Dicen que el amor dura sólo dos años. ¡Madre mía! ¿Cuántas novelas habrá en el mundo que comiencen con esa frase? Supongo que cientos, sino miles. Creo que es por eso por lo que me siento tan ridícula. No sabía muy bien por qué regresaba a ti; busqué en la agenda del móvil tu contacto (Loquera), sin querer reconocer por qué te necesitaba de nuevo.
He de admitir que tus consejos ya me ayudaron una vez. De hecho, aquí me tienes, narrando la historia de mi vida. Sin embargo, en esta ocasión, el comienzo es perezoso. Estoy enfadada contigo. Bueno, vale, estoy enfadada conmigo.
Hugo se ha ido. Y yo, con la misma fe de quien va a un curandero a que le quite unas verrugas, acudo a ti para refugiarme en tu «terapia de cafetería».
«Esto va a ser sencillo, Ada —me digo a mí misma antes de llamar—. Vas a quedar con la psicóloga y disfrutarás de un rico café, y ella te recomendará que escribas este episodio de tu vida». Porque eso es lo que ella hace: magia y nada más.
¿Cómo he podido pensar que iba a ser tan sencillo?
Lo peor de todo es que creo saber por qué tu respuesta a mi petición de auxilio no ha sido la misma que la primera vez. He tratado de convencerte de que el amor sólo dura dos años porque lo había leído en un portal femenino. «Hasta que las hormonas nos separen» se llamaba el artículo, que estaba basado en un estudio científico, creo que italiano. Me he plantado ante ti, al borde de la desesperación, con unas ojeras hasta los tobillos y una necesidad tremenda de recibir tu ayuda, y, cómo no, he tratado de convencerte de que todo iba bien. Cosas de hormonas… De dos años.
Y tú, de nuevo, has vuelto a romperme los esquemas. Te cuento mi problema, te digo que te necesito. Bueno, está bien, para ser fiel a la verdad, trato de convencerte de que no te necesito tanto, y tú, en lugar de ponérmelo fácil me dices que no estoy preparada para recibir tu ayuda.
¡Que no estoy preparada!
«Yo no hago magia, Ada —me explicas—. Yo solo puedo ayudarte a avanzar cuando tú misma has decidido que quieres avanzar. Y me da a mí que ni siquiera eres consciente de cuál es tu problema. Te propongo algo…»
Y me citas dos meses después. ¡Dos meses! Cuando ahora casi ni puedo respirar.
Que si no sé lo que quiero. Que si no quiero saberlo.
Que si tengo miedo.
Tengo miedo…
Salgo de La Qarmita, donde siempre hemos quedado, y hago justo lo que me pides, pese a que no lo entiendo. Entro en una papelería, escojo una caja de cartón decorada, la que más me gusta, y me la llevo a casa.
Pretendes que dedique este tiempo a mirar a mi alrededor y en mi interior. Quieres que me enfrente a mí misma, que aprenda a conocerme. Que me dé valor. Y yo te miro y pienso: «¿Que me dé valor? ¿No es eso lo único que hago?». Me doy valor… o eso creo.
Me pides que, tras estos dos meses, escoja cuatro objetos, cuatro símbolos que representen las cuatro partes de mi vida que no quiero perder y que me comprometo a cuidar.
Y aquí me tienes, tecleando como una desesperada en mi diminuto piso junto al Arco de Elvira, escribiendo una historia que no me has pedido y con una gran caja negra con rosas plateadas en la que no tengo ni idea de qué meter.
Sí que hay algo bastante claro en mi mente, un detalle importante del que he sido consciente nada más conectar el ordenador. Pese a lo mucho que me duele su ausencia, estos tres años de mi vida no pueden resumirse en una bonita historia de amor que concluye abruptamente por un simple bache triste y lacrimoso. Todo este tiempo permanece bien nítido en mi memoria por algo mucho más importante que los preciosos ojos bicolores que tanto echo de menos. Estos tres años me han enseñado una poderosa lección: la venganza tiene una paleta cromática mucho más rica que la del mismísimo arcoíris.