
Chary llegó el miércoles por la mañana, radiante como siempre y con una expresión de completa excitación en el rostro. Cuando ella y las dos asistentes que la acompañaban en esa ocasión mostraron a Sara el vestido de novia que portaban, esta entendió el motivo de su entusiasmo. Tenían entre sus manos la prenda más delicada, perfecta y armoniosa que Sara hubiera visto jamás.
Pero, si a simple vista ya le había impresionado, cuando acarició su cuerpo sintió ganas de volar. Era simple, elegante y exquisito, lo que siempre había deseado para el día de su boda. Una preciosa organza blanca con refinados bordados se ajustaba perfectamente a su figura hasta la cintura, a partir de la cual caía con gracilidad y sin excesivo vuelo a su alrededor.
Sara se tocó el escote. «Es precioso», se dijo a sí misma al rozar con sus dedos el laborioso encaje de aguja al estilo hombros caídos, terminado en manga afrancesada. «Será perfecto para lucir el collar de Mercedes.»
—¿Te gusta? ¿Cómo te sientes?—preguntó al fin Chary.
Ninguna palabra podría describir lo que sentía en aquellos instantes. Miles de mariposas revoloteaban traviesas por su estómago produciendo en ella una absurda e irreal sensación de felicidad.
Sara fijó su mirada en el rostro que le devolvía el espejo y no se reconoció.
Aquella mujer no era ella, aquella mujer se veía resplandeciente, segura de sí misma, disfrutando de la excitación de verse por primera vez con su vestido de novia. Aquel con el que se convertiría, ante los ojos de todo el mundo, de la ley y de Dios, en la mujer de Gabriel Luján.
Aquella mujer no tenía miedo al futuro.
Pero Sara sí lo tenía, y mucho. Pensó en Leydis. Ella también se habría mirado delante de un espejo, encandilada con su vestido y soñando con las promesas que Gabriel le habría hecho. Sara ni siquiera tendría eso. Él jamás la vería más que como el medio para lograr su objetivo o para satisfacer una necesidad física, como probablemente había sucedido unos días antes en su habitación. Su compromiso sería un frío y calculado acuerdo de negocios, nada que ver con la feliz vida de amor en pareja que habría prometido a Leydis.
Sin embargo, la maldición recaería igualmente sobre ella desde el mismo día en que pronunciasen sus votos en el altar. Sabía que era absurdo pensar en eso, pero no podía evitarlo. Si al final resultaba que todo aquello era cierto, que en verdad todas las usurpadoras habían perecido bajo el influjo de aquel maleficio, ella era la siguiente y ni siquiera se llevaría a la tumba el consuelo de haber tenido un amor como el que tuvo Leydis en vida.
Pero ¿y si hubiera podido tenerlo? ¿Y si su gran amor hubiese podido ser Alejandro? ¿Y si hubiera permitido que aquella relación, nacida en el cálido y tentador Mediterráneo, se desarrollase de manera natural? ¿Y si no se hubiera empecinado en condenarla a muerte sin haberle dado siquiera una oportunidad? ¿Y si no hubiese intentando arrancarse de cuajo aquel sentimiento tan especial que había empezado a crecer en su corazón los días que pasaron juntos?
«Entonces, Gabriel no hubiera comprado Ednor. Todavía seguiría en manos de Jorge y la mitad de la plantilla estaría a punto de irse a la calle», se contestó a sí misma volviendo de golpe a la cruda realidad.
El momento para los sueños románticos había llegado a su fin.
«El día en que luzcas este vestido, no solo firmarás los papeles de una boda, sino también los que te darán plenitud de poderes sobre el futuro de Ednor. Ningún obstáculo se interpondrá ya en la lucha contra tu mayor enemigo. Dará igual lo que te suceda, habrás honrado a tu familia y a Marcelo. Recuérdalo. Habrás ganado la batalla.»
Sara se giró hacia Chary, que seguía esperando impaciente su respuesta, y la abrazó en un gesto afectuoso.
—Gracias —consiguió pronunciar al fin—. Es el vestido más maravilloso del mundo.
Y realmente lo era. Sara volvió a mirarse por última vez en el espejo y suspiró pensando en Alejandro y en su futuro próximo.
«Habré ganado la batalla. Pero el precio a pagar será muy alto.»