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Estaré encantado de prepararte la habitación de invitados.
[…] No sabes cuánto me alegra saber de ti.
Cuenta la leyenda que allá por el siglo XV llegaron hasta Italia desde España tres caballeros de Toledo: Osso, Mastrosso y Carcagnosso. Tomaron tierra en la isla de Favignana y allí permanecieron, ocultos en sus cuevas, durante casi treinta años.
Pasado ese tiempo, salieron de aquel lugar con un código de honor recién creado y se separaron. Osso se quedó en Sicilia, donde fundó la Cosa Nostra. Mastrosso cruzó el estrecho de Mesina y viajó hasta Calabria para crear la ’Ndrangheta, y el último, Carcagnosso, escogió la región de Campania y dio a luz a la Camorra.
Esta leyenda, difundida por la propia mafia, la conocí ojeando en YouTube vídeos de Roberto Saviano, autor de Gomorra. En concreto, esa historia aparecía en un programa de la televisión nacional italiana.
Aquel día, mientras esperaba en el aeropuerto de Málaga para coger el primero de tres aviones, pues tenía que hacer dos escalas, rumbo a Nápoles, descubrí que, en el imaginario popular, las tres principales mafias italianas tenían la misma matriz, tanto física como cultural: tres caballeros españoles.
«¿Y por qué España?», me pregunté en aquel momento. Por suerte, me aguardaban horas y horas de viaje a lo largo de las cuales podría zambullirme en todos aquellos libros que había comprado sobre la mafia italiana. Y acabé tan inmersa en ellos que, con datos históricos, cuentos más o menos probados y un toque propio de imaginación, aquella leyenda, al principio tan lejana para mí, acabó pareciéndome demasiado cercana a la realidad.
Lo primero que aprendí fue que Italia, como Estado nacional, existe desde 1861 y que (ta-ta-ta-chán) desde el siglo XIII hasta esa fecha, salvo pequeños períodos, los españoles dominaron el sur de Italia. Así que cuando surgieron las tres principales organizaciones mafiosas, en la primera mitad del siglo XIX, el sur de Italia pertenecía a una rama borbónica española llamada Reino de las Dos Sicilias. Vamos, que iba a ser verdad que las mafias surgieron en territorio español.
Durante ese período hispano en Italia, lo más importante llegó a ser el intercambio de favores con el poder. ¿Y qué quiere decir eso? Pues que el que progresaba no era el que más mérito tenía, sino el que se hacía más amigo de quien mandaba.
Hasta aquí todo más o menos normal, porque esto puede recordar tanto a la película El Padrino como a la sociedad española actual, ¿no crees?
Más tarde apareció en mi lectura la Garduña, una organización criminal de la que no hay demasiados datos históricos fiables, pero sí muchas historias fascinantes.
Esta sociedad, que se consideraba a sí misma una organización religiosa, nació y murió en España y sus colonias entre los siglos XV y XIX. Tan religiosa se consideraba que apelaba a razones divinas para robar o asesinar. Y llegó a ser tan poderosa que incluso la Iglesia, a través de su Santa Inquisición, la utilizó en determinados momentos para resolver problemas difíciles.
Según pude leer, estaba formada por criminales de la época y funcionarios corruptos, y para pertenecer a sus filas era necesario enfrentarse a una serie de rituales de iniciación. Daban mucha importancia a la simbología esotérica, y utilizaban palabras de paso y señales de reconocimiento. Entre esas señales, los tres puntos tatuados en la palma de la mano, tan comunes hoy en día en ciertos gremios.
Como buena sociedad secreta, carecía de documentos escritos y estatutos. Toda su historia y su simbología iban transmitiéndose de unos miembros a otros. Un secretismo glacial, gracias al cual no había pruebas de su existencia.
Hasta que ocurrió lo inevitable: apareció el ego.
Sus últimos maestros, en un ataque de vanidad, escribieron el llamado Libro Mayor, en el que narraban, como si fuesen heroicidades, las muchas barbaridades que habían llevado a cabo: raptos, robos, violaciones, asesinatos…
Y, mira tú por dónde, el libro llegó a manos de quien no debía. Lo descubrieron en 1821, en la casa del Gran Maestro Alfonso Cortina. ¿Consecuencia? Tanto Alfonso como sus lugartenientes y un montón de garduñistas más fueron ejecutados en la plaza Mayor de Sevilla el 25 de noviembre de 1822.
¿Qué ocurrió después? Pues muy sencillo: se hizo el silencio. La sociedad criminal se creyó extinta en España. Sin embargo, casualidades de la vida, en ese mismo siglo XIX, cuando el sur de Italia aún pertenecía a una rama borbónica española, en el mismo Reino de las Dos Sicilias, surgieron como de la nada, y con pocos años de diferencia, la Cosa Nostra Siciliana, la Camorra Napolitana y la ’Ndrangheta Calabresa.
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Así, entre libros y crecimiento intelectual, acompañada del swing de Benny Goodman, llegué a la primera de las escalas de mi viaje: Charles de Gaulle, en París. Lástima no haber tenido tiempo para visitar la Ciudad de la Luz. Al menos sí que tuve una hora para tomarme un buen bocata y un par de cafés.
Al encender el móvil tenía dos correos electrónicos. Uno de ellos, esperado: el de Enrico, con las direcciones que debía visitar al llegar a Nápoles. El otro fue una auténtica sorpresa.
Había estado intentando localizar a José Luis durante todo el día anterior. Su teléfono aparecía constantemente apagado o fuera de cobertura, y no respondió a ninguno de mis mensajes. Acabé preocupándome de verdad, no sólo por el caso del hermano de Andrea, sino porque llevaba sin hablar con él desde hacía mucho tiempo. La última vez fue cuando nos cruzamos en los juzgados, unos minutos después de que el juez dictara sentencia por el caso del Asesino de la Hoguera.
José Luis había estado a punto de fallecer en Córdoba. De hecho, creo que ninguno de los que lo vimos allí, tirado en el suelo y en medio de un gran charco de sangre, comprendemos cómo sigue hoy respirando. Un hombre que decía querer morir y que acabó burlándose de la muerte en su propia cara. O la muerte de él…
Por eso no entendí cómo mi indemnización fue superior a la suya.
Cien mil para mí.
Ochenta mil para él.
La explicación me la dio Andrea en su día: mis secuelas (físicas, psíquicas y estéticas) eran potencialmente mayores. No obstante, yo sabía perfectamente que José Luis me superaba con creces sólo por la parte psicológica. Pero, claro, la muerte de Silvia, su vecina, no podía ser considerada una gran pérdida para él a pesar de que, tras morir ella abrasada por las llamas, se llevó para siempre el corazón del pobre periodista sevillano.
Después de aquel último encuentro, no volvimos a saber nada el uno del otro. Creo que ambos, a nuestra manera, necesitábamos olvidar.
Cuando intenté contactar de nuevo con él, al no recibir respuesta, me pregunté qué habría sido de José Luis. ¿Seguiría siendo aquel cascarón grasiento y destrozado que conocí en Sevilla? ¿Pensaría aún en su escopeta? Deseé de corazón que no respondiera a mis mensajes porque no quería hablar conmigo; aquello era mucho mejor que imaginarlo aún hundido y roto.
Por eso, al ver su correo, me sentí tan feliz que olvidé por completo el cansancio y el estrés que me ocasionaba aquel viaje.
Hola, Ada:
Disculpa la tardanza en responder a tus e-mails, he estado muy ocupado estos días.
El motivo por el que no has podido localizarme por teléfono es porque hace unos meses decidí guardar mi antiguo móvil en un cajón. Recibía demasiadas llamadas que no quería atender y acabé odiando aquel aparatito.
Pero bueno, por suerte volvemos a estar en contacto y eso es lo importante. Te dejo al final de este correo mi número de teléfono nuevo.
He estado echándole un ojo a lo de las lápidas. Ya me contarás qué es lo que te lleva a pensar que estos nichos están relacionados con desapariciones. Pero vamos, que coincido contigo en que tantas lápidas son demasiada casualidad. Algún motivo tiene que haber.
Si finalmente vienes a Sevilla, avísame con tiempo. Ahora vivo en Umbrete, en la antigua casa de mi hermana. Podrías quedarte un par de noches y así trabajaríamos juntos en el caso. Estaré encantado de prepararte la habitación de invitados.
Un fuerte abrazo,
JOSÉ LUIS
P.D. No sabes cuánto me alegra saber de ti.
Guardé en la agenda el nuevo número de móvil y me levanté de la mesa con una gran sonrisa en la cara. Si la cosa salía como Enrico había programado, mi vuelta de Nápoles sería dos días después y llegaría a Sevilla alrededor de las ocho de la tarde. Aún me quedaban dos días para decidir si quería o no dormir bajo el mismo techo que él. No me agradaba demasiado la idea, teniendo en cuenta mis recuerdos en torno a José Luis. Pero preferí olvidarme del tema y me centré en ir al servicio antes de subir a mi siguiente avión.