—Mi mamá me hizo ese vestido para que lo estrenase el domingo de feria. Quería que estuviese tan bonita como mi hermana, pero yo sabía que eso sería imposible. ¡María era la chica más guapa del pueblo! —Aquella era la voz de la de la niña que, agarrada de su mano, observaba a María con admiración—. Yo no era todavía una «señorita», por eso no miré cuando aquel chico dijo esa palabra para que nos girásemos antes de entrar en misa. Nos hizo esta foto. A María le gustó mucho… Era muy guapo… Pero ¡yo no le podía contar nada a mamá o no nos hubieran dejado salir durante las fiestas! Me porté muy bien y no dije nada a nadie, ni siquiera cuando se veían a escondidas… Pero yo sabía que María no debería hacer eso. Si mamá se enteraba, se enfadaría muchísimo… Ella siempre decía que María debía cumplir un deber muy importante para con la familia… María tendría que casarse con el señorito Luis cuando la usurpadora desapareciese… ¿Por qué ella no lo comprendía ni cuando papá se lo explicaba con su cinturón?

Sara comenzó a llorar. Su abuela jamás le contó nada de su pasado. Les había hecho creer a todos que se había criado con las monjas en un colegio llamado Cabrini, una casa de asilo para niñas huérfanas y pobres. Ahora entendía el porqué. La realidad de su vida anterior era demasiado dura para querer ser recordada. Ella y su abuelo habían preferido ahorrarle ese dolor a su familia.

—Me dio mucho miedo cuando la tierra se enfadó y castigó a todos los que habían sido malos, incluida a la usurpadora —continuó Pilar sin salir de su trance—. Pero María también había sido muy mala y tuvo que pagar por ello… Mamá me dijo que madre Dolores ni siquiera había permitido que encontrásemos su cuerpo… Pero ¡yo era buena! ¡Yo no quería que madre Dolores me sepultase bajo los escombros! ¡Yo no quería morirme, y por eso obedecí a mi mamá en todo! A mí no me gustaba el señorito Luis…, era muy viejo para mí, pero papá me dijo que, cuando fuera un poco más mayor, tendría que ser yo la que me casara con él… Todo dependía de mí… Y yo me pasé toda la vida a su lado, sirviéndole, pero él nunca me quiso…, a pesar de que yo siempre fui una niña muy buena…

—¡Basta, abuela! ¿Qué te pasa? —preguntó Paula angustiada por el dolor de ver al pilar de su vida desvariando de aquella manera. La cogió por los hombros y la zarandeó—. ¡Abuela! ¡Abuela!

El gesto brusco consiguió que Pilar volviera de su regresión infantil, como si despertara de un sueño. Entonces, recordó lo que había pasado y su rostro se iluminó.

—¡Ella no murió! ¡Mi hermana no murió! ¡Ellos me engañaron! ¡María logró escapar! —exclamó emocionada por su reciente descubrimiento —. ¿No lo entiendes? ¡Ella tuvo una vida feliz, alejada de todo esto! ¡Y ahora su nieta está aquí!

Pilar la miró a los ojos, como si la viera por primera vez.

—¡Eres tú! Por eso te pareces a Mercedes. Es su señal. Ella te ha enviado para salvarnos. Mañana te casarás con Alejandro y por fin todo habrá terminado. ¡Sara, tú eres la elegida!

—¡NO! —Un grito desgarrador salió de la garganta de Paula—. ¡No lo permitiré! ¡La elegida soy yo! ¡Siempre me lo has dicho! ¡Ella debe morir igual que las otras!

Los ojos de Paula reflejaban la enajenada desesperación que se había apoderado de ella. Sara comprobó con horror cómo le temblaba la mano que todavía sostenía la pistola.

—Yo romperé la maldición —aseguró con orgullo—, porque he sido yo la que he sacrificado todo en mi vida por ella. ¿Quién sino yo ha hecho todo lo necesario, todo lo que tú me dijiste que hiciera? ¿Acaso Sara tuvo el valor de echar el somnífero en la tisana de don Luis aquella Nochebuena? ¿O el narcótico en la cena de Alejandro para dejarle casi inconsciente con la primera copa? ¿Fue ella la que le dio un paralizante a la confiada Leydis cuando su marido salió por la puerta en busca de su hermano? No, fui yo la que tuvo el valor de incendiar la preciosa Casa Edén. ¿Crees que no se me revolvieron las tripas al saber que un inocente bebé jamás vería la cara de su padre en este mundo?

Un torrente de lágrimas se desbordaba por el rostro femenino que, implorante, pedía la comprensión de Pilar.

—Y todo lo hice por ti, abuela. Porque tú me lo pediste… ¿Cómo puedes decirme ahora que ella va a quitarme lo que siempre debió ser mío? —continuó con voz suplicante—. Sabes que yo amaba a Gabriel, pero el muy estúpido prefirió a Leydis… Alejandro es diferente. Antes de que apareciese esta ya casi le había convencido para que exhumara los restos de Mercedes y, una vez que lo haga, comprenderá que yo soy su única oportunidad. Él solo piensa en sí mismo. No llorará mucho tiempo su pérdida.

Después se giró hacia Sara, con la mirada llena de odio.

—Será fácil llevármelo a la cama en cuanto tú no estés —le espetó en su cara.

—Lo siento, Paula…, pero eso no va a pasar nunca. Alejandro es… tu hermano, y él siempre… lo ha sabido —contestó Sara casi en un susurro. No quería hacerle daño. Solo sentía lástima por ella, pero le quedaba poco tiempo de consciencia, y aquellas mujeres tenían que saber la verdad—. El hombre… que violó a tu madre… fue Miguel Luján,… el hijo de don Luis… Por eso, él…siempre te ha tratado como… a una nieta.

—¡Mientes! —gritó Paula, abofeteándola en la cara—. ¡Eso no puede ser cierto! ¡Mi madre solo fue una ramera que se dejó embarazar por el primer forastero que apareció!

—¿Quién te ha contado eso? —le preguntó Pilar con un sollozo contenido en su garganta.

—Don Luis —contestó Sara—. Él fue… quien la encontró.

Pilar cerró los ojos. Todas aquellas revelaciones eran más de lo que una mujer de su edad podía aguantar. Pero ella era fuerte.

—Paula, déjalo ya —ordenó a su nieta—. Todo ha terminado.

—No, abuela. Esta vez no pienso obedecerte—.Y con la furia que enardecía su cuerpo, levantó la pistola y encañonó a Sara.

Fue Pilar la que se interpuso entre ellas. Abuela y nieta comenzaron a forcejear por detrás de Sara. Esta solo oyó el sonido de un disparo. Fatídico preludio del silencio que vino a continuación.

Con toda su voluntad, Sara intentó darse la vuelta para saber lo que había pasado. Pero fue inútil. Tan solo las palabras de Pilar, le revelaron cuál había sido el desenlace.

—Lo siento, mi niña… Pero nuestra misión está por encima de ti y de mí.

Después, oyó como un cuerpo caía al suelo, y los seductores tacones de Paula aparecieron en la periferia de su visión. Pilar volvió a sentarse en su sillón. Impasible. Tan solo la sangre de sus manos evidenciaba el funesto asesinato que acababa de producirse en aquella habitación.

Entonces, buscó algo que llevaba escondido en el interior del cuello de su vestido. Poco a poco, una delicada cadena fue apareciendo, y, con ella, un relicario de plata. En su tapa, la imagen grabada de la Virgen de los Dolores se veía deteriorada por el paso de los años. Pilar abrió el diminuto cierre del colgante. Y Sara lo vio, lo reconoció.

Un precioso anillo con una enorme esmeralda en el centro. El mismo que lucía Mercedes en el cuadro. El que había sido robado por unos bandoleros cien años atrás.

—Toma, Sara. Elías lo recuperó para la familia. Ahora es tuyo. Tienes que llevarlo el día de tu boda o todo esto no habrá servido de nada—comenzó a explicar Pilar.

«¿Quién demonios es Elías?», pensó Sara. Ese nombre sí que no lo había oído hasta aquel momento.

—Bueno, tú no sabes quién fue Elías, ¿verdad? —confirmó Pilar—. Nadie lo sabe, porque a nadie le importó. Pocos recuerdan que Mercedes tenía un hermano pequeño, un niño llamado Elías. Un inocente que se vio obligado a vivir con su abuela, en las sucias, oscuras y frías cuevas, después de que Mercedes muriese asesinada. Un adolescente que permaneció en ellas porque a todos les espantaba el recuerdo de la familia de la bruja que había hecho un pacto con el diablo. Un joven que se unió a un grupo de bandoleros, renegados como él, y que un día tuvo la suerte de toparse con la mismísima usurpadora, que portaba el anillo de Mercedes. Un hombre que regresó al pueblo que le vio nacer y, simulando ser un forastero en busca de nuevas oportunidades, creó allí una familia a la que trasmitió su legado: la verdad y el anillo. Los Luján siempre pensaron que la estirpe de madre Dolores había desaparecido. Ninguno movió un dedo para averiguar qué pasó con Elías, y él era la clave que necesitaban para terminar con su maldición.

Sara apenas escuchaba ya las palabras de Pilar. Tan solo la terrible historia que revelaban la mantenía despierta. La de una familia que, generación tras generación, había alimentado su odio irracional por los Luján, arropado por la cruel demencia de algunos de sus miembros. Aquella familia era la suya.

Pilar tomó las manos de Sara y, colocándolas encima de la mesa para que no se cayesen, depositó en ellas el anillo. A continuación, la besó en la frente.

—Bendita seas, hija mía.

Después, se levantó y salió del campo visual de Sara. El sonido de su ropa delató que se había agachado.

—Espérame, mi niña. Ya voy contigo —fueron sus últimas palabras, antes del atronador disparo.

La maldición de los Luján
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