
El día había comenzado de forma agradable. Volver a ver a sus compañeros había renovado su energía, pero lo malo aún estaba por llegar. Jorge la convocó a la sala de reuniones y allí le comunicó los cambios que pensaba hacer en el equipo, cambios que por supuesto la incluían a ella. La víbora comenzaba a marcar su territorio imponiendo a todos su recién estrenado poder. Pero ¿con qué criterio había tomado esa decisión? ¿Qué conocía él de Endor si de lo único que se había encargado hasta el momento era de cerrar acuerdos desastrosos con proveedores? ¡Si ni siquiera sabía por qué le habían puesto el nombre de EDN42 al compuesto que habían desarrollado y que iba a revolucionar el mercado! Aunque primero tenían que conseguir que Antax financiase la segunda fase de la investigación.
Sara temía que aquel ignorante hiciera peligrar el proyecto, pero ¿qué podía hacer? Julio había dejado muy claro que solo confiaba en Jorge.
Aquella noche, su primo Mike contactó con ella. Quería saber qué tal le habían ido las vacaciones, pero al notarla apesadumbrada le preguntó qué había pasado. Sara desahogó su frustración con él. Le contó el recibimiento que había tenido y la situación que se le presentaba por delante. Mike le recordó que lo mejor que podía hacer era irse a Estados Unidos. Con su currículo y sus contactos las empresas de investigación americanas se la disputarían. De hecho, no era la primera vez que Sara recibía una oferta de trabajo de alguna de ellas.
—Mi casa es tu casa, ya lo sabes —le dijo Mike con sinceridad.
Siempre se comunicaban en español. Se habían acostumbrado a hacerlo así tras los veranos que este había pasado en Madrid aprendiendo el idioma.
—Sabes que te lo agradezco de corazón, pero no puedo. Ahora menos que nunca —contestó Sara convencida—. Me da igual que Jorge sea el que mande, o el que se lleve todos los méritos, lo único que me importa es conseguir la financiación para acabar el proyecto. Nuestro compuesto tiene que llegar al mercado sea como sea.
«Al precio que sea», pensó Sara reafirmando su dolorosa decisión de renunciar a Alejandro.
La sede central de Antax Corporation era impactante. No solo por su tamaño o por su ubicación en una de las Cuatro Torres de Madrid, sino por la exquisita decoración que presentaba. Comparado con aquello, el edificio científico donde estaba ubicado Ednor parecía sacado de la Edad de Piedra.
Sara no se dejó amilanar. Su lugar de trabajo no tendría todos aquellos lujos, pero había dispuesto de los suficientes recursos para que su equipo consiguiese hacer uno de los descubrimientos más importantes del siglo.
Julio debería haber asistido a aquella reunión, pero había llamado diciendo que se encontraba «mal». Un compañero de Sara le había mostrado el motivo de la reciente «enfermedad» del dueño de su empresa. En twitter aparecía una foto suya de la noche anterior en una fiesta, en la piscina, con unas «amigas». ¡Eso era todo lo que se podía esperar del niñato irresponsable que había elegido a Jorge para liderar el futuro de Ednor! Lo que todavía no tenía claro Sara era qué artimaña habría empleado la víbora para embaucarle.
Una secretaria un poco estirada les hizo un pequeño tour por las instalaciones. Después, los acompañó a una sala en la que una pantalla permanecía oculta en un extremo de la sala, esperando a ser desplegada para proyectar la presentación que Sara traía en su portátil. Ella y su equipo habían trabajado muy duro para hacerla: informes económicos, previsiones, antecedentes, posibilidades comerciales, etc., todo estaba perfectamente reflejado para convencer a los directivos de Antax de que sería una buena idea invertir su capital en Ednor.
Enseguida entraron por la puerta un hombre de mediana edad y una despampanante mujer rubia, vestida con un magnífico y a la vista costoso traje de chaqueta. Una vez acomodados en torno a la mesa, esta se presentó como Paula Dueñas, Directora Ejecutiva de Antax, y a su compañero, como el Responsable de Alianzas e Inversiones de la compañía. Con él había mantenido Sara el contacto para cerrar aquella reunión durante las última semanas, pero en ese momento quedó bien claro quién era la que mandaba allí.
Sara sintió vergüenza ajena al ver cómo Jorge se ponía en «modo pavo real», hinchando el pecho y dando a su voz un tono todavía más pedante del habitual. Explicó que, tras los penosos incidentes que habían tenido lugar recientemente, el nuevo dueño de la empresa había depositado en él toda su confianza y le había nombrado Director General de Ednor. A ella poco más y la presenta como su secretaria.
Sara no se dejó amilanar. Qué importaba un cargo cuando había tanto en juego. Se disponía a encender su portátil cuando sonó el móvil de Paula. Algo importante tenía que ser, porque, sin dar ninguna explicación, les dijo a todos que esperasen un momento y salió por la puerta. Cuando regresó no lo hizo sola.
Sara se quedó helada. Sus piernas se fosilizaron, sus pulmones dejaron de respirar, su corazón dejó de latir. La última persona que esperaba encontrar en aquella empresa estaba allí, delante de ella, con el pelo engominado y ataviado con un traje azul, camisa blanca y corbata a juego…, a juego con sus ojos… aquellos que Sara pensó que no volvería a ver jamás.
Por un instante creyó que sus sentidos le estaban jugando una mala pasada, que su alma creaba el espejismo de su más deseado anhelo… Pero realmente era Alejandro, y no otro, quien había entrado en aquella habitación haciendo que todo lo demás se eclipsara para ella.
¿Qué podía hacer? En el momento en que él fuera consciente de su presencia, aquella reunión podría tocar a su fin. ¿Le echaría en cara, delante de todo el mundo, su indeseable comportamiento? No, Alejandro no haría eso. Probablemente se limitaría a ignorarla como hizo la vez anterior. Pero, en esta ocasión, ella no gozaría de su perdón.
Se merecía su desprecio y mucho más. Lo sabía, pero no podía consentir que el trabajo y los sueños de sus compañeros se tirasen a la basura por su dolorosa decisión. Todavía no entendía qué hacía Alejandro allí, pero si era necesario le suplicaría de rodillas que le diese la oportunidad de explicarse, de mostrarle el gran logro científico que habían conseguido y lo beneficioso que sería para tantos millones de personas que, año tras año, eran derrotadas por esa cruel enfermedad.
Con el corazón a punto de estallarle, pero con la inconfesable emoción por volver a verlo, decidió permanecer callada mientras Paula presentaba a su acompañante.
—El señor Luján, Presidente de Antax Corporation, ha querido incorporarse a nuestra reunión.
Jorge se levantó inmediatamente y, como un perrillo faldero, fue a estrechar la mano que le ofrecía el recién llegado.
—Señor Luján, es un verdadero placer conocerle. —Solo le faltó hacerle una reverencia. «Es realmente patético», pensó Sara.
Pero luego se quedó muda, hasta de pensamiento, cuando oyó las siguientes palabras del dueño de Antax.
—Puedes llamarme Gabriel.
Gabriel. Gabriel. Gabriel… ¡El hermano gemelo de Alejandro! Aquello tenía que ser una broma. ¡Estas cosas pasaban en las películas, en las novelas, pero no en la vida real! No era Alejandro. Pero ¡se parecía tanto a él! Sara todavía podía recordar cada uno de los músculos que ahora se escondían bajo aquel traje perfectamente adaptado a su escultural cuerpo. Podía sentir el placer de aquellos labios carnosos al recorrer su piel, podía verse reflejada en los ojos azules que ahora… Pero, no, ¡ese hombre no era Alejandro! Su expresión, dura y arrogante, nada tenía que ver con la sensual y embriagadora de aquel que había curado sus heridas, que la había besado con pasión en la cubierta de una goleta una noche de San Juan, que le había enseñado lo maravilloso que podía ser entregarse al placer compartido entre dos personas. No, aquel hombre no era Alejandro. Se obligó a sí misma a no olvidarlo.
Casi fue incapaz de controlar el temblor de su mano cuando, para presentarse, se la ofreció a Gabriel. Este se la quedó mirando fijamente a los ojos mientras aceptaba su saludo. Sara entendió qué estaba ocurriendo. Gabriel, al igual que antes Alejandro, acababa de reconocer en ella a la mujer del cuadro de su abuelo. Pero su reacción había sido completamente diferente. Su expresión era fría, feroz. Algo en él trasmitía una energía intimidante, avasalladora, casi cruel.
—Encantado de conocerla, señorita McCarthy.
A ella no le había dado el mismo trato familiar que a Jorge. Este se había dado cuenta, y una pequeña sonrisa de superioridad se le escapó por la comisura de los labios. Aquel poderoso hombre había reconocido en él a un igual. Solo por eso, a Sara ya le cayó mal Gabriel.
Pasada la sorpresa inicial, se recordó a sí misma el motivo por el que estaban allí. Tenía un objetivo y estaba decidida a alcanzarlo. Una vez que todos volvieron a sentarse, fue a conectar su portátil al proyector para comenzar la presentación. Pero Jorge se lo impidió. Sacó su tablet y le dijo que ya se encargaba él de todo.
¡¿Cómo que se encargaba él de todo…?! ¡¿De todo QUÉ?! ¡El proyecto era suyo! ¡Lo había parido ella! ¡Conocía todos los detalles, los operativos, los económicos, hasta los más mínimos posibles riesgos! TODO. La presentación que llevaba en su portátil había requerido de semanas de trabajo para conseguir la información minuciosa y exacta, por no hablar de los múltiples ficheros Excel enlazados a la misma, por si alguien los quería comprobar en el momento. Y ahora llegaba aquel… aquel dickhead… y lo echaba todo por tierra. ¡A saber qué sería lo que había preparado!
Estaba decidida a revelarse, a protestar contra aquella situación, pero luego pensó que lo único que conseguiría por aquel camino sería dar una imagen nefasta a los directivos de Antax. El pavo real quería lucirse delante de todos, ¡cómo no! Mejor esperar e intentar reconducir la situación si Jorge se equivocaba o metía la pata, como era de esperar.
Pero Jorge no se equivocó. Contó todo tal y como lo tenía planeado, con sus números, sus previsiones y su plan de marketing, justificando claramente por qué necesitaban la financiación de Antax. Hizo una exposición magistral, salvo por el «pequeño detalle» de que no mencionó absolutamente nada de la orientación de investigación oncológica de Ednor. Se limitó a decir que el nuevo foco de la empresa sería la comercialización de productos cosméticos basados en estudios con nanopartículas de oro y en los beneficios que esto les reportaría si decidían participar como accionistas.
Sara se sintió derrotada. Le había costado muchísimo conseguir aquella reunión y no había servido para nada. En menos de treinta minutos, la serpiente había tirado por tierra el sueño de aquellos que habían creado la empresa y un fatídico día le habían contratado.
Por fin comprendió cual había sido la estrategia de Jorge desde el principio. Julio habría resultado ser una presa fácil para el gran manipulador, le habría bastado con regalarle los oídos al muchacho diciéndole que podría dedicarse a disfrutar del dinero que él conseguiría si pusiera las riendas de Ednor en sus manos. Y para eso lo mejor sería dedicarse única y exclusivamente a la venta de cosméticos, nada de tirar el capital en proyectos oncológicos. ¡Absurdo! El compuesto que Sara y su equipo habían desarrollado era único y la patente valdría una fortuna cuando se lanzara al mercado, pero, una vez más, el canalla de Jorge solo había pensado en su conveniencia, lo que a él le daría el mando.
¿Qué podía hacer? ¿Revelarse contra Jorge, contra Julio? Ella no era más que una simple empleada, pero durante mucho tiempo lo había olvidado creyendo que tenía algún poder sobre el futuro de Ednor. Ahora la realidad la golpeaba con toda su dureza.
Él había ganado. Con cada una de sus palabras, Sara notó cómo su interior se gangrenaba y comenzaba a pudrirse. Miró a Gabriel, pero este solo escuchaba. No hacía ningún gesto que pudiese revelar lo que pasaba por su cabeza.
Tuvo ganas de echarse a llorar, necesitaba deshacer el nudo que oprimía su pecho. Jamás se había sentido tan ninguneada, tan débil, tan impotente, mientras veía cómo todo por lo que había luchado y había sacrificado buena parte de su vida era tirado por la taza del retrete.
Había abandonado a Alejandro, para nada. Le había fallado a su familia, a Marcelo, e incluso a Antonio, pero, sobre todo, se había fallado a sí misma. Entonces recordó una película que había visto hacía muchos años y se vio a sí misma firmando un diabólico documento que la comprometería hasta el fin de los tiempos. Con gusto vendería su alma al diablo, con tal de tener el dinero suficiente para comprar la empresa a Julio y poder continuar con sus investigaciones, sin que nada ni nadie se lo impidiese. Una eternidad ardiendo en el infierno era preferible a tener que presenciar aquello.
Quizás el diablo tuviese cosas más interesantes que hacer que escuchar el ruego de una mujer desesperada.
Quizás, alguien en el Más Allá, sí estuviese sopesando aquella petición.