Sara salió de su chalet y miró hacia el que Marta tenía alquilado. Afortunadamente para ella, su querida amiga estaba en Nueva York con su socio y no la había machacado a preguntas como era de esperar. Esos sí, sus whatsapp echaban humo.

A las 8.00 de la mañana, tal y como estaba previsto, un Jaguar negro último modelo se paró delante de su casa. El chófer la saludó formalmente y recogió sus pertenencias. Su querido R2-D2 se había quedado en casa esta vez. Total, para dos días, tampoco iba a necesitar tantas cosas.

Ni siquiera se había planteado el tema hasta aquel momento, pero la duda la asaltó al sentarse en el asiento de aquel confortable vehículo. ¿Cómo llegarían hasta Albalut? Poner un coche como aquel al servicio de cada uno de los asistentes a la reunión le parecía excesivo, salvo que fueran a recoger a alguien más por el camino.

Pero no fue así. Sara se sorprendió al ver que llegaban a Barajas. Quizá, fueran a tomar un avión que les llevase hasta el aeropuerto de Granada y, desde allí, un coche de alquiler hasta la casa familiar de los Luján. De nuevo, se equivocaba.

Pararon delante de una entrada que Sara no había visto nunca. «Terminal ejecutiva», rezaba un cartel negro colocado encima de unas puertas de cristal.

El chófer le indicó la sala VIP que tenía que buscar una vez dentro. A pesar de llevar tantos años visitando aquel aeropuerto, Sara se sintió casi como una novata en su primer vuelo. Aquella zona le era completamente desconocida.

Al entrar, le dio la sensación de estar en el salón de una elegante casa de dueños adinerados. Algunas paredes lucían vinilos en blanco y negro con representaciones de zonas emblemáticas de Madrid, como la del bello conjunto escultórico del monumento al rey Alfonso XII, en el Retiro.

Jorge había llegado el primero. «Qué raro…», pensó Sara con un toque de maldad, «al laboratorio no llega nunca antes de las diez. Pobrecito, estará agotado por el madrugón». Se había acomodado en un confortable sillón rojo situado a un lado de una mesa auxiliar negra, y estaba saboreando un delicioso desayuno, con zumo de naranja y un croissant que parecía recién hecho.

La invitó a sentarse en el sofá de cuero negro que estaba a su lado. Sara dudó, pero al final decidió no empezar con mosqueos desde tan temprano. Al poco tiempo, también ella estaba disfrutando de su segundo desayuno del día.

Preguntó a Jorge si Julio no venía en aquel viaje tan importante. Si todo iba bien, el futuro de su empresa podría decidirse aquel fin de semana. Jorge se limitó a encogerse de hombros y a decirle que el día anterior, por la noche, le había llamado para decir que no podría asistir a la reunión. No le dio más explicaciones. Aquello sonaba un poco raro, pensó Sara. Quizá Jorge le estaba ocultando información adrede.

No pudo cuestionarse nada más, porque en aquel momento llegaron Gabriel y Paula. Los dos parecían modelos sacados de la revista Vanity Fair. «Hacen buena pareja», pensó Sara. Entonces, la imagen de una maravillosa comida en la isla de Cos, en la que un simpático griego llamado Stelios les había dicho algo parecido a ella y a Alejandro, le hizo sentirse muy triste. Casi envidiosa.

Aquella avioneta era una absoluta preciosidad. Una Piper PA-34 Seneca, en blanco, con detalles en azul oscuro en la cola, en los extremos de las alas y en la panza del fuselaje. Al entrar en su interior, Sara pudo contar seis asientos, cuatro de ellos enfrentados dos a dos y el resto para los pilotos. Ocupó una plaza y Paula se colocó a su lado, Jorge no tuvo más remedio que sentarse de espaldas al sentido natural del vuelo. El último en entrar fue Gabriel. Le siguió con la mirada y no pudo dar crédito al destino hacia el que se dirigía. Había pasado de largo el sitio que, supuestamente, había quedado para él y se sentó en el lugar del piloto. Gabriel comenzó a comprobar el estado de todos los indicadores del panel de mandos mientras se comunicaba con la torre de control.

—Señorita McCarthy, ¿ha montado usted alguna vez en avioneta?

Era la primera vez que Gabriel se dirigía directamente a ella desde que se habían visto aquella mañana.

—No —confesó Sara.

—Pues, entonces, venga a sentarse aquí a mi lado.

No había sido una sugerencia, sino una orden.

Sería absurdo negarse, pensó Sara, y, como pudo, se levantó y se dirigió hacia el asiento del copiloto. Una vez allí, Gabriel comenzó a explicarle para qué servía cada uno de los botones que se extendían a su alrededor.

Con gran maestría, Gabriel sacó la avioneta a la pista. Cuando estaban acelerando, instantes antes del despegue, la miró a los ojos y le dijo:

—Esta es mi parte favorita del vuelo. Espero que a usted también le resulte excitante.

Aquello tenía que ser una broma. Dos gemelos, físicamente iguales, no podían ser tan diferentes para el resto de las situaciones de la vida.

A Sara se le hizo un nudo en el estómago al ver cómo Gabriel agarraba con determinación los mandos de la avioneta. De nuevo, otra imagen de su pasado reciente se coló en su mente sin ser invitada, la del reposabrazos del asiento de un avión de pasajeros en el que dos desconocidos unían sus manos en preludio de lo que, unos días después, harían sus cuerpos.

La maldición de los Luján
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