La Mezquita Azul de Estambul era impresionante. Su secreto: los azulejos típicos de Iznik, que decoraban el interior. Aquella cerámica, iluminada por cientos de lámparas colgadas de las cúpulas y difuminada por la luz natural que penetraba por las ventanas, producía un efecto mágico.

Sara decidió sentarse en el suelo. Le apetecía disfrutar de la serenidad que se respiraba entre aquellas paredes. Se apoyó en uno de los enormes pilares que soportaban el peso de las bóvedas y respiró profundamente. Quizá, durante unos instantes, pudiese encontrar la paz que tanto anhelaba.

Pero no la encontró.

Acababa de cerrar los ojos, cuando oyó a su lado la voz de Montse:

—Anoche me acosté con Pepe.

«Y ahora ¿qué se supone que debo decir?», pensó mientras abría los ojos. Montse estaba sentada a su lado con cara de preocupación.

—Estoy hecha un lío —continuó su amiga—.Vine a este viaje para intentar pasar página de una relación tortuosa, que me ha durado cinco años, y resulta que voy a volver colada hasta los huesos de un tío madrileño. ¿Qué voy a hacer ahora?

—No sé… —empezó a decir Sara sin tener muy claro por dónde continuar. Pero luego se acordó de algo. A veces, con Marta, esta técnica funcionaba—: ¿Qué quieres hacer?

—Si fuera por mí, cogería la maleta y me iría a Madrid sin pensármelo dos veces. Pero en Barcelona tengo a toda mi familia, mis amigos, mi trabajo… No puedo dejarlo todo por un capricho de vacaciones… Pero ¡solo de pensar en no volver a ver a Pepe, me da algo!—se lamentó Montse con toda la angustia del mundo en su voz.

—¿Has hablado con él?

—Es que, precisamente, lo que me ha dicho Pepe es lo que me pone la piel de gallina. ¡Me da vértigo! Se le ve tan decidido… Sé que es una locura, pero dice ¡que si es necesario se viene a Barcelona y busca trabajo allí! Que él lo tendría más fácil que yo para trasladarse.

—Y ¿por qué te da miedo eso? —preguntó Sara sorprendida—. ¿Qué otra prueba necesitas para saber que va en serio contigo?

—Pero ¿y si sale mal? ¿Y si esto no ha sido más que una ilusión de vacaciones? ¿Y si cuando volvamos a nuestra vida normal descubrimos que no somos compatibles?

—¿Y si sale bien? —cortó Sara—. ¿Y si descubres que Pepe es el hombre con el que desearías pasar el resto de tu vida y con el que te gustaría formar una familia? ¿En serio vas a eliminar esa posibilidad por miedo?

Montse permaneció en silencio, pensativa.

—Si de verdad crees que existe la más mínima posibilidad de tener un futuro con él, no renuncies a ella. A veces, uno se encuentra al amor de su vida donde menos se lo espera…

Y entonces, mostrándole la foto de su cartera, Sara le contó la historia de sus abuelos. Aquella en la que una simple cámara les unió y no volvieron a separarse jamás.

Estaba realmente impresionada. El Palacio de Topkapi parecía sacado de una historia de Las mil y una noches. Entraron por la Puerta del Saludo y se dirigieron hacia las Cocinas Reales. Enormes calderos y utensilios culinarios estaban expuestos en ese gigantesco recinto con capacidad para doce mil comensales. Sin embargo, lo que llamó la atención de Sara fue una preciosa colección de cerámica, cristal y plata, mostrada en esa zona del palacio.

—Cierra los ojos y ven conmigo —dijo Alejandro, buscando su mano—. Agárrate de mi brazo y no te sueltes. Aquí hay mucha gente.

Sara obedeció. Le apetecía el juego. En solo seis pasos llegaron a su destino.

—Ya puedes abrirlos —ordenó él—. Mira esa pieza de porcelana. Si aciertas su lugar de procedencia, mañana vuelvo a llevarte el desayuno a la cama.

—Ah, suena tentador. ¿Y si no lo adivino? —preguntó con un tono más seductor de lo que ella estaba acostumbrada a pronunciar.

—Aceptarás una invitación para cenar esta noche conmigo. Solos tú y yo.

La mirada de Alejandro revelaba que estaba esperando que ella reaccionara positivamente a sus palabras.

—Acepto el reto.

«Ahora solo tengo que decidir qué quiero hacer», pensó, porque estaba bastante segura de la procedencia de aquel plato azulado decorado con un árbol y una especie de estilizada grulla en el centro. Había leído que en Topkapi se encontraba la segunda colección más importante de porcelana china del mundo, después de la propia China, claro. Jugaba con ventaja. Podría dejar que Alejandro ganase y decirle que el origen de aquel plato era la ciudad de Iznik, famosa por sus trabajos en cerámica, pero engañarle a propósito haciéndose la tonta no iba con ella. Tendría que conformarse con un desayuno, o ni siquiera con eso, porque al día siguiente tenía que partir temprano hacia Madrid.

—China —dijo con un hilillo de voz, casi disculpándose—. Es que he leído antes lo que podíamos ver en Topkapi y allí hablaba de esta colección.

—¡Vaya, qué pena! —Alejandro parecía divertido—. Es bueno saber perder, ¿no?

—Sí, supongo… —Sara arrugó un poco la frente, porque no entendía muy bien por dónde iba Alejandro—. ¿Por qué lo dices? ¿No eres buen perdedor?

—La cuestión es… si lo eres tú. Ven aquí y lee ese cartelito. A ver qué te parece.

Sara se acercó por el otro lado de la vitrina y allí leyó: «Japan». Después miró a Alejandro, que encogió los hombros en señal de inocencia fingida.

—¡Sabías que diría «China»! —afirmó Sara, golpeándole el brazo—. ¡Me has manipulado adrede!

—Digamos que sí —confesó él sin poder contener la risa—. Hubiera apostado mi brazo derecho a que te habías leído la guía antes de entrar. ¡El día de Cos no te separaste de ella ni un minuto!

Pues sí que se fijaba Alejandro en los detalles.

—Y ahora ¿qué? —preguntó ella, un poco nerviosa.

—Ahora tendrás que estar preparada a las siete. Esta noche iremos a cenar a un sitio muy especial.

Alejandro no siguió hablando del tema, pero Sara no pudo dejar de pensar en ello.

Habían recorrido casi todo el palacio y ahora se encontraban muy cerca del Tesoro. En el salón de la Escuela de Pajes pudieron apreciar una colección de trajes imperiales que mantenían casi el mismo esplendor que tuvieron durante su época de apogeo.

A Sara le enamoraron los caftanes. No podía apartar su mirada de esa especie de túnicas de seda, abotonadas por delante y con largas mangas, cuyo diseño se regía por un estricto orden jerárquico en función del rango de la persona que lo vistiese.

—¿Te gustan? —preguntó Alejandro a su lado.

—¡Son maravillosos! ¡Creo que, si me pusiera uno de esos, me sentiría como la Reina de Saba o algo así! —bromeó ella, pero con los ojos brillantes por la emoción.

—¡Ya quisiera la Reina de Saba parecerse a ti! —contestó él, guiñándole un ojo con aire seductor.

Y Sara comprendió que, si Alejandro seguía haciendo y diciendo esas cosas, ella iba a tener serios problemas para bajarse de la nube a la que se estaba subiendo sin paracaídas.

Por fin llegaron al Harén, residencia de las esposas, concubinas e hijos de los sultanes. El guía los llevó hasta los baños donde las mujeres se acicalaban y se relajaban a diario en tiempos pasados. Allí les explicó lo jerarquizada y llena de normas que estaba esa pequeña sociedad que vivía al margen del mundo exterior. Las mujeres que llegaban al harén no podían compartir cama con el sultán hasta haber sido formadas adecuadamente para ello.

Montse, Pepe, Alejandro y Sara habían permanecido juntos escuchando la explicación.

—Y vosotros ¿qué opináis? —preguntó Montse con picardía—. ¿Creéis que este sitio sería el paraíso para cualquier hombre?

Los dos interpelados se miraron para ver quién era el valiente que contestaba primero. Al final, se decidió Alejandro.

—Bueno, ¿qué hombre no ha soñado con pasar unos días en la Mansión Play Boy? —confesó Alejandro—. Pero me imagino que con el tiempo perdería el morbo, ¿no?

—Sí, con el tiempo… ¡Unos dos o tres millones de años quizás! —ironizó Pepe, ganándose un codazo de Montse.

—Pues no os lo vais a creer —empezó a contar Sara—, pero, cuando yo era pequeña, me subía a la cama de mis padres, la llenaba de cojines y jugaba a que era una de esas concubinas. Claro que sin tener ni idea de lo que implicaba ser una concubina.

—¿Y eso? —preguntó Montse.

—Pues porque vi una película en la que un montón de mujeres se relajaban recostadas en cojines inmensos. Luego, alguien elegía a una de ellas y la engalanaban como a una princesa. La bañaban en agua caliente, la peinaban, la maquillaban y la vestían con una ropa espectacular. Para mí, aquello era como el cuento de la Cenicienta, pero en versión oriental. Me pasé semanas jugando a ese juego. ¡Aunque, a mi edad, yo no tenía ni idea de para qué lo hacían, ni qué venía detrás de tanta preparación!

Aquello abrió la veda para que cada uno contara sus anécdotas infantiles de sueños locos y terminaron la visita de muy buen humor.

Lástima que a Sara le quedara ya tan poco tiempo para regresar a su mundo y enfrentarse a la realidad.

—Os recomiendo que probéis nuestro Testi Kebap—dijo Ahmet, uno de los simpáticos camareros del Istambul Enjoyer—. Es una receta popular turca que consiste en un guiso especiado de cordero, cocido en vasija de barro sobre brasas de carbón. Se mezclan los ingredientes en crudo dentro de la tinaja y luego se sella su boca con masa de pan. La carne y las verduras se van haciendo en su propio jugo, y, cuando está todo hecho, os lo traigo a la mesa y rompemos la cerámica. ¡Ya veréis cómo la comida está en su punto!

Ahmet tenía un gran poder de persuasión y, a pesar del calor, casi todos se decidieron a probar aquel manjar.

Ya en la sobremesa, mientras saboreaban los chupitos de Raki a los que les habían invitado, Alejandro se levantó un momento de la mesa para contestar otra de las múltiples llamadas que le estaban bombardeando aquel día.

En aquel momento, Montse preguntó:

—¿Sabéis si mañana vamos a hacer alguna fiesta de despedida en el barco?

—Ni idea —contestó Emily—, pero, si no tienen nada pensado, podríamos proponerlo nosotros a la tripulación. ¡A mí me apetece mucho!

—Pues yo tendré que perdérmelo —dijo Sara con pesar—. Mi avión sale mañana muy temprano.

—¿Y eso? —preguntó Chema, mientras apuraba el chupito de Emily. El sabor tan fuerte del licor no le había gustado mucho a la americana. «Estos también han hecho buenas migas», pensó Sara.

—No puedo quedarme hasta el lunes por la noche como vosotros, el martes tengo una reunión muy importante y necesito asegurarme de que está todo preparado.

—Vaya, te echaremos de menos —contestó Ashley, con un tono que a Sara le pareció de lo más sarcástico, mientras miraba con descaro hacia la puerta. Definitivamente, aquella chica no le había caído nada bien. Menos mal que el resto del grupo había resultado ser de lo más agradable. Sara tuvo que reconocer que el viaje había merecido la pena.

Alejandro no fue con los demás a visitar el Palacio de Dolmabahçe. Después de comer, le había dicho a Sara que tenía que volver al barco, pero sin darle ninguna explicación adicional. Ella tampoco preguntó. La visita de aquel monumento a la opulencia, en tiempos en los que el imperio otomano ya estaba en declive, no fue lo mismo sin él.

Cuando Sara regresó al barco, Alejandro no estaba allí. Debajo de su puerta encontró una nota en la que le decía que había tenido que marcharse, pero que su cena seguía en pie. La esperaba a las siete en el punto donde habían bajado a tierra por la mañana. Le quedaba una hora para prepararse.

Sara abrió el armario y se fijó en el vestido negro y bastante ajustado que Marta le había regalado por Navidad y que había insistido en que se llevase al viaje. ¡Menos mal que en esta ocasión sí le había hecho caso! Decidió que con unos tacones podría quedar resultón. Se duchó y, mientras se arreglaba el pelo, se dio cuenta de que estaba nerviosa. Era una sensación rara. Se sentía contenta y excitada, pero a la vez un poco asustada. «¡Si solo es una cena, por favor!», pensó mientras se esmeraba en maquillarse. Pero algo en su interior le decía que aquello no iba a ser del todo cierto.

La maldición de los Luján
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