Cuando salieron del hammam ya estaba anocheciendo. Para su sorpresa, Emilio les esperaba en la puerta recostado en un Audi negro.

—Hola, tortolitos. ¿Qué tal el baño? Supongo que lo habréis aprovechado a conciencia, ¿no? —les dijo, dándoles la bienvenida con una amplia sonrisa de complicidad.

Sara sabía que era imposible que aquel hombre tuviera conocimiento de hasta qué punto lo habían «aprovechado», pero, al recordar lo que habían hecho allí dentro, el sofoco tiñó su rostro del color de la grana. «Perfecto, lo que me faltaba. Ahora me comporto como una adolescente pillada en su primer escarceo amoroso.»

Sin embargo, Emilio no se dio, o no quiso darse, cuenta de nada. Sin esperar a que contestaran, señaló con un gesto el coche y continuó hablando.

—Os estaba esperando. Venga, subid. Don Luis me ha pedido que os lleve a cenar. Quiere daros una sorpresa.

Sara miró a Gabriel. Su expresión delataba que no estaba muy conforme con aquella invitación.

—Te lo agradecemos mucho, Emilio. Pero mi abuelo sabe que a mí no me gustan las sorpresas. Sara y yo tenemos nuestros propios planes para esta noche.

«¿Ah, sí? ¿Los tenemos?», pensó ella.

Emilio se echó a reír con ganas.

—Sí, eso mismo dijo don Luis que dirías. Anda, antes de negarte en rotundo, habla con él. Está esperando tu llamada.

Emilio le tendió el móvil, pero Gabriel lo rechazó. Sacó del bolsillo el suyo y se apartó de ellos para mantener una conversación en privado con su abuelo.

Sara no sabía qué hacer. Su única opción era permanecer expectante hasta que Gabriel aclarase la situación. En todo aquello, ella no era más que una simple marioneta.

Afortunadamente, no tardó en regresar. Solo con mirarle, tuvo claro cuál de los dos Luján había ganado.

—¡Vamos! —dijo Gabriel con el ceño fruncido, mientras abría la puerta del coche para que Sara pudiese entrar—. ¡Este viejo es incorregible! ¡No atiende a razones! ¡Maldito cabezota! ¡Siempre tiene que salirse con la suya!

—¡Qué raro! —contestó Sara con sarcasmo, lanzándole una mirada pícara antes de introducirse obedientemente en el interior del Audi—. Yo no conozco a nadie que sea así… Aunque, espera, déjame que piense… El caso es que, ahora que lo dices, me recuerda a alguien… Incorregible, tozudo, cabezota… ¡Ah, claro, es clavadito a ti!

—Muy graciosa, zábila, muy graciosa. Ya te enseñaré yo lo «tozudo» que puedo llegar a ser… —respondió Gabriel con un deje malvado e insinuante en la voz, mientras cerraba la puerta.

Las estentóreas carcajadas de Emilio llamaron la atención de varios transeúntes que paseaban por la calle disfrutando del agradable frescor que traía consigo el ocaso del día. Mientras ocupaba su lugar en el asiento del conductor, el improvisado taxista reafirmaba la conclusión a la que había llegado por la mañana. «Definitivamente, estos dos hacen una pareja magnífica. No me extraña que don Luis esté tan ilusionado con este matrimonio.» Sin embargo, antiguos recuerdos vinieron a su mente, y un halo de inquietud pasó por su cabeza antes de arrancar el coche. «Dios quiera que esta vez, todo salga bien.»

—¿Por qué paramos aquí? —preguntó Sara extrañada al salir del coche y ver que delante de ellos se encontraba el pabellón de acceso oficial a la Alhambra.

—Nuestra sorpresa está dentro —contestó Gabriel sin darle más explicaciones.

¿Dentro? Sara miró a su alrededor. A esas horas de la noche no había nadie por allí. Tan solo vio a un guardia de seguridad que salió a recibirles y les permitió el acceso al recinto. Estaba claro que él también sabía de qué iba todo aquello.

—Bueno, yo me quedo aquí —dijo Emilio, tras acompañarlos hasta el punto donde se iniciaba un camino ascendente—. No tengáis prisa. Este restaurante no cierra en toda la noche.

¿Restaurante? Allí no se veían más que árboles iluminados por algunos pequeños puntos de luz. ¡Aquello era muy extraño! Fue a protestar, pero Gabriel se adelantó.

—Gracias, Emilio. A partir de aquí, me encargo yo—dijo, tendiéndole el brazo para despedirse.

—Muchacho, de eso no me cabe la menor duda —afirmó el otro con un fuerte apretón de manos y una sonrisa traviesa. Algo en la intensidad de aquel gesto confirmó a Sara que entre ambos hombres existía un longevo respeto mutuo.

Emilio buscó algo en el bolsillo de su chaqueta y se lo dio a Gabriel, sin que Sara pudiese ver de qué se trataba.

—Aquí tienes —pronunció con voz más seria y bastante enigmática—. Tu abuelo ha puesto mucha ilusión en esto. Haz que sea especial.

—Lo haré —concluyó Gabriel, tras guardarse en el bolsillo lo que fuera que Emilio le hubiese entregado. ¿A qué venía tanto misterio?

Emilio se dirigió a Sara y mientras le daba dos besos de despedida le dijo:

—Espero sinceramente que te guste la sorpresa.

Sara solo pudo contestar con una sonrisa afectuosa. No quería desilusionar a aquel hombre confesándole que ella hubiera preferido saber exactamente lo que don Luis tenía preparado para ellos.

Una vez a solas con Gabriel, la pregunta salió de su boca como un misil.

—¿No piensas explicarme nada? —lanzó sin poder ocultar la incertidumbre que le causaba aquella situación—. ¿Qué estamos haciendo aquí a estas horas? Esta mañana yo no he visto ningún restaurante por la zona.

Gabriel se acercó a ella.

—Venga, no te enfades… —pidió con un tierno arrullo en su voz y una embaucadora caricia que terminó en los labios de ella—. No puedo contarte nada.

Pero Sara no iba a dejarse convencer tan fácilmente. Un último intento, antes de sucumbir al embrujo de aquel contacto.

—¿No puedes o no quieres?

Según pronunció esa frase, el recuerdo de un whatsapp le vino de golpe a la cabeza. «¿No puedes o no quieres?», había escrito Alejandro días antes. Cerró los ojos con fuerza. Se concentró para ahuyentar de su mente al dilema que pujaba por ocupar de nuevo su trono.

«¡No! Todavía no. Mañana me enfrentaré a Alejandro y aclararé la situación con Gabriel, pero esta noche es solo mía.» Y así, tal y como había estado haciendo a lo largo de toda la tarde, rechazó con determinación aquel pensamiento que le impedía disfrutar de esas breves horas en las que solo importaba ella. Abrió los ojos sabiendo que había ganado aquel envite.

—No puedo, he dado mi palabra a un viejo cabezota —contestó Gabriel con una dulzura que nunca había oído en él. Después, entrelazó su mano a la de Sara y la instó a acompañarlo—. Ven.

Aquel gesto simple e inocente, habitual y casi rutinario en cualquier pareja de enamorados, hizo que se sintiera como si acabara de meterse un chute de endorfinas. La noche era perfecta y las vistas, maravillosas. A su izquierda, las murallas iluminadas de la Alhambra custodiaban sus pasos. En su camino, tan solo unos pequeños farolillos diseminados por el suelo les servían de guía. Sara no necesitó más indicaciones para descubrir cuál era su destino. La finca de ocio de los sultanes nazaríes, El Generalife.

Se recreó en la calma que invocaban los jardines, en la paz que se desprendía de las fuentes, en la serenidad que inspiraban los sonidos nocturnos. Aquel era, sin duda, un idílico lugar de encuentro para los enamorados, y así lo había descrito don Luis esa misma mañana. Pero solo ahora, sin la vorágine de turistas a su alrededor, pudo comprender el verdadero significado de sus palabras.

Una sonrisa se reflejó en la cara de Sara, al recordar la mirada silente y cargada de intención que les había lanzado don Luis al hablar de este tema.

—Es fácil entender por qué los sultanes nazaríes abandonaban la Alhambra para venir a refugiarse aquí —comentó Gabriel rompiendo el silencio y los pensamientos de Sara.

No pudo estar más de acuerdo con él. En cada rincón, en cada flor, en cada gota de agua al caer, se respiraba una sensualidad estética que hechizaba por completo al visitante.

—La Casa Real de la Felicidad —suspiró Sara recordando el nombre por el que don Luis había llamado al Generalife, parafraseando a un poeta árabe.

Gabriel le devolvió la sonrisa aprobando su erudición.

—Muy bien. Mi abuelo se sentiría orgulloso de ti.

—Y yo me sentiría mucho mejor si supiese a dónde vamos. —Sabía que no iba a conseguir nada, pero tenía que intentarlo—. Aquí no hay más que…

Gabriel no la dejó continuar. De nuevo, con un murmullo arrullador y el dedo índice en sus labios, silenció sus palabras. Muy sutilmente, le pasó un brazo por la cintura atrayéndola hacia él. Sus movimientos fueron meditados, evitando cualquier gesto agresivo que pudiera hacer que Sara le rechazase.

—No insistas. Confía en mí.

La miró intensamente y ella voló por el cielo nocturno de sus ojos, deleitándose con la sensual caricia que le elevó el mentón y le dejó expuesta su boca a los deseos de Gabriel. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Sintió la respiración de Gabriel a escasos centímetros de sus labios abiertos, la tensión de su cuerpo a través de la mano que todavía permanecía enlazada a la suya… ¿Qué había dicho don Luis? «Este lugar tiene el poder de despertar el deseo, el instinto, el apetito más primitivo de quien inhala su aroma.» Sara podía confirmar que aquello era cierto.

—Si te beso ahora, mi abuelo me matará, porque te juro que no llegaremos a la cena… —La voz ronca de Gabriel sonó como música celestial en sus oídos.

«Yo no tengo hambre», fue el primer pensamiento que le vino a la cabeza. Pero, afortunadamente, no dijo nada, y unos instantes después Gabriel había recuperado el control y finalizó el frustrado beso en la frente de Sara, aunque su advertencia quedó suspendida entre los dos antes de continuar su camino.

—He superado esta prueba, pero no te aseguro que pueda volver a hacerlo.

«Y ¿quién te ha dicho que quiero que lo hagas?», pensó ella mientras emprendían la marcha.

Dejaron atrás el Patio de la Acequia, el Salón Regio e, incluso, el Patio del Ciprés de la Sultana. Cruzaron la puerta sur de este y subieron por una escalera hasta los llamados Jardines Altos, una amplia zona escarpada y distribuida en paratas, que había sido ajardinada al modo decimonónico. Hasta ahí, el mismo recorrido que habían hecho bajo la luz diurna. Sara fue a continuar por el sendero que conocía, pero entonces Gabriel la detuvo.

—Por ahí no. Esta noche vamos a un sitio especial que no has visto por la mañana.

La condujo hacia la izquierda, por un camino pedregoso cuyos cantos se distribuían diseñando bellos motivos florales. Cuando llegaron a un punto donde ya no podían continuar, Sara miró a Gabriel con cara de interrogación.

Gabriel señaló a su derecha.

—Por la Escalera del Agua.

Se fijó entonces en unos peldaños tallados en piedra que ascendían y que le habían pasado desapercibidos por la espesa bóveda de laureles que los cubrían. Comenzó a subir. Gabriel seguía sus pasos. A ambos lados, escavados en los muros bajos que enmarcaban las escaleras, dos canales dejaban fluir el agua que venía de la Acequia Real. Cuatro tramos con tres mesetas intermedias y llegaron al punto más elevado de la finca.

Allí, un original edificio de tres plantas, que no tenía nada que ver con los que habían dejado atrás, se erigía en toda su magnitud. Era de estilo neogótico, y toda la carpintería exterior que adornaba ventanas y puerta era de un metal oscuro. Solo en lo que parecía el ático los enormes ventanales habían sido sustituidos por balcones sin cristal, con ventanas geminadas de arcos apuntalados. Una cálida luminiscencia escapaba por ellos.

—Bienvenida al Mirador Romántico, Sara —oyó decir a Gabriel.

—¿Qué es esto? —preguntó extrañada.

—Esto es el sueño romántico de un administrador que quiso tener las mejores vistas de la Alhambra.

La puerta estaba cerrada. Gabriel buscó en su bolsillo y extrajo de allí una llave. La misma que debía de haberle dado Emilio minutos antes. Por fin quedaba resuelto el misterio.

Dentro apenas se veía nada. Sara miró hacia arriba. El foco de luz procedía de la zona superior, proyectado a través del hueco de la escalera. Barandillas de metal y techos de madera eran los únicos elementos significativos de la estancia.

Después de que Gabriel cerrase la puerta, comenzaron la ascensión por aquellos peldaños que no se veían del todo bien. Sara hizo ademán de sacar su móvil para utilizar la aplicación de la linterna, pero cambió de opinión. Se dio cuenta de que prefería limitarse a coger de la mano a Gabriel, que parecía no tener ningún problema con la subida. Puestos a hacer cosas impensables, una más no tenía importancia. Fue recompensada con una sonrisa de satisfacción en el rostro masculino y la protección de unos dedos que aprisionaron los suyos como si fueran el tesoro más delicado del mundo.

Llegaron al primer piso y allí no había nada. Ni muebles ni decoración en las paredes, estaba vacío. Continuaron el ascenso guiados por el foco de luz que les marcaba el camino.

—¿Por qué no hemos visitado esta mañana este sitio? —preguntó Sara intrigada. No parecía haber nada interesante, pero seguro que las vistas desde arriba eran impresionantes.

—Porque no está abierto al público habitualmente. Solo abre un mes al año, y antes de que sigas preguntando… Sí, mi abuelo ha movido sus contactos para que nos dejen estar aquí esta noche.

Gabriel ya había llegado al final de la escalera y se apartó para dejarla pasar.

—Mi querida zábila, este será nuestro restaurante esta noche, espero que te guste.

Sara no contestó, se había quedado completamente muda por la sorpresa.

La maldición de los Luján
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