, se tapó la cara con las manos para contener el ataque de histeria que amenazaba con estallar. Comenzó a hacer respiraciones profundas, pero ni aun así conseguía calmarse. Hasta Montse le preguntó si se encontraba bien.
—Y ahora que ya estamos todos, puedo daros la bienvenida oficialmente. ¿Qué os parece si empezamos presentándonos uno por uno?
Sara oyó las palabras de Nikos como en una pesadilla. En su cabeza solo tenía cabida un pensamiento: «¡La mato, la mato, la mato! Definitivamente, cuando llegue a Madrid, la mato».