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El mejor olor, el del pan;
El mejor sabor, el de la sal;
El mejor amor, el de los niños.
Recuerdo perfectamente el día en que comenzó todo. Fue en mayo, hace más de tres años. Un día que podría haber pasado al olvido como cualquier otro, si no hubiese sido porque tuve que viajar a Sevilla para testificar de nuevo ante el juez.
El caso del Asesino de la Hoguera había tenido tanta repercusión mediática que las autoridades se dieron toda la prisa del mundo para cerrarlo cuanto antes. No todos los días se juzgaba, en territorio andaluz, a un asesino que había ido quemando mujeres por los parques de Córdoba y de Sevilla.
¿Y qué pintaba Ada Levy en toda esa locura? Pues la verdad es que yo me veía como la tonta más tonta del lugar, la chica entrometida que se empeñaba en encontrar a una modelo desaparecida y que perdía un dedo por el camino. Bueno, quizá sea demasiado cruel conmigo misma, sobre todo teniendo en cuenta que aquello acabó, en parte, gracias a mí y a mi pobre dedo, desaparecido y dramáticamente recuperado por mensajería urgente.
Pese a no haber encontrado a los señores trajeados que me dieron la paliza, al juez de instrucción le pareció bastante probable que si el Asesino de la Hoguera había tenido el detalle de enviarme mi meñique acompañado de una exquisita amenaza era porque, «presuntamente», él mismo había contratado a aquellos señores trajeados.
Si te soy sincera, lo de ir al juzgado fue un trago realmente duro para mí.
Tener que revivir todo aquello…
Me regañé una y mil veces por no haber permitido que nadie me acompañara. ¿Valentía? ¿Orgullo? ¿Carencia de sensibilidad? A toro pasado, más bien lo calificaría de idiotez extrema. Siempre me había preocupado tanto no parecer una pobre damisela en apuros que había acabado llevándolo al extremo.
El charquito previo al llanto en mis ojos…
Las manos escondidas bajo mis muslos, en contacto con la silla…
El temblor incontrolable de todo mi cuerpo…
Por eso fui sola. No podía soportar la idea de que Hugo me viese en aquella situación. Ni él, ni nadie que me quisiera.
Únicamente el juez.
Salí de allí con el alma tan encogida, tan hundida, que tuve la sensación de ir arrastrándola por los suelos a cada paso que daba. Aquel temblor incontrolable que aún me acompañaba se había unido irremediablemente a un sinfín de imágenes y recuerdos nítidos de dolor.
La sensación de muerte de aquel día.
La culpa por haber abandonado a Susana.
Toda aquella mierda había logrado apelotonarse en la boca de mi estómago y pugnaba por salir.
Ya sé que estarás muy acostumbrada a este tipo de casos. Supongo que serán muchos los que traten de quitar importancia a determinados instantes de su vida realmente traumáticos. Sin ir más lejos, yo soy una de esas personas que cada día tratan de convencerse de que todo va genial. De hecho, casi siempre consigo sobreponerme.
Sin embargo, cada vez que recuerdo aquellos malditos minutos, un vértigo incontrolable se apodera de todo mi cuerpo. El vómito golpea, potente, en mi boca.
El miedo me puede y mi seguridad, mi férrea seguridad, se queda en nada.
Así me sentía, como si fuese nada. Tremendamente chiquitita y comida de un bocado por el miedo.
Llegué a la moto como una autómata, deseando subirme en su lomo y hacer miles de kilómetros para olvidar.
Creo que por eso no lo vi. Estaba tan metida en mis recuerdos… Tan ahogada en ellos…
Di un respingo enorme al oír su voz.
—Espero que no te importe tener un compañero de ruta.
Su voz.
Su sonrisa mellada.
Sus preciosos ojos bicolores.
—¡Hey! ¿Estás bien? —me preguntó.
—Ahora sí —le respondí.
Me colé entre sus brazos y me apreté con fuerza contra él. Me nutrí de su seguridad y, poco a poco, fui recuperando toda la tranquilidad que me había abandonado.
«¿Todo bien?», me testeé.
«Todo bien», afirmé para mis adentros. Como si mi máquina hubiese recuperado su equilibrio. Únicamente con un abrazo. Bueno, no tanto con el abrazo sino, más bien, con la sensación de tener cerca a mi compañero.
Sí, mi compañero. En aquel momento, para mí, Hugo era mi compañero: de viaje, de cama… de vida.
Lástima que, al final, mi mala cabeza y yo acabáramos estropeándolo.
Llegamos a casa en torno a las ocho de la tarde de ese día, tras recorrer más de quinientos kilómetros de carreteras reviradas. De Sevilla a Granada, pasando por Córdoba y Jaén. Un pequeño rodeo, ¿no crees?
Aquellas horas me supieron a gloria y me dejaron reventada. Cenamos, nos acurrucamos un rato en el sofá y nos metimos temprano en la cama. Hugo cayó presa del sueño enseguida. Yo, por más que lo intenté, no pude siquiera coquetear con Morfeo.
Decidí levantarme y ponerme un rato con el ordenador, para seleccionar fotos y preparar mis siguientes artículos.
Como ya sabes, trabajo para la revista Moter@s haciendo reportajes mototurísticos por toda la geografía española: carreteras con buenas curvas, paisajes mágicos, destinos interesantes o, simplemente, lugares curiosos en los que tomar un café. En aquella ocasión, el tema era «Doce meses de cementerios». Había disfrutado muchísimo haciendo necroturismo en los viajes anteriores, y seleccionar las imágenes para los artículos me traía muy buenos recuerdos.
Buenos recuerdos y alguna que otra sorpresa, porque no llevaba ni una hora ojeando las carpetas con imágenes en el ordenador cuando me encontré con algo que me pareció haber visto antes. Se trataba de una foto con un nicho muy característico: lápida de granito verde brillante, ramitos de margaritas en las esquinas y una inscripción en letras metálicas incrustadas.
—¿Dónde has visto esto antes, Ada? —me pregunté en voz alta.
Regresé al principio y reabrí todas las carpetas que había estado mirando con anterioridad. Repasé los cementerios de Extremadura, de Andalucía y de Asturias. Y en Asturias la encontré. De no haber sido porque los nichos de alrededor eran distintos, habría jurado que aquella foto era una copia archivada en una carpeta equivocada.
Parecían idénticas: el granito, las margaritas, las inscripciones… Aquellas palabras que, al leerlas en voz alta, consiguieron erizar cada pelo de mi piel:
El mejor olor, el del pan;
El mejor sabor, el de la sal;
El mejor amor, el de los niños.
GRAHAM GREENE