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Fumó.

Fumó.

Y fumó…

[…] Le parecía estar oyendo una voz.

Richard Dadd, un pintor victoriano que pasó la mayor parte de su vida encerrado en un manicomio. Su obra más famosa, El golpe maestro del leñador duende. Tan impactante que hasta los mismísimos Queen acabaron dedicándole un tema.

Oberon y Titania son observados por una bruja;

Mab es la reina, y también hay un buen boticario.

¡Ven a saludar!

El duende bacán, haciéndole cosquillas,

a la fantasía de su amiga, la ninfa de amarillo.

¡Qué pregunta, compañero!

¡Vamos, leñador!

Rómpelo y ábrelo si te place.

Sí, ya sé que al traducir la canción no parece tener demasiado jugo. Aunque, sinceramente, no creo que la versión original tenga mucha más profundidad.

A priori no fue un día demasiado productivo. La larga caminata por el parque periurbano de Jaén me dejó una extraña sensación. Ya no sabía si seguir confiando en mi pálpito inicial o abandonarlo por completo.

Recorrí la ruta por los pinares del Neveral y me encontré con restos de muralla en lugares diversos. Sin embargo, ninguno de ellos se parecía al recuerdo que guardaba de aquella pintura.

Por si acaso, fui haciendo fotos de todas las zonas en las que coincidían suelos con buena profundidad, pinos y fragmentos de muralla… o paredones viejos. Sí, al final admití la posibilidad de que lo que había quedado en mi recuerdo pudiera ser un paredón viejo.

Acabé obviando el detalle del castillo al fondo porque en ninguno de los puntos del recorrido pude contemplar el parque del Cerro de Santa Catalina a lo lejos. Para ello, necesitaba tomar distancia de la arboleda y buscar algún lugar elevado.

«Vaya paliza para nada», pensé cuando llegué al coche tras cinco horas de caminata.

Eché un rápido vistazo a las fotos en la pantalla de la cámara.

«Puede que no haya escogido bien el lugar», me planteé.

Arranqué el motor, con las piernas vibrando a causa del cansancio y notando esa delgada película pegajosa que queda en la piel por culpa del sudor y del polvo.

«Mañana le daré otra oportunidad», concluí, mirándome en el espejo retrovisor.

Salí de allí en dirección a Granada, con el tiempo justo para darme una ducha y acudir a mi cita con Bruno y con la pintura.

—Bienvenida —me saludó Bruno al abrir la puerta.

Jamás había estado en su casa. Vivía en un coqueto loft en el Realejo, el barrio de los greñúos, una de las zonas de Granada en las que siempre había soñado vivir. Un lugar con mil pequeños rincones esperando a ser mil veces descubiertos. El Campo del Príncipe con su Cristo de los Favores; las numerosas terrazas cargadas de sol y de exquisita comida; las fachadas, paredes y muros llenos de magia y realismo social gracias a los grafitis del Niño de las Pinturas… Un barrio bohemio, cargado de arte, de historia y de vida.

Bruno no era hombre de grandes lujos; sólo parecía ser exquisito eligiendo sus coches. Vivía en un amplio espacio dividido en dos ambientes: uno dedicado a su trabajo, cargado de materiales y obras aún por acabar; otro dedicado a la zona de hogar, con muebles minimalistas, escasez de tecnología y una inmensa librería.

Al descubrir aquel lugar fui consciente de lo poco que había llegado a conocerlo durante el tiempo que habíamos estado viéndonos.

«Sólo sexo», recordé.

Yo y mis antiguas reglas.

«Nada de afecto», rememoré.

Yo y mi antigua y poco realista promesa.

—Tu casa tiene mucha personalidad —le dije admirativamente—. Me gusta. No la esperaba así.

—¿Y qué esperabas? —me preguntó con una sonrisa en la boca.

—No sé, quizá más lujo, más opulencia. —Sabía que le iba muy bien con sus esculturas.

—Dicen que la verdadera felicidad no está en el placer sino en la paz. Todo lo que necesito está ahí —me dijo señalando su taller—; el resto son sólo cosas que se compran con dinero.

Me gustó mucho su respuesta. Tanto tiempo obstinada en ser feliz, cuando lo que debía haberme preocupado era saber responder a la pregunta «¿Qué necesito yo para ser feliz?». Me encantó darme cuenta de que, por fin, iba por buen camino.

—Pero bueno, tú has venido aquí por algo, ¿no? —me preguntó clavándome en el cráneo esos ojos verdes cargados de personalidad.

La bipolaridad de Van Gogh.

La esquizofrenia de Richard Dadd, Adolf Wölfli, Martín Ramírez y Louis Wain.

Tendencias maniacodepresivas por doquier.

Era como si los pintores, los creativos en general, viesen la realidad a través de un filtro especial, una especie de caleidoscopio potente y muy brillante, pero algo resquebrajado.

Bruno me dio aquella tarde una lección intensiva sobre locura y pintura; sobre todo, acerca de esquizofrenia y pintura. No sólo me enteré de que muchos de los grandes del pincel habían padecido en alguna etapa de su vida algún tipo de esquizofrenia sino que, en el lado opuesto, también descubrí la pintura como una magnífica terapia para pasar del malestar y la rigidez de esa enfermedad a la expresividad y la sensación de alegría.

Por supuesto, a mí lo que más me interesó fue lo primero.

En el caso de Louis Wain, el pintor de los gatos, a través de sus dibujos pude observar la clara evolución de su enfermedad. De gatitos antropomórficos y cercanos, protagonizando escenas de lo más humanas, a figuras fractales propias de visiones alucinatorias. En sus etapas intermedias, abundaban los colores chirriantes y los ojos penetrantes de miradas salvajes.

Quizá quien más me impresionó fue Richard Dadd, un pintor victoriano cuya obsesión por las hadas y los duendes acabó intensamente plasmada en sus obras.

Con veinticinco añitos y muchísimas ganas de vivir aventuras, Richard partió junto a su mejor amigo, sir Thomas Phillips, a un viaje por Italia, Grecia, Turquía y Egipto. En este último destino, en El Cairo, se animó a fumar en una cachimba junto con un grupo de hombres.

Fumó.

Fumó.

Y fumó…

Durante cerca de cinco días no hizo más que fumar, obsesionado con que, en el gorgoteo que producía el agua de la cachimba, le parecía estar oyendo una voz.

A saber lo que estaba fumando y si realmente permaneció tanto tiempo allí sentado. Lo cierto es que, después de ponerse hasta las cejas de aquello que hubiera en el narguile, se levantó convencido de que el dios Osiris se había puesto en contacto con él a través de aquel gorgoteo. El esposo de Isis le había encomendado una importante misión: acabar con las maldades en la tierra del dios Seth, su verdadero enemigo.

Su amigo Thomas notó fuertes cambios en la conducta del pintor y decidió llevarlo de vuelta a casa. Una vez en Inglaterra, le diagnosticaron una insolación y aconsejaron que fuera ingresado en un manicomio.

Casi entiendo a su propio padre cuando se negó a internarlo por una simple insolación. Probablemente no lo habría hecho si su diagnóstico hubiera sido algo más acertado; quizá una psicosis cannábica (la cachimba vendría con sorpresa) que, sin el correcto tratamiento, habría acabado derivando en una esquizofrenia paranoide.

El caso es que, en una «idílica» estancia en el campo, Richard acabó partiéndole la cabeza a su padre con un golpe de hacha, cortándole la garganta con una navaja de afeitar y clavándole un cuchillo en el pecho unas cuantas veces. Casi nada para haber sufrido únicamente una insolación, ¿no crees?

Tras un intento de huida y un violento ataque a un viajero en un tren, terminó internado en un manicomio con tan sólo veintisiete años.

Maduró, artísticamente hablando, confinado entre paredes acolchadas y, como obra cumbre, aunque inacabada, quedó para la posteridad El golpe maestro del leñador duende.

Sabiendo cómo mató a su padre, lo del hacha en un escenario lleno de hadas y duendes puede llegar a resultar un tanto escalofriante.

—No es esto exactamente lo que estoy buscando —le dije a Bruno después de un rato recorriendo la vida de pintores con trastornos mentales.

Quizá fuera precisamente aquello lo que me estaba sobrando: los trastornos mentales.

Ninguno de los casos que conocí aquella tarde me resultó cercano al caso del Pintor. Él era calculador en exceso; la impulsividad no era una característica que pudiera asociarse a sus actos.

Meticuloso, previsor, paciente…

Me parecía alguien con una inteligencia muy por encima de la media. Con una gran capacidad para diferenciar entre el bien y el mal. Una persona que, más que carecer de cordura, carecía de capacidad emocional.

«Un psicópata no es un enfermo mental», recordé.

Yo buscaba a una persona carente de empatía y de remordimientos, pero con una gran capacidad para relacionarse con la gente que lo rodeaba. Alguien con una personalidad atractiva, capaz de manejar a los demás como si fuesen simples cosas, instrumentos. Una persona con códigos propios de comportamiento, con necesidades especiales y formas atípicas de satisfacer esas necesidades.

Yo buscaba a alguien con mucho dinero, obsesionado con la pintura y que relacionaba su arte con un perfil muy característico de varón. Alguien que había convertido aquellas desapariciones y muertes en un complejo y duradero ritual que, esperaba yo, tendría algún fin supremo para él.

Me lo imaginé como un hombre que superaba la cincuentena, con un egocentrismo engordado por treinta y tantos años de impunidad y que podría haber acabado supravalorándose a causa de esa exención prolongada.

«Si te valoras en exceso, puedes cometer algún error por exceso de confianza», me dirigí mentalmente al Pintor.

—Hazme el favor de buscar obras curiosas —pedí a Bruno—. No sé… Obras de pintores que fuesen muy viajeros, por ejemplo. —Pensé en las múltiples ciudades en las que el asesino había hecho de las suyas—. Obras repetitivas, también, como el caso del pintor de los gatos, sólo que sin esquizofrenia. Pequeñas obsesiones o manías. Cualquier cosa que se salga de lo común.

—Viajeros… A bote pronto se me ocurre Sorolla y sus viajes por España, pero su obra para la Hispanic Society of America fue un encargo. —Bruno pareció abrumado—. Ada, lamento decirte que casi todos los artistas consagrados y famosos se salieron de lo común. ¿Puedes explicarme para qué necesitas esto?

Y ahí llegó la pregunta, del mismo modo que llegó el momento de soltar mi mentirijilla a medias.

—Estoy retomando mi interés por la criminología —le dije—. Últimamente he estado manejando mucho material sobre asesinos en serie que me han llevado a hacerme preguntas. Ya sabes cómo soy de obsesiva cuando me lo propongo.

—Pues no. No lo sabía —me dijo con sinceridad—. Recuerda que no me dejaste conocerte demasiado. —Sonrió—. Aunque estoy descubriendo una cara diferente de Ada Levy que me está resultando francamente interesante.

Creo que me ruboricé al mirarlo a los ojos. Y también creo que él se dio cuenta, porque me aguantó la mirada hasta obligarme a centrarme de nuevo en la pantalla del ordenador.

—Está bien. —Rompió el silencio incómodo—. Vamos a buscar casos de pintores un poco maniáticos.

Se acercó a la mesa del ordenador haciendo girar las ruedas de su sillón y desplazándome a mí a un lado con su movimiento.

Bruno volvía a ponerme nerviosa después de dos años, y yo me sentía culpable porque aquellos preciosos ojos bicolores que ya había perdido no hacían más que vibrar en mi cerebro.