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«No eres tan fuerte como crees».
«Es lógico tener miedo».
«A veces, es bueno pedir ayuda».
Nunca me ha gustado el refrán «Mal de muchos, consuelo de tontos». Sin embargo, puedo asegurarte que aquella Navidad me vino que ni pintado.
Supongo que el titular de aquellas fiestas podría ser: «Ada Levy resurge de uno de sus mayores momentos de decadencia gracias a sentirse acompañada en la tristeza». Sí, más o menos, ése podría ser el titular.
El 24 de diciembre desperté en el sofá, casi en la misma postura en la que había caído el día anterior. Me quedé dormida poco después de que Hugo se hubiera marchado, rumiando una incómoda certeza: todo aquello había sido por mi culpa. Yo, mi mala cabeza y mi egoísmo lo habíamos estropeado todo.
«Sola de nuevo».
Aquella maldita frase traía consigo el abatimiento más profundo cada vez que se repetía en mi cabeza.
«Sola de nuevo».
Tenía todo el cuerpo entumecido y la habitación no paraba de dar vueltas.
Dieciséis horas durmiendo y ni el más mínimo síntoma de haber descansado. Me sentía aturdida, demasiado extraña dentro de mi propia piel, como si lo ocurrido el día anterior no hubiera pasado de verdad.
Tenía tanta sensación de irrealidad que incluso necesité coger el móvil para convencerme, una vez más, de que todo había acabado.
«Ya está —me dije—, hasta aquí ha llegado todo».
Me ardió el pecho por la angustia y percibí mi cuerpo como un lastre demasiado pesado para mí.
«Me sentiría mejor si hubiera llorado», pensé.
Pero, como buena idiota que soy a veces, no me había permitido soltar ni una sola lágrima. ¿Cómo iba a llorar, si todo aquello lo había provocado yo?
[Nota mental: Tengo que dejar de ser tan rematadamente tonta.]
Aquel día 24 sólo salí de casa para trabajar. Tenía el turno de mediodía y, a pesar de mi apatía extrema, logré convencerme de que debía acudir a La Napolitana. No podía dejar solo a Enrico sabiendo que, aparte de mí, no tendría otra camarera.
Todos los años, Carmina se quedaba en casa preparando la cena mientras que él atendía el restaurante con mi ayuda y la de Óscar. Por eso me extrañó encontrarla allí trabajando, pero preferí no preguntar. Aunque el ambiente en el restaurante estaba casi tan apagado como en mi interior, yo no estaba preparada para los problemas de los demás aquel día.
Me dediqué a moverme entre las mesas como una autómata, soltando alguna sonrisa de vez en cuando y deseando que llegara la hora de salir para poder refugiarme de nuevo en la oscuridad de mi salón.
—¿Estás bien, Ada? —me preguntó Enrico, sacándome de aquella apagada ensoñación.
Cuando lo miré a los ojos, los encontré visiblemente preocupados.
—¿Eh? Sí, sí. —Sonreí con esfuerzo—. Sólo estoy un pelín mareada.
—¿Qué piensas hacer esta noche? —Su voz sonaba casi tan desganada como la mía.
—Pues… como no ha venido mi madre y Flor se ha ido a pasar la Nochebuena a Málaga, he quedado con Cristina y unos amigos para cenar e ir de copas.
No le mentí del todo. Flor no estaba, mi madre se había quedado en Londres por culpa de un temporal y era cierto que había quedado con Cristina, aunque ya había decidido que no iría.
—¿Y tú? ¿Con la familia como siempre? —Con «familia» me refería a Carmina, Sebastián, las niñas y Óscar.
—Ejem… sí, sí. —No me pareció muy «Sí, sí», pero decidí no preguntar—. Con la familia… Como siempre.
—¡Me alegro! —Intenté parecer entusiasmada, aunque no sé si lo conseguí.
Los dos continuamos trabajando, evitando que se cruzaran de nuevo nuestras respectivas caras largas hasta la hora del cierre.
—¡Me voy ya! —exclamé desde la puerta—. ¡Que paséis buena noche!
—¡Igualmente!
Misma respuesta, tres voces diferentes. La única efusiva, la de Óscar.
Pasé la noche sola en casa. Bueno, sola, lo que se dice sola… Me acompañaban la réplica de Clemente, nadando en su pecera, y Tulipán, correteando y dando brincos por el piso.
Tuve que echar una buena trola a Cristina para que no viniera a casa y me sacara a rastras para ir a la fiesta. También me aseguré de que ni mi madre ni Flor llamaran. Les escribí un par de mensajitos, deseándoles una buena noche y, de paso, pidiendo disculpas porque había salido de casa con el móvil sin batería. Acto seguido, apagué el teléfono.
Traté de cenar algo, pero no pude.
Probé a ver una película de esas típicas de Navidad, pero tantas sonrisas me estaban sentando fatal. ¡Quién lo iba a decir! Yo, la reina de las sonrisas, abrumada por una película de Navidad.
Al final, opté por cambiar a un género que no tenía nada de navideño: La lista de Schindler. La historia de la niña del abrigo rojo iría a juego con mi estado de ánimo.
Por segunda noche consecutiva, me quedé dormida en el sofá.
El último día del año llegó sin pena ni gloria, después de largos días cargados con sensación de derrota y con un ambiente en el trabajo aún más oscuro que mi propia casa.
—Las nueve de la noche, Clemente —le dije a mi bichejo—. Tres horitas para las doce.
Ni siquiera se me había ocurrido comprar uvas. Tenía sobre la mesa un par de botellas de vino y un trozo de pizza recalentada.
—La verdad es que no sé por qué me miras así —le espeté al pobre pez—. Sí, ya sé que es mi primera Nochevieja sola… Pero alguna tenía que ser la primera, ¿no? Hace una semana pasé mi primera Nochebuena sin compañía y no he muerto por ello.
El pobre Clemente II nadaba tranquilamente en su casita mientras yo me empeñaba en mantener aquella absurda conversación con él.
—Vale, reconozco que estoy triste —le dije—. Y también reconozco que debería haberle contado toda esta mierda a Flor para sentirme un poco mejor. Yo no soy tan mala, ¿vale? Sólo estoy un poco perdida, nada más.
En ese preciso instante deberían haber lanzado cohetes en toda Granada para celebrar la única vez en mi vida que había sido capaz de reconocer aquella gran debilidad.
Estaba perdida. Tanto que, tras aquella caída, no había logrado encontrar aún un buen apoyo que me ayudara a levantarme. Pero, claro…
—Es que es cierto. Nunca pido ayuda —reconocí en voz alta—. Nunca pido ayuda.
Hasta donde abarcaban mis recuerdos, siempre que había tenido un problema me había empeñado en afrontarlo sola. La ayuda, cuando la había tenido, había venido sin llamarla.
La gente que me quería aparecía en mi vida en los momentos difíciles porque me conocía y sabía cuándo no podía enfrentarme a algo por mí misma.
Lo había hecho Flor con el problema con Nico…
Enrico, cuando casi me revientan aquellas malas bestias…
Y Hugo…
Bueno, Hugo siempre me ofrecía su ayuda y su apoyo; yo jamás se lo acepté.
—Tienes razón, Clemente. Siempre salgo de los baches porque tengo cerca a gente que se preocupa por mí y es capaz de ver cuándo no estoy bien —admití—. No soy tan fuerte como creo.
«No eres tan fuerte como crees».
«Es lógico tener miedo».
«A veces, es bueno pedir ayuda».
Aquel 31 de diciembre me di cuenta de que el hombre que había perdido gracias a mis grandes dosis de idiotez siempre había tenido razón. Todas aquellas frases me las había dicho una y otra vez Hugo desde que nos habíamos conocido, pero yo, por aquel entonces, aún no estaba preparada para escucharlas.
Recordé de pronto uno de los WhatsApp que le había escrito: «Te prometo que aprenderé a cuidarme. Sobre todo, a protegerme».
Ya no me sentí mal al recordarlo.
Aquélla era mi promesa, mi gran deuda con Hugo: aprender a cuidarme.
Cogí el móvil y me levanté de la mesa. Antes de salir de la cocina le mandé un par de mensajes a la única persona que no me juzgaría.
Yo: Creo que te necesito un poco.
Yo: ¿Noche de confidencias?
Yo: No te olvides de los trozos de tiramisú.
Yo: Ya me encargo yo del bourbon y del café.
Yo: Por cierto, ponte guapo, que es Nochevieja.
Solté el teléfono en la mesita del salón y me fui directa a la ducha, sintiendo cómo la semillita del desahogo comenzaba a germinar en el interior de mi pecho.
Lo haría sin esos preciosos ojos bicolores, pero aprendería a cuidarme.
Enrico llegó al cabo de una hora, con un rico aroma a recién afeitado y más guapo de lo que lo había visto nunca.
—He traído un tiramisú entero; la noche va a ser larga. —Me regaló una linda sonrisa—. También traigo uvas, seguro que tú ni te has acordado de comprar.
—En el salón hay unas velas encendidas, un pedido recién llegado de comida japonesa, dos botellas de vino y una de Jack Daniel’s. Si quieres, puedo llevar también la cafetera.
Apenas comimos. Nos limitamos a hablar y a beber bourbon.
Le pedí a él que empezara porque, pese a no haber tenido fuerzas para preguntar, sabía de sobra que le pasaba algo.
Al igual que en mi caso, su Nochebuena había transcurrido en soledad. Óscar se había ido a cenar a casa de su nueva novia y Carmina, junto con el resto de la familia, había cenado en el hotel Victoria, con Gennaro.
Aquella noticia me impactó más de lo que debería. Vale que Carmina me había avisado de su intención de estrechar lazos con su abuelo, pero ¿en Nochebuena? ¿Dejando solo a Enrico? Me pareció un poco excesivo.
—Lo siento, jefe —le dije, pero no añadí nada más.
Aquella noche estuvo bien para mí tal cual ocurrió.
La realidad era que mi compañero estaba realmente preocupado por su sobrina. Bueno, más que preocupado, aterrado. Estaba convencido de que la estaba perdiendo. Y yo, con todo lo que me contó aquella noche, puedo asegurarte que acabé pensando que podía tener razón.
—Bueno, ya hemos hablado de mí y mis problemas. ¿Vas a contarme al fin lo que te pasa?
—Está bien, a ver por dónde empiezo.
Supe por dónde empezar: por nuestra primera bronca, en Córdoba, cuando me escapé para rescatar a Mari Vila.
También supe por dónde terminar: por el llanto. Por fin me permití llorar. Todo comenzó con unas tímidas lágrimas que rodaron hacia las comisuras de mis labios. Segundos más tarde, ya no podría parar. Fue como si tuviera tanta culpa acumulada, tanta tristeza y tantas lágrimas que, al salir, hubieran decidido tirar de todo lo que tenía dentro.
Por suerte, ahí estaba Enrico para regalarme sus palabras mágicas:
—Pero mira que eres tonta, niña —me soltó mientras me alargaba una servilleta—. ¿Para qué bebes bourbon si te sienta fatal?
Me hizo sonreír.
Y después, reír. Tanto que, al final, ya no supe qué lágrimas eran de la risa y cuáles de ellas pertenecían al llanto.
Me dio un abrazo de oso y me dijo al oído:
—Estamos para cuidarnos y eso es lo que vamos a hacer, ¿no crees?
Me retiré de él y asentí con una amplia sonrisa. Alejé de mí el vaso de Jack Daniel’s y me llené una copa de vino.
De pronto oímos los aplausos en los pisos cercanos y los cohetes que anunciaban la entrada del año.
—Feliz Año Nuevo —le deseé.
—Feliz Año Nuevo —me deseó él.
A eso de las doce y media sonó el timbre.
—¿Tan alta está la música? —pregunté levantando la voz y sintiéndome la lengua demasiado pesada y torpe dentro de la boca.
Acudí a abrir con mi copa de vino en la mano y, cuando tiré de la puerta, me encontré al otro lado a Flor con signos de haber llorado.
—No puedo, Ada —me dijo entre sollozos—. Soy incapaz de olvidar a mi Salvador.
No le dije ni pío.
Le ofrecí mi copa de vino y la invité a pasar.
Aquella noche nos encargamos de recibir el año con las penas bien bañadas en alcohol… y con un buen trozo de tiramisú, que todo hay que decirlo.